Yukio Mishima, exquisito escritor japonés cuya consagración transcurrió tras suicidarse en 1970 mediante el harakiri, describe en su maravillosa novela Después del banquete, la vida de un restaurante propiedad de Kazu, la protagonista de la historia junto al político Noguchi. A través de sus páginas, desfilan los menús preparados para cada noche: miso blanco con champiñones y cuajada de semillas de sésamo (sopa); rodajas finas de calamar en salsa aliñadas con perejil y limón (pescado crudo); zorzales asados en salsa china, bogavante, vieiras, nabos en adobo, cogollos de regaliz (entrada); carpas pequeñas con lubina asadas en sal con limón (pescado asado). Mientras sucede la trama de una pareja que se casa y luego se separa en medio de los banquetes y las elecciones legislativas, Mishima pasea al lector por las delicias de la comida de su país.
El consagrado Haruki Murakami se refiere en su libro De qué hablo cuando hablo de escribir al bar de jazz que tenía antes de convertirse en escritor, mientras que el premio Nobel Kazuo Ishiguro también detalla los días de un bar al que concurre Masuji Ono, el pintor que le da vida al personaje de su novela Un artista del mundo flotante. Nada de esto es casual. La gastronomía es una de las tantas facetas que sobresalen en la milenaria cultura japonesa. Desde hace unos años, además, ha salido al mundo y es uno de los principales productos de exportación y de interés para el boom turístico que vive este país.
A tal punto ha conquistado la gastronomía japonesa al mundo, que en Europa hoy es un furor el konjac, una planta con virtudes medicinales que se cultivó en Japón durante siglos. Cocinado de múltiples formas, se volvió popular por sus bajas calorías.
Jiro Ono tiene 85 años y se hizo famoso gracias al documental Jiro, sueños de sushi. Su local en Ginza, una de las tantas zonas céntricas de Tokio, quizá la más lujosa, está ubicado en una estación de subte y tiene lugar para sólo 10 personas. Ostenta tres estrellas Michelin y para sentarse a comer hay que reservar con varios meses de anticipación y estar dispuesto a pagar unos 350 dólares por cabeza. Más modesto es el señor Kita, a cargo de Umai-ya, uno de los miles de locales de comida callejera que existen en todo Japón. Este está en Osaka y sólo cocina takoyaki, las bolas de pulpo frito. Cinco mesas se aprietan en su local. Un plato con ocho bolas vale 4 dólares. Un manjar.
Kita es uno de los protagonistas de la serie Street Food lanzada por Netflix. Lo busqué a través del Google Maps, indispensable para moverse en Japón. Cuando le pregunté si era él, tras encontrarlo en el comienzo de una de las tantísimas calles techadas que hay en Osaka, me respondió bajando la cabeza y la mirada. Su mujer, más orgullosa, me dijo que sí, que era el mismo. Kita abre su local de 11 a 20 y estima que lo atenderá hasta que cumpla 100 años. La otra faceta de este país: trabajar y trabajar sin parar, hasta al punto de perder la líbido y el cuidado de sus ancianos, y también de caer en la frustración y de registrar una de las tasas de suicidios más altas del mundo.
También en Osaka, adonde estuve una semana ya que allí los Pumas jugaron ante Tonga por la Copa del Mundo, trabaja otro de los cocineros captados por la serie de Netflix. Toyo es todo un show cocinando el atún asado con un soplete que maneja como una espada y que lanza largas llamaradas. Siempre sonriendo, Toyo tiene cada día frente a si una cola de al menos una cuadra para comer un plato a un valor de 8 dólares.
Volviendo a Tokio, otra experiencia gastronómica alucinante es llegar hasta Shinjuku, una especie de Times Square de Nueva York -pero más apabullante desde las multitudes y la tecnología- y meterse en sus delgadas calles en las que apenas entran dos o tres personas de ancho para comer pescado de todos los tipos y de todas las formas en locales mínimos, sin ventilación alguna y con un olor a frito que se pega en la piel. Un plato ronda los 15 dólares. A la noche explota de turistas.
En su libro Sushi, ramen, sake, el escritor y cocinero estadounidense Matt Goulding describe la historia de Sawada, considerado un artesano en la creación del sushi. Se trata de un ex camionero que explica que el gran secreto es el arroz: su temperatura, su textura, su avinagramiento. Sawada no tiene empleados. Todo lo hace él junto a su mujer: comprar el pescado, armar las piezas y limpiar el local cuando cierra. Sólo sirve seis comidas al mediodía y otras tantas a la noche. No aspira a dejar de trabajar, sino a bajar la producción a ocho platos por día.
Goulding dice sobre Sawada en un párrafo que replica el diario El País de España: “Seguramente podría levantarse a las 9 de la mañana, hacer que le lleven el pescado hasta la puerta, utilizar un sistema de refrigeración estándar para congelar sus ingredientes (Sawada tiene uno de refrigeración con hielo), contratar a un joven aprendiz para que limpie la barra después de la cena y aún así seguiría sirviendo uno de los sushis más alucinantes de Tokio. Pero no lo hace. Porque en Japón lo que importa no es el fin, sino el medio”.
La literatura se une a la gastronomía, como el animé al karaoke, y lo milenario a lo último de la tecnología. Japón es toda una experiencia. Recorrerla durante la Copa del Mundo de rugby fue uno de los viajes que más disfruté en mis cobertutras periodísticas. En Tokio, especialmente, todo es lindo. Hay un sentido de la estética muy marcado en todos los detalles. Y en ese andar, la comida es otro viaje. Descalzarse en buena parte de los restaurantes, hacer equilibrio para entrar en el mínimo espacio que hay entre la mesa y la banqueta, ponerse un kimono, pisar el tatami, ver cómo te cocinan al lado tuyo o elegir los platos que circulan como si fuesen las valijas en las cintas de los aeropuertos (uno va acumulando los platitos, cuyo valor lo da el color de cada uno) forma parte de un ritual que le da todavía un sabor más especial.
Además, está la aventura de encontrar un buen lugar para comer en un subsuelo o en un séptimo piso. Hay otro Japón en las alturas y otro, especialmente en Tokio, abajo del suelo, como el caso de Jiro Ono. Porque las estaciones de subte y trenes son tan grandes que a veces se puede tardar media hora buscando una de las salidas que lleve a la calle.
Kazu, que había abandonado y vendido su restaurante para acompañar a su marido en su carrera política, y también en busca de ser sepultada en una tumba aristocrática, cuando se separa vuelve a su gran amor, que es ese lugar donde se cocinan las delicias que tan maravillosamente bien detalla Mishima. Porque Japón es eso: un banquete
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