París siempre brilla, pero el viernes 7 de septiembre de 2007 estaba vestida de gala. La ciudad eterna de las luces aguardaba, radiante de sol, el inicio de la quinta edición de la Copa del Mundo de rugby. Una gigante pelota ovalada estaba incrustada en el medio de la Torre Eiffel, y el reloj con la cuenta regresiva –el mismo que se había utilizado para la llegada del nuevo milenio- estaba a horas de detenerse; a las 21, Francia, vigente campeón del 6 Naciones, y Argentina iban a ponerle fin a la espera del torneo con el cual la entonces International Rugby Board (IRB) pensaba iniciar una nueva era para este deporte. El arranque del Mundial era el tema central para los medios locales y las calles certificaban ese interés: banderas del Mundial, de Francia y de todos los países lucían en carteles o por encima de los postes de luz, mientras que las marquesinas ofrecían gigantografías de los ídolos de les bleus. París, al fin y al cabo, era una fiesta hace hoy exactamente una década. Hasta las 9 de la noche, al menos.
Tuve el privilegio de palpitar ese día, hora por hora, desde bien temprano y hasta la madrugada. Era mi tercer Mundial como periodista. En los dos anteriores había sido enviado especial por Clarín. En éste, fui por mi blog periodismo-rugby y otra serie de medios con los que colaboré y que ya detallé en el post Reviviendo en París. Estaba alojado en un pequeño hotel en la zona de Colombres, pero después de desayunar me fui hasta Enghien-les Bains, donde estaban concentrados los Pumas. En el hotel de al lado al Grand Barriére –ese fue el bunker del seleccionado argentino durante la mayor parte del torneo- estaban alojados la gran mayoría de los enviados argentino. Allí me esperaba la gente de ESPN para llevarme al estadio.
Enghien-les Bains es un pequeño poblado dentro del Departamento del Val-d’Oise. Su gran atractivo es un enorme y bonito lago, que da frente al Grand Barriére, sobre la rue du General de Gaulle. Los jugadores habían pedido ese hotel, alejado del ruido del centro, ya que queda a 13 kilómetros y medio del centro de París y relativamente cerca del Stade de France, escenario del test inaugural. La dirigencia de la UAR, con el secretario Raúl Sanz a la cabeza, había viajado varias veces a Francia para asegurarse ese lugar. Al Grand Barriére lo habían convertido en una fortaleza Puma; nadie, salvo los integrantes del plantel, podía ni siquiera acercarse a la puerta. Ese fue uno de los primeros triunfos. Muchos de estos jugadores venían de sufrir la pronta eliminación en Australia 2003; aquella vez se alojaron en un hotel –el Crowne Plaza de Coogee Beach, Sydney- que era una especie de shopping de gente.
Después de almorzar en una pizzería junto a un gran número de periodistas argentinos, marchamos hacia el estadio. Eran cerca de las 16. Los Pumas iban a salir a eso de las 18. El Stade de France, situado en Saint-Denis, había sido testigo del título mundial de fútbol de los franceses en 1998. También del campeonato local que hacía un par de meses había conseguido el Stade Francais, bajo la capitanía de Agustín Pichot y con Juan Hernández (de 10), Rodrigo Roncero e Ignacio Corleto (de 15) como principales figuras.
El estadio, que recién había abierto sus puertas, estaba listo como para sus mejores fiestas. Hacía rato que estaban agotadas las 80 mil entradas y a la inauguración iba a asistir Nicolas Sarkozy, elegido como presidente el último 6 de mayo. Los diarios franceses auguraban un triunfo del local, aunque el prestigioso L’Equipe planteó alguna duda cuando un par de días atrás publicó en su tapa una mira telescópica que apuntaba a Hernández. No lo esperaban de apertura. El 10 de Francia, David Skrela, era su suplente en el Stade. En su libro El Juego Manda, Pichot contó que cuando le avisó por teléfono a su amigo y compañero de equipo Christophe Dominici que Hernández iba a ser el apertura, percibió que del otro lado se escuchó un silencio temeroso.
Ese espíritu entre triunfalista y cauto se olía en las enormes salas de prensa del Stade de France. Varios argentinos teníamos el pálpito de que en unas horas podíamos ser testigos de un hecho histórico luego de haber visto en carne y hueso la confianza de los jugadores. Nani Corleto no usó ningún eufemismo: “Vamos a ganarles”.
