Este bellísimo texto de la escritora brasileña Clarice Lispector (1920-1977) me pareció ideal para cerrar este año (¡lo mejor para ustedes en 2021). Fue escrito en 1971.
La tempestad del 28 de marzo, domingo
No sé si ustedes se acuerdan de un domingo, 28 de marzo, partido de fútbol entre Botafogo y Vasco. El día había sido insoportablemente caliente, la playa era un infierno. La tarde fue todavía peor. Recé por una gran lluvia. Pero después no entendí el porqué de aquella «furia de los elementos de la naturaleza». Una amiga y yo habíamos programado una visita al Embalse de la Soledad, para compararlo con mi cuadro de Franceschi. De repente, acosada por el calor y previendo que algo malo iba a ocurrir, dije: No quiero ir a la Floresta de Tijuca. Ella estuvo de acuerdo. Y salimos a dar una vuelta en auto. Fuimos a Leblon, visitamos la iglesia de la Laguna, que es muy bonita, la iglesia, quiero decir. Y el tiempo comenzó a oscurecerse. El cielo se puso negro. Dije: Vamos a comprar unos sándwiches en Rick y los llevamos a casa porque va a caer una gran tempestad.
Estábamos en el auto cuando estalló. Nunca había visto cosa igual. En breve las ruedas estaban metidas hasta la mitad en el agua y el barro. Nada veíamos adelante. Mi amiga quiso desistir . Yo dije: Ve yendo por el medio de la calle, y así no hay peligro de subirnos a una vereda y, como tú dices, entrar de repente en un edificio adentro. Pero no se distinguía nada. Sólo los rayos azules, y después se oían los truenos. Eso no es deber de escuela primaria: «Describan una tempestad». A esa la viví de verdad, con riesgo de vida. Y sabiendo que uno de mis hijos estaba en el partido, en el Maracaná. Quería que todos los míos, familia y amigos, estuvieran en casa. Porque finalmente llegamos. Sólo después vino la reacción al miedo que había tenido y contenido: tuve una serie de escalofríos. Mi amiga, que estaba toda mojada, tomó un trago de whisky. Mi teléfono, como siempre, no daba línea (por favor, Compañía Telefónica, vea si mejora el mío, porque el teléfono se convirtió en un instrumento infernal para mí).
Pero una de las personas de mi familia telefoneó y supe que todos estaban en casa. Mi deseo era telefonear a los amigos y saber si estaban protegidos. Recé por mi hijo que ya no sabía cómo iba a volver. Pero de repente me dio una gran calma. Le dije a mi amiga: puedes ir a tu casa y yo a dormir, que me estoy cayendo de sueño. Ella se fue, demoró una hora en atravesar Botafogo. Dejé una nota a mi hijo. Y me fui a dormir. Había confiado en Dios
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