Una de las mejores cosas que hice durante la pandemia fue haberme comprado una radio. Un día escuché fuerte el silencio que había en el departamento. Era cuestión de días para saber cuándo me iban a contestar las paredes. Mi equipo de música, que contiene la radio y que le da movimiento a la bandeja giradiscos, había dejado de funcionar. Transcurrían los primeros tiempos de la cuarentena estricta, por lo cual era impensable que algún humano viniese a arreglarlo. Probé con la radio en la computadora, pero la que tengo emite un sonido metálico imposible de aguantar más de una hora. La televisión no me atrapa. Aburrido, una noche le pasaba el dedo casi sin mirar a las fotos en Instagram cuando vi la propaganda de Spica, la marca que es un sinónimo de radio, sobre todo para los futboleros. No estaba en ese entonces acostumbrado a comprar por Internet, pero no lo dudé: tecleé los números de la tarjeta de crédito, y me entregué. Al día siguiente tocaron el timbre y era un hombre que venía a traerme la radio. Bajé y subí por el ascensor los 11 pisos con el corazón acelerado, y abrí la caja con el entusiasmo de la niñez cuando llegaba Papá Noel. El sentimiento se repitió cuando la vi; fue, efectivamente, como volver a la niñez. Hacía añares que no tenía una radio a transistores. Esas que la llevás de un lado a otro, que te la pegás a la oreja cuando no querés que escuchen los otros, que a veces tenés que buscar un lugar donde sintonice mejor. Desde ese día, está prendida todo el tiempo en el que estoy despierto. Bah, muchas veces me duermo con ella encendida.
Buena parte de mi vida está asociada a la radio. Fue la primera que me despertó el gen del periodismo. Desde chico escuchaba a través de ella los partidos de fútbol los domingos y las peleas de boxeo en el Luna Park, los sábados a la noche. Los partidos imaginarios, con chapitas, muñequitos o figuritas, alrededor de un estadio (mi cama tenía un borde negro de metal, por lo cual con tiza blanca pintaba las publicidades), contenían mi relato. Como también relataba los partidos que se jugaban en las plazas. Imitaba a Muñoz, a sus comentaristas (Néstor Ibarra, Julio César Calvo, Zavatarelli, Julio Ricardo), a Lujambio y Roberto Ayala, a Cacho Fontana. “Y viene el gol, y viene el gol”. Iba repitiendo, mientras los escuchaba, los relatos de Cafarelli y los comentarios de García Blanco. “¡Caen los cortinados!” Los maestros Ulises Barrera y Ricardo Arias. Ahí también se mezcla, por un rato, la televisión, con los partidos del viernes a la noche y el domingo. Horacio Aiello y Oscar Gañete Blasco. “Desde la izquierda de su pantalla, señora…” ¡Atento Fioravanti!
En la primera parte de la vida, niñez y casi adolescencia, el vínculo fue exclusivamente con el deporte. Se suele decir, con absoluta razón, que la radio es compañía. También la relaciono con la imaginación, con la fantasía. Tiempos sin la TV tal como la conocemos (4 y después 5 canales, blanco y negro, escasa programación) y, obvio, sin Internet. Para saber cómo había sido un partido o un gol teníamos tres fuentes: El Gráfico, la radio y el diario, pero este era para los mayores. Si el relator decía que la pelota había entrado por el ángulo derecho, uno tenía que imaginar el resto de la jugada, porque el comentarista te contaba el final. Y dependiendo de la intensidad del relator (yo escuchaba a Muñoz, más de chico a Fioravanti), cuando te decía que pasaban la mitad de cancha para el lado del arco de tu equipo (River), empezabas a temblar. Si no ibas a la cancha, dependías de ese relato.
