Jorge Luis Borges dijo alguna vez que siempre había imaginado al paraíso como una biblioteca. Es un concepto hermoso del paraíso. Me gustaría tener una biblioteca mayor a la que tengo, aunque, debo admitirlo, es profusa en libros de todo estilo. Muchos los heredé de mi padre, que también era un enamorado de su biblioteca. Recuerdo al señor librero, un español, que venía al menos una vez por mes a casa a vender libros y enciclopedias, maravillosamente encuadernadas. Mi padre me decía que al entrar a la casa de alguien, lo primero que debía hacer era mirar su biblioteca. Si no había libros, salía un prejuicio. Pero me pasa algo más con mi biblioteca: cuando me pongo a revisarla -tengo dos: una en el living y otra en mi cuarto; es un departamento de dos ambientes pequeños- me angustia ver que hay varios libros que nunca leí. Algunos ni los abrí. Unos pocos no sé porqué los tengo. Entre los que voy comprando y me van regalando, aquellos siguen postergados. El año pasado adelanté bastante: leí veinticinco. En lo que va de 2018, ya voy por el cuarto. Pero siento que no me alcanzarán los días para leerlos todos. Lo mismo me ocurre cuando entro a una librería. Hay tantos libros que me quiero llevar y que quiero leer, que no me dará la vida para cumplir con ese deseo.
En realidad y más allá de mi amor por los libros, hay un espíritu inconformista y compulsivo en mi dentro, sobre todo en las compras y en los negocios de ropa, pero ese es otro cantar. Porque lo mismo me pasaba cuando entraba a una disquería -en pasado, porque ya casi no hay, y en general están dentro de las librería- y quería llevarme todo. Spotify, en ese sentido, ha sido uno de los mejores inventos de la historia, aunque comprendo la queja de varios músicos al respecto de las regalías de sus obras. Spotify es, volviendo a Borges, como una especie de biblioteca de Babel de la música. Ahí sí siento que me alcanzarán los días para escuchar todo lo que quiero, porque, además, yo voy escuchando música todo el tiempo: caminando, corriendo, en el subte, en el tren, en el auto, en mi casa. En cambio, para leer necesitamos estar quietos en algún lugar. En general leo en mi casa, en un bar o en el tren. Y así como con la música recurro a todos los adelantos -esos parlantitos bluetooth son maravillosos- y a lo de antes -tengo discos y una bandeja que era de mi padre-, en los libros nunca me pude adaptar, al menos hasta ahora, a leerlos en otros dispositivos. No salgo del papel.
Más allá de todas estos divagues, siempre imaginé al paraíso como una playa con mar. Quisiera terminar mis días en un lugar así. Ahora mismo lo estoy disfrutando en la maravillosa costa esteña de la República Oriental del Uruguay. La playa es un lugar especial. Se me ocurre que no hay otro espacio donde se puedan hacer tantas cosas como en una playa. Ahí nos sentimos libres desde la infancia hasta la ancianidad. En una playa uno va como quiere, puede comer, beber, mirar, tomar sol, disfrutar de las nubes, caminar, correr, jugar al fútbol, al voley, al tenis, a las cartas, a los dados, al bridge, a la paleta, al tejo, a la tocata de rugby, a cualquier deporte náutico. En una playa se puede amar, besarse, hacer el amor, dibujar un corazón en la arena, caminar abrazados o agarrados de la mano. En una playa se puede leer, escuchar música, bailar, conversar, cantar, gritar. En una playa, en verano, estamos casi desnudos y nada nos importa. Bronceados, volvemos a nuestros lugares más bellos de lo que nos fuimos. En una playa podemos pasar todo el día; ver cómo el sol sale y cómo se va.
Hoy estuve en la playa leyendo un libro y escuchando música. Hoy me sentí en el paraíso. No lo imaginé. Lo sentí. Y lo he disfrutado tanto que me vine a escribir estas líneas
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