de Jorge Búsico

Mes: agosto 2020

Radio de mi corazón

Una de las mejores cosas que hice durante la pandemia fue haberme comprado una radio. Un día escuché fuerte el silencio que había en el departamento. Era cuestión de días para saber cuándo me iban a contestar las paredes. Mi equipo de música, que contiene la radio y que le da movimiento a la bandeja giradiscos, había dejado de funcionar. Transcurrían los primeros tiempos de la cuarentena estricta, por lo cual era impensable que algún humano viniese a arreglarlo. Probé con la radio en la computadora, pero la que tengo emite un sonido metálico imposible de aguantar más de una hora. La televisión no me atrapa. Aburrido, una noche le pasaba el dedo casi sin mirar a las fotos en Instagram cuando vi la propaganda de Spica, la marca que es un sinónimo de radio, sobre todo para los futboleros. No estaba en ese entonces acostumbrado a comprar por Internet, pero no lo dudé: tecleé los números de la tarjeta de crédito, y me entregué. Al día siguiente tocaron el timbre y era un hombre que venía a traerme la radio. Bajé y subí por el ascensor los 11 pisos con el corazón acelerado, y abrí la caja con el entusiasmo de la niñez cuando llegaba Papá Noel. El sentimiento se repitió cuando la vi; fue, efectivamente, como volver a la niñez. Hacía añares que no tenía una radio a transistores. Esas que la llevás de un lado a otro, que te la pegás a la oreja cuando no querés que escuchen los otros, que a veces tenés que buscar un lugar donde sintonice mejor. Desde ese día, está prendida todo el tiempo en el que estoy despierto. Bah,  muchas veces me duermo con ella encendida.

Buena parte de mi vida está asociada a la radio. Fue la primera que me despertó el gen del periodismo. Desde chico escuchaba a través de ella los partidos de fútbol los domingos y las peleas de boxeo en el Luna Park, los sábados a la noche. Los partidos imaginarios, con chapitas, muñequitos o figuritas, alrededor de un estadio (mi cama tenía un borde negro de metal, por lo cual con tiza blanca pintaba las publicidades), contenían mi relato. Como también relataba los partidos que se jugaban en las plazas. Imitaba a Muñoz, a sus comentaristas (Néstor Ibarra, Julio César Calvo, Zavatarelli, Julio Ricardo), a Lujambio y Roberto Ayala, a Cacho Fontana. “Y viene el gol, y viene el gol”. Iba repitiendo, mientras los escuchaba, los relatos de Cafarelli y los comentarios de García Blanco. “¡Caen los cortinados!” Los maestros Ulises Barrera y Ricardo Arias. Ahí también se mezcla, por un rato, la televisión, con los partidos del viernes a la noche y el domingo. Horacio Aiello y Oscar Gañete Blasco. “Desde la izquierda de su pantalla, señora…” ¡Atento Fioravanti!

En la primera parte de la vida, niñez y casi adolescencia, el vínculo fue exclusivamente con el deporte. Se suele decir, con absoluta razón, que la radio es compañía. También la relaciono con la imaginación, con la fantasía. Tiempos sin la TV tal como la conocemos (4 y después 5 canales, blanco y negro, escasa programación) y, obvio, sin Internet. Para saber cómo había sido un partido o un gol teníamos tres fuentes: El Gráfico, la radio y el diario, pero este era para los mayores. Si el relator decía que la pelota había entrado por el ángulo derecho, uno tenía que imaginar el resto de la jugada, porque el comentarista te contaba el final. Y dependiendo de la intensidad del relator (yo escuchaba a Muñoz, más de chico a Fioravanti), cuando te decía que pasaban la mitad de cancha para el lado del arco de tu equipo (River), empezabas a temblar. Si no ibas a la cancha, dependías de ese relato.