Y si ibas, también. Mencioné que la Spica tenía que ver con el fútbol porque era la radio más vista en la cancha. La radio formaba parte del equipaje a llevar. Era algo así: no podías ir a la cancha sin radio. Mi tío Tito, quien me empezó a llevar a ver a River desde los 6/7 años, portaba siempre la Spica de estuche de cuero marrón (ahora salió una edición vintage; la busqué, pero está agotada). Y lo más increíble es que escuchaba a River. O sea, escuchaba el partido que estaba mirando. Los que no tenían radio podían pedirle a los que sí quién había tirado el centro o quién había hecho el gol si no lo pudo adivinar en el medio del tumulto del festejo. También podían preguntar el resultado de los otros partidos. O el de ellos. Cuando uno preguntaba “¿cómo van?”, no había necesidad de explicar a qué equipo se refería. El otro contestaba, bajo el mismo código: “empatan”.
Nunca llevé una radio a la cancha. Cuando me tocó ir con mi hijo, en los finales de la década de 1990, ya no te dejaban entrar con ella. La consideraban un “objeto contundente”. ¿Cuántas radios habrán volado al campo de juego? Miles. Pero en las plateas San Martín y Belgrano todavía se puede ver a los de 70 y 80 años con sus radios y auriculares. Es una postal del fútbol. La radio pegada a la oreja. Irse del estadio escuchándola; caminando, en el colectivo, en el tren o en el auto. Escuchando los goles, las declaraciones de los protagonistas, los resultados del campeonato y de otros deportes. El tenis con Moro o Salatino, el rugby con Nicanor González del Solar. La Oral Deportiva, la Cabalgata Deportiva Gillette.
El domingo era radio. Mis recuerdos tienen que ver con los chirridos de las transmisiones de automovilismo. El avión, los boxes, las miles de marcas de patrocinantes que salen al aire, los gritos, el ruido de los motores, las conexiones con las otras categorías. Aunque nunca fui fan de los fierros, salvo la Fórmula 1, que, apasionado, me despertaba temprano para seguirla por televisión. ¡Si habré llorado por el Lole Reutemann!
De la adolescencia en adelante, en mi matrimonio con la radio apareció la música. Modart en la Noche, Flecha Juventud, Las Noches de Crandall. Junto a los partidos y las tiras de deportes a la noche, antes de la cena. Después me encerraba en mi cuarto –hijo único- con una Noblex que tenía; enchufaba los auriculares, subía el volumen al máximo y así me quedaba durmiendo. Imaginando quién cantaba, cómo era el grupo, aprendiendo las letras y dándole rienda especialmente a la fantasía romántica, muchas veces tan dañina como la nostalgia.
Mi familia siempre escuchó radio. La recuerdo de fondo en la casa de mis abuelos. Mi padre trabaja de punta a punta con ella prendida de fondo y mi madre la tuvo como gran compañera hasta el fin de sus días, sobre todo después de la muerte de mi padre. En mi casa se veneraba a Cacho Fontana y al Negro Guerrero Marthineitz. Y se rememoraban los radios teatros con Nini Marshall.
Si Muñoz fue a quien más escuché antes de entrar en el periodismo, Juan Alberto Badía fue su espejo con la música. Más Nora Perlé, el peruano Pedro Aníbal Mansilla, Graciela Grace Mancuso, Nucha Amengual, Betty Elizalde. Soy de la generación que vivió los albores de la FM. Tengo un recuerdo imborrable de esas noches de encierro con auriculares: estaba escuchando música y, de repente, se interrumpió la transmisión para avisar que habían matado a John Lennon. Me quedé petrificado.
Cuando empecé al periodismo, la radio fue una compañera de redacción. Para armar un boletín con una noticia de último momento, o para seguir y anotar cambios y goles de un partido en el que no teníamos a nadie cubriéndolo. Una noche, en medio de un cierre caótico en Noticias Argentinas, me tocaba redactar, con crónica y síntesis, 3 partidos que debía seguirlos por radio. Dos salieron con otro resultado. A uno, le puse el del otro, y viceversa.
Al deporte y a la música le fui agregando algunos programas periodísticos, pero la cuestión era que después de tanto que había relatado imaginariamente y que había creado esa conexión, quería ver cómo era trabajar en radio. Era, de algún modo, mi sueño, más que el periodismo gráfico. Terminó siendo una mala experiencia. Mi primera vez no podía ser mejor: en Radio del Plata, mi favorita en las noches de música. Más aún: la radio quedaba a cuatro cuadras de mi casa. Fui a hacer un reemplazo por la mañana del entrañable Negrito Juvenal. Le fui sincero cuando me lo ofreció: “Negro, siempre quise que me llamaran para hacer lo que vos hacés”, que eran unos micros de deportes que salían en el informativo cada media hora. No resultó, no me adapté y hasta me terminaron mirando mal. No veía la hora de que vuelva el Negro. Pero me llevé un trofeo: charlas con Manito Mansilla, aquel que seguía desde Modart en la Noche.
Opté por no volver a probar, aunque estuve en otros programas y, con el tiempo, me sentí algo más cómodo. Me fue mejor en la TV, pese a mi tremenda vergüenza a la exposición y a los prejuicios que tengo con ella.
Cuando me casé y me mudé a San Isidro, la radio pasó a ser la compañera en el auto. Aún hoy la prendo antes de arrancar. Música y, si es domingo, fútbol. Amo ese sonido que traen las transmisiones de fútbol. Disfruto incluso más el antes y el después de cada partido. Y durante la semana, un embotellamiento, que siempre hay uno, se soporta sin nervios transportándose con la música. Mi radio desde hace años es Aspen, 102.3. Está clavada ahí en el auto. A veces, aunque más en otros tiempos, me voy a Rock&Pop, Metro o Blue.
La radio también es la gran compañera cuando suceden hechos importantes. Está esa frase que es muy cierta: pegado a la radio. Y en esta historia no pueden faltar el Maestro Ariel Delgado y Radio Colonia. Otros maestros: Antonio Carrizo (sus charlas con Borges en Radio Rivadavia son de colección), Héctor Larrea, Mareco, Enrique Alejandro Mancini, Lalo Mir, Aliverti, Julio Lagos, el Tero Martínez Puente. Se me deben escapar algunos.
Tengo al alcance de mi mano en una de las bibliotecas, al costado del escritorio, una joya: Días de Radio, el libro que escribieron dos maestros, Carlitos Ulanovsky y el Nene Juan Panno, la entrañable Marta Merkin y la querida Gaby Tijman. Al lado tengo otro de Carlitos, sobre la historia de Radio Nacional. En Días de Radio, Ulanovsky (¡qué pena que se haya ido de TEA y Deportea!) escribe: “Ahora, a la distancia, me parece que me pasaba el día escuchando radio”. Me pasa.
Mañana, jueves 27 de agosto, se cumplen 100 años de radio en la Argentina. Enrique Susini, Miguel Mujica, César Guerrico y Luis Romero, que tenían entre 18 y 25 años, fueron los pioneros y a quienes los llamaron “Los locos de la azotea”. Este, de alguna manera, es una especie de homenaje a una compañera de tantas y tantas horas de mi vida. Con ella aprendí equipos de distintos deportes, ciudades, países, canciones, grupos, cantantes. Con ella me enteré de acontecimientos históricos, y con ella soñé y soñé.
El año pasado me mudé y volví al centro, al barrio de mi infancia. Dejé de usar el auto para ir a trabajar y, entonces, la radio perdió en mí la frecuencia habitual. Porque la radio del equipo de música empezó a fallar hasta que un día dijo basta en plena cuarentena. Entonces, cuando escuché fuerte el silencio en el departamento, hice una de las mejores cosas en la pandemia: me compré una radio. Está acá atrás, sonando, acompañándome mientras escribo este texto. Siento que siempre estuvo ahí
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