Me recuerdo esa tarde discutiendo con los empleados de Orange porque el servicio de Internet no funcionaba como lo habían prometido. Yo había comprado un paquete que se suponía que duraba un par de semanas. El día del partido se me había extinguido. Había ido con el dinero justo, así que ese era un gasto inesperado. Vamos a ubicarnos en el tiempo. Una década atrás no existía casi nada de lo que hay hoy. Facebook tenía apenas un par de años, no habían nacido ni el IPhone, ni el Ipad, ni Twitter, ni Whatsapp, ni Instagram, ni las tablets. Los celulares –yo llevé un Motorola de tapita- sólo servían para hablar o mandar mensajes de textos. Encontrar una señal de wi-fi era para un periodista como encontrar oro. Ese de Francia fue el primer Mundial tecnológico de rugby; el primero en contar con la web 2.0.
Recuerdo que a eso de las 19 me empezó a tomar la ansiedad. Llevaba varias horas en esa sala y ya había recolectado las formaciones, el programa, un par de libros, los datos y había hablado con al menos 30 personas. Entonces abrí la pesada computadora y escribí un post en el blog. Dije allí que tenía un presentimiento de que podían ganar los Pumas. Creo que lo escribí por los nervios. Mi hijo, en ese entonces de 12 años, me había contado por teléfono que ya estaba frente al televisor. No aguanté más y me fui a buscar mi ubicación en el palco de periodistas. En media hora iba a empezar la ceremonia inaugural.
Hugo Porta fue el primero en entrar. La organización había armado una emotiva ceremonia, con una gloria de cada uno de los países participantes. Algo similar a la de Gales en 1999, cuando en el Millennium desfilaron las glorias del Dragón, en uno de los espectáculos más emocionantes que me tocaron vivir. Otra vez estaba Gareth Edwards. ¡Qué dupla hubiese armado con Porta! Estaban los dos ahí. Al ver a la leyenda de Hugo se me erizó la piel. En el aire se percibía que algo iba a pasar. Ya habían estado los jugadores con las remeras negras y la leyenda “Blakie” en honor a Martín Gaitán, desafectado una semanas antes por un grave episodio cardíaco. Ya se sabía que no eran 30 jugadores; eran 31. El Negro también estaba ahí.
Cuando terminó la ceremonia, quedó todo listo para el test. Era una noche cálida, sin viento. En diversos sectores se veían camisetas argentinas. La entrada de los equipos fue estremecedora. El tema elegido por la organización y que terminó siendo un himno fue Industrial Revolution Part 2, de Jean Michele Jarre, acompañado por el aún vigente The World In Union, lanzado por la IRB en 1999. Cuando terminaron los himnos, le dije a Pablo Mamone, de ESPN, con quien vimos juntos el partido: “Ganamos”. “¡No digas nada!”, me refutó. En cuestión de segundos, Pablo recibió un mensaje desde Buenos Aires de su mujer: “Cuidá el corazón”. Lo que sucedió después lo escribí en La Nación de hoy.
Cuando terminó el partido no sabía bien qué hacer. Veía gente llorando, abrazándose, mirando al césped como queriendo grabar en la memoria cada instante de lo que acababa de suceder. Me fui a la sala de prensa y tardé un rato largo en abrir la computadora. En los televisores, Pichot le decía al mundo: “Estas cosas son posibles porque nosotros jugamos con el corazón”. Cuando me conecté a Internet, fui derecho al blog. El post que había escrito antes del partido explotaba de comentarios de varias partes del mundo donde había argentinos. Creo que lloré mientras los leía. El blog cumplía un año ese día. Algunos de mis colegas estaban igual. El querido Topo de La Plata estaba con el teléfono abierto hablando en directo con cuanto ser se encontraba. Otros, los que vivían su primer Mundial, estaban petrificados frente a sus computadoras.
Me puse a escribir. Creo que salió cualquier cosa. Cuando miré a mi alrededor no quedaba casi nadie. Era la una menos cuarto y el último micro salía a la una. Llegué a subirme, corriendo, porque el chofer se apiadó de mí. La última parada era en la Bastilla. Estaba lejos del hotel y a esa hora no había subtes ni colectivos. Tampoco se veía un taxi. Caminamos y caminamos, felices, junto a muchos argentinos. En un momento decidí enfilar hacia el hotel. Con el mapa en la mano empecé a caminar. Ni sabía dónde estaba. Me sentía perdido, pero ganador. La computadora pesaba cada vez más. Varias veces me dije: “Es acá”, pero no era. A eso de las 3 de la mañana, encontré un taxi. Le al chofer di la dirección al subir. Hizo dos cuadras y me dijo: “Es acá”.
Llegué al cuarto y no me sentía en condiciones de escribir una línea. De todos modos, lo intenté. No había señal de wi-fi. Recuerdo que entonces me puse a leer El Aleph, de Borges, uno de los tantos libros que me había llevado. Creo que me desmayé vestido en la cama y con el libro en la mano.
En unas horas tenía que viajar a Lyon. Pero a partir de ahí fue otra historia de la historia
……..
Aquella noche:
¡Mágico relato! Me sentí ahí…
Maravilloso