Y si ibas, también. Mencioné que la Spica tenía que ver con el fútbol porque era la radio más vista en la cancha. La radio formaba parte del equipaje a llevar. Era algo así: no podías ir a la cancha sin radio. Mi tío Tito, quien me empezó a llevar a ver a River desde los 6/7 años, portaba siempre la Spica de estuche de cuero marrón (ahora salió una edición vintage; la busqué, pero está agotada). Y lo más increíble es que escuchaba a River. O sea, escuchaba el partido que estaba mirando.  Los que no tenían radio podían pedirle a los que sí quién había tirado el centro o quién había hecho el gol si no lo pudo adivinar en el medio del tumulto del festejo. También podían preguntar el resultado de los otros partidos. O el de ellos. Cuando uno preguntaba “¿cómo van?”, no había necesidad de explicar a qué equipo se refería. El otro contestaba, bajo el mismo código: “empatan”.

Nunca llevé una radio a la cancha. Cuando me tocó ir con mi hijo, en los finales de la década de 1990, ya no te dejaban entrar con ella. La consideraban un “objeto contundente”. ¿Cuántas radios habrán volado al campo de juego? Miles. Pero en las plateas San Martín y Belgrano todavía se puede ver a los de 70 y 80 años con sus radios y auriculares. Es una postal del fútbol. La radio pegada a la oreja. Irse del estadio escuchándola; caminando, en el colectivo, en el tren o en el auto. Escuchando los goles, las declaraciones de los protagonistas, los resultados del campeonato y de otros deportes. El tenis con Moro o Salatino, el rugby con Nicanor González del Solar. La Oral Deportiva, la Cabalgata Deportiva Gillette.

El domingo era radio. Mis recuerdos tienen que ver con los chirridos de las transmisiones de automovilismo. El avión, los boxes, las miles de marcas de patrocinantes que salen al aire, los gritos, el ruido de los motores, las conexiones con las otras categorías. Aunque nunca fui fan de los fierros, salvo la Fórmula 1, que, apasionado, me despertaba temprano para seguirla por televisión. ¡Si habré llorado por el Lole Reutemann!

De la adolescencia en adelante, en mi matrimonio con la radio apareció la música. Modart en la Noche, Flecha Juventud, Las Noches de Crandall. Junto a los partidos y las tiras de deportes a la noche, antes de la cena. Después me encerraba en mi cuarto –hijo único- con una Noblex que tenía; enchufaba los auriculares, subía el volumen al máximo y así me quedaba durmiendo. Imaginando quién cantaba, cómo era el grupo, aprendiendo las letras y dándole rienda especialmente a la fantasía romántica, muchas veces tan dañina como la nostalgia.

Mi familia siempre escuchó radio. La recuerdo de fondo en la casa de mis abuelos. Mi padre trabaja de punta a punta con ella prendida de fondo y mi madre la tuvo como gran compañera hasta el fin de sus días, sobre todo después de la muerte de mi padre. En mi casa se veneraba a Cacho Fontana y al Negro Guerrero Marthineitz. Y se rememoraban los radios teatros con Nini Marshall.

Si Muñoz fue a quien más escuché antes de entrar en el periodismo, Juan Alberto Badía fue su espejo con la música. Más Nora Perlé, el peruano Pedro Aníbal Mansilla, Graciela Grace Mancuso, Nucha Amengual, Betty Elizalde. Soy de la generación que vivió los albores de la FM. Tengo un recuerdo imborrable de esas noches de encierro con auriculares: estaba escuchando música y, de repente, se interrumpió la transmisión para avisar que habían matado a John Lennon. Me quedé petrificado.

Cuando empecé al periodismo, la radio fue una compañera de redacción. Para armar un boletín con una noticia de último momento, o para seguir y anotar cambios y goles de un partido en el que no teníamos a nadie cubriéndolo. Una noche, en medio de un cierre caótico en Noticias Argentinas, me tocaba redactar, con crónica y síntesis, 3 partidos que debía seguirlos por radio. Dos salieron con otro resultado. A uno, le puse el del otro, y viceversa.

Al deporte y a la música le fui agregando algunos programas periodísticos, pero la cuestión era que después de tanto que había relatado imaginariamente y que había creado esa conexión, quería ver cómo era trabajar en radio. Era, de algún modo, mi sueño, más que el periodismo gráfico. Terminó siendo una mala experiencia. Mi primera vez no podía ser mejor: en Radio del Plata, mi favorita en las noches de música. Más aún: la radio quedaba a cuatro cuadras de mi casa. Fui a hacer un reemplazo por la mañana del entrañable Negrito Juvenal. Le fui sincero cuando me lo ofreció: “Negro, siempre quise que me llamaran para hacer lo que vos hacés”, que eran unos micros de deportes que salían en el informativo cada media hora. No resultó, no me adapté y hasta me terminaron mirando mal. No veía la hora de que vuelva el Negro. Pero me llevé un trofeo: charlas con Manito  Mansilla, aquel que seguía desde Modart en la Noche.

Opté por no volver a probar, aunque estuve en otros programas y, con el tiempo, me sentí algo más cómodo. Me fue mejor en la TV, pese a mi tremenda vergüenza a la exposición y a los prejuicios que tengo con ella.

Cuando me casé y me mudé a San Isidro, la radio pasó a ser la compañera en el auto. Aún hoy la prendo antes de arrancar. Música y, si es domingo, fútbol. Amo ese sonido que traen las transmisiones de fútbol. Disfruto incluso más el antes y el después de cada partido. Y durante la semana, un embotellamiento, que siempre hay uno, se soporta sin nervios transportándose con la música. Mi radio desde hace años es Aspen, 102.3. Está clavada ahí en el auto. A veces, aunque más en otros tiempos, me voy a Rock&Pop, Metro o Blue.

La radio también es la gran compañera cuando suceden hechos importantes. Está esa frase que es muy cierta: pegado a la radio. Y en esta historia no pueden faltar el Maestro Ariel Delgado y Radio Colonia. Otros maestros: Antonio Carrizo (sus charlas con Borges en Radio Rivadavia son de colección), Héctor Larrea, Mareco, Enrique Alejandro Mancini, Lalo Mir, Aliverti, Julio Lagos, el Tero Martínez Puente. Se me deben escapar algunos.

Tengo al alcance de mi mano en una de las bibliotecas, al costado del escritorio, una joya: Días de Radio, el libro que escribieron dos maestros, Carlitos Ulanovsky y el Nene Juan Panno, la entrañable Marta Merkin y la querida Gaby Tijman. Al lado tengo otro de Carlitos, sobre la historia de Radio Nacional. En Días de Radio, Ulanovsky (¡qué pena que se haya ido de TEA y Deportea!) escribe: “Ahora, a la distancia, me parece que me pasaba el día escuchando radio”. Me pasa.

Mañana, jueves 27 de agosto, se cumplen 100 años de radio en la Argentina. Enrique Susini, Miguel Mujica, César Guerrico y Luis Romero, que tenían entre 18 y 25 años, fueron los pioneros y a quienes los llamaron “Los locos de la azotea”. Este, de alguna manera, es una especie de homenaje a una compañera de tantas y tantas horas de mi vida. Con ella aprendí equipos de distintos deportes, ciudades, países, canciones, grupos, cantantes. Con ella me enteré de acontecimientos históricos, y con ella soñé y soñé.

El año pasado me mudé y volví al centro, al barrio de mi infancia. Dejé de usar el auto para ir a trabajar y, entonces, la radio perdió en mí la frecuencia habitual. Porque la radio del equipo de música empezó a fallar hasta que un día dijo basta en plena cuarentena. Entonces, cuando escuché fuerte el silencio en el departamento, hice una de las mejores cosas en la pandemia: me compré una radio. Está acá atrás, sonando, acompañándome mientras escribo este texto. Siento que siempre estuvo ahí

Hiroshima

Se están cumpliendo 75 años de uno de los actos más cobardes y horrendos que ha cometido la especie humana. Un 6 de agosto de 1945, Estados Unidos lanzó la primera bomba atómica. Lo hizo sobre la ciudad japonesa de Hiroshima, matando a más de 100 mil personas y dejando secuelas físicas y mentales a una cifra incalculablemente mayor. En septiembre del año pasado tuve la conmovedora experiencia de visitar Hiroshima y de recorrer su imponente Parque de la Paz, un lugar bello y prolijo como todo espacio verde en Japón, y que contiene, entre otros monumentos, dos especiales: la Cúpula de la Bomba Atómica,  que fue el Centro de la Exposición  Industrial  y cuyas paredes quedaron en pié, y el Museo Conmemorativo de la Paz, el edificio que guarda el registro de lo que pasó ese día a las 8.15 de la mañana.

Si el viaje a Japón me dejó un sabor a satisfacción que todavía conservo, la posibilidad de ir a Hiroshima es algo que agradeceré toda mi vida. Se los debo a mi profesión de periodista y al rugby, que me animaron, a los 61 años y con un largo recorrido encima, a trasladarme al Asia por primera vez, a volar durante más de un día y a trabajar con el horario cambiado. Fue una de las mejores decisiones que tomé. El Mundial, adonde fui para cubrir para La Nación y TNT las alternativas especialmente de los Pumas, me llevaba, al menos en la primera rueda, a Tokio y a Osaka, con varios huecos entre partido y partido, lo que nos permitía, al menos en esos primeros 20 días, recorrer varias ciudades de Japón a través del Japan-rail pass, un boleto que a cambio de unos 450 dólares por 15 días habilitaba a subirse a cualquier tren en cualquier horario y día. En el itinerario turístico, Hiroshima estaba primera en la lista. Escucho sobre ella desde que tengo uso de razón, pero, como siempre ocurre, todo lo que uno leyó, oyó o  vio durante tantos años cobra otra dimensión cuando se llega al lugar de los hechos.

La mejor alternativa que tenía para ir a Hiroshima era mientras estaba en Osaka, donde los Pumas se alojaron durante varios días para su partido con Tonga. Viví, como en todo el torneo, en el mismo departamento que Alejo Miranda, mi compañero de La Nación. Con él programamos el viaje, y una mañana soleada y calurosa de septiembre abordamos el tren bala (Skinkansen), que tardó dos horas para recorrer 330 kilómetros. En la estación JR nos indicaron –con la amabilidad, paciencia y precisión que se encuentra en todo Japón- que la mejor opción era, porque además estaba incluida en el boleto, la del Hiroshima Bus. Tras 20 minutos y cuatro paradas, nos bajamos en Heiwa-Kinen-Koen, el lugar del Parque de la Paz. En el trayecto tuvimos un pantallazo del centro de la ciudad, amplia y esplendorosa, aunque no con el lujo de Tokio, Osaka o Yokohama, por citar las más importantes.

Cerca de las 10 y media de la mañana, y cuando el calor ya empezaba a sentirse, lo primero que vimos al bajar del colectivo fue el esqueleto del edificio que sobrevivió a la bomba. La Cúpula de la Bomba Atómica, también conocida como la Cúpula Genabku, está ahí, inmóvil, cuidada, blanca, bordeada por hierros quemados, rodeada de verde y resguardada como memoria activa después de más de siete décadas. Al edificio lo construyó en 1915 el arquitecto checo Jan Letzel. La cúpula y las paredes no se derrumbaron como el resto de la ciudad por una sola razón: la bomba –a la que los norteamericanos apodaron siniestramente “Little boy”- estalló 600 metros justo encima de ellas, y como la onda expansiva se produjo hacia los costados, tal como cuando se abre un paraguas, la destrucción no las alcanzó. Ese bloque de cemento y acero tiene voz. Hay silencio, pero se lo escucha gritar.

Seguimos caminando. El corazón se agita, cuesta conseguir el aire, y no se debe solo al calor que cada vez se pega más a la piel. Al fondo del amplio parque está el Museo Conmemorativo de la Paz, moderno y austero. Todo en una sola planta. Se empezó a construir en 1949 y fue sumando salas y refacciones hasta la última reinauguración, en abril del año pasado. El ingreso es como cualquier gran museo del mundo: una sala amplia donde se recogen los folletos, se paga la entrada, se contratan las audioguías, y se puede tomar un café o un té. Pero no bien uno sale de lo formal, ya es recibido por el primer gran estremecimiento: una maqueta con forma de burbuja proyecta una vista de lo que fue la masacre. A la altura de la cintura de alguien de 1.70 metro se ve la ciudad como estaba a las 8.14 de ese 6 de agosto. De pronto, empieza a formarse una nube negra. Es la bomba que está cayendo. La luz se expande, estalla, y, en apenas segundos, lo que se ve es ese mismo terreno totalmente devastado.

Me quedé petrificado no sé cuánto tiempo mirando la misma secuencia. Cuando levanté la vista había distintos grupos con la misma mirada de angustia. Unos chicos australianos, una pareja francesa, varios orientales. Ahí se inicia el recorrido. La siguiente imagen es otro golpe de nocaut. Es una foto en blanco y negro tomada a las 11 de esa mañana. Es un grupo de chicos, desorientados, desolados, con las ropas ajadas y calcinadas. La foto es borrosa, como si estuviera fuera de foco. Desde la audioguía la voz nos indica que son las lágrimas del fotógrafo que cayeron sobre su lente. El fotógrafo es Yoshito Matsushige, quien esa misma mañana, a 200 metros del epicentro, tomó otra imagen del horror: una mancha negra que dejó alguien que estaba sentado en las escaleras de la entrada de un edificio.
Esa primera parte lleva como título “La devastación del 6 de agosto”. Luego sigue la de los daños producidos por la radiación. Fotos de hermanos que perdieron el pelo, otros con malformaciones, familias destrozadas. En el pasaje llamado “Gritos del alma” aparecen lápices, libretas, uniformes, triciclos, fotos, gorros, cartucheras, objetos que se fueron encontrados. También se exhiben otras fotos con la gente, sedienta, tomando el agua con cenizas que caía del cielo, sin saber que era peor aún. El recorrido es bajo una luz tenue y un silencio incómodo que nadie se atreve a alterar. Por momentos sentía que la angustia me mareaba.

Sobre el final del recorrido se representa la historia de Sadako Sasaki. Tenía 2 años el día de la bomba. Toda su familia murió. Ella se salvó porque la explosión, registrada a casi 2 kilómetros de su casa, la despidió por la ventana. Sadako encontró otra familia, fue al colegio, se empezó a destacar en los deportes, y, con ello, se transformó en un símbolo de la vida después de la muerte. Pero a los 11 años le diagnosticaron leucemia. Por ella, los médicos detectaron que esa misma enfermedad, producto de la bomba, estaba afectado a otros cientos de niños. Sadako murió a los 12 años. En las paredes están las fotos con el andar de su corta vida. En la última yace en el cajón, con la cara limpia y serena. No lo soporté. Me largué a llorar. Lloré y lloré durante largos minutos.

En honor a Sadako, en el Parque hay un Monumento a los Niños. Y hay una Llama de la Paz, encendida el 1° de agosto de 1964 y que se apagará una vez que no haya más armas nucleares en el mundo. También se levanta un muro en homenaje a las víctimas. Y hasta ondea una bandera de los Estados Unidos.

………………

Unos meses después de concretada la masacre, la revista The New Yorker, por la que han desfilado los mejores escritores y periodistas de los Estados Unidos, envió a John Hersey a Hiroshima para que retrate lo que había ocurrido. El resultado fue un número dedicado exclusivamente a ese tema, y la crónica de Hersey, directa y basada en hechos y datos reales, significó en su momento un paso adelante en las notas periodísticas en revistas. Hoy, The New Yorker reedita aquellos artículos.

Hersey centró su crónica publicada el 24 de agosto de 1946 en seis sobrevivientes, a los que entrevistó después de andar varios días sobre las ruinas de Hiroshima. Así comienza su artículo:

“Exactamente a las ocho y cuarto de la mañana, el 6 de agosto de 1945, hora japonesa, en el momento en que la bomba atómica estalló sobre Hiroshima, la señorita Toshiko Sasaki, secretaria del departamento de personal de East Asia Tin Works, acababa de sentarse en su lugar en la oficina de la planta baja y estaba volviendo la cabeza para hablar con la chica del escritorio de al lado. En ese mismo momento, el doctor Masakazu Fujii se estaba sentando con las piernas cruzadas para leer el Osaka Asahi en el porche de su consultorio privado, de frente a uno de los siete ríos deltaicos que divide a Hiroshima; la señora Hatsuyo Nakamura, viuda de un sastre, estaba de pie junto a la ventana de su cocina, observando a un vecino derribar su casa porque se encontraba en el camino de una línea de fuego de defensa antiaérea; el padre Wilhelm Kleinsorge, sacerdote alemán de la Compañía de Jesús, se reclinó en ropa interior en un catre en el último piso de la casa misionera de tres pisos de su orden, leyendo una revista jesuita, Stimmen der Zeit; el doctor Terufumi Sasaki, un joven miembro del personal quirúrgico del gran y moderno Hospital de la Cruz Roja de la ciudad, caminó por uno de los pasillos del hospital con una muestra de sangre en su mano; y el reverendo Sr. Kiyoshi Tanimoto, pastor de la Iglesia Metodista de Hiroshima, se detuvo en la puerta de la casa de un hombre rico en Koi, el suburbio occidental de la ciudad, y se preparó para descargar una carretilla llena de cosas que había evacuado de la ciudad por temor a la ataque masivo B-29 que todos esperaban que Hiroshima sufriera. Cien mil personas fueron asesinadas por la bomba atómica, y estas seis estaban entre los sobrevivientes. Todavía se preguntan por qué vivieron cuando tantos otros murieron. Cada uno de ellos cuenta que lo que los libró fueron muchos elementos pequeños de azar, un paso dado a tiempo, una decisión de ir adentro, tomar un tranvía en lugar del siguiente. Y ahora cada uno sabe que en el acto de supervivencia vivió una docena de vidas y vio más muertes de las que nunca pensó que vería. En ese momento, ninguno de ellos sabía nada”.

También en TNY se rescata otro valioso texto. A fines de ese 1945, Eugene Kinkead entrevistó a Paul Warfield Tibbets, Jr., quien comandó el avión de Combate de Escuadrón 509 desde el cual se lanzó la bomba atómica. Tibbets había participado en todo el proceso de elaboración del monstruo. Sabía perfectamente qué era lo que iba a hacer. Kinkead escribe, entre el desgarro y la precisión: “Cuando se arrojó la bomba, todos estiraron el cuello para mirar la enorme nube negra que se elevaba sobre la ciudad, un efecto muy diferente de todo lo que ellos había visto alguna vez. Luego, voló de regreso comiendo bocadillos de jamón”.

Sobre Tibbets se tejieron varias leyendas. La más difundida fue que se había suicidado producto de la culpa que sentía. Todo lo contrario. Tibbets, el hombre elegido por el gobierno del presidente Harry Truman, jamás se arrepintió de lo que hizo. Y vivió hasta los 92 años, muriendo recién en noviembre de 2007. Como buen hijo de su madre, bautizó al avión desde el que se arrojó la bomba nuclear con el nombre de ella: Enola Gay. Fue su madre, Enola Gay Hazard, quien lo alentó a seguir la carrera militar.
…………
El Museo Conmemorativo de la Paz de Hiroshima tiene, además del edificio principal de una planta, el Edificio Este, de 3 pisos, en el que se proyectan videos y se exhiben murales sobre el desarrollo de la bomba atómica y las armas nucleares, la historia de la ciudad y testimonios. También hay espacios para mensajes y desarrollos por la paz. Cerca de las 3 de la tarde me vi en un momento caminando sin sentido. No sabía si volver al Parque o emprender el regreso a Osaka. En el hotel donde se alojaban los Pumas había lo que se da en llamar “atención a la prensa”, que es un sinsentido para cualquier periodista que quiera hacer una cobertura seria de un Mundial y en un lugar como Japón. No había nada que hacer ahí. Había que seguir impregnándose de esto. Un periodista se nutre de estas experiencias. Nos hacen mejores. Cuando había que tomar una decisión nos miramos con Alejo. Ni lo discutimos. Nos habían recomendado la isla Miyajima, a 30 minutos de colectivo y otros 15 de ferry. Ahí fuimos.

Mientras el sol se escondía en el horizonte, pisando el mar celeste y apacible, fui tratando de guardarme en cada neurona lo que había visto y vivido. En Miyajima, adentro del mar, se levanta la puerta del santuario de Itsukushima, patrimonio cultural de la humanidad. El sol jugaba con ella mientras se iba. Es una postal. Intenté imaginarme en esa gente el 6 de agosto de 1945. En una guerra que ya estaba prácticamente terminado. En hasta dónde puede llegar la maldad humana. Agradecí lo que la vida me había dado. Y pensaba, también, que  algún día tenía que escribir sobre Hiroshima

Sitio Museo Conmemorativo de la Paz de Hiroshima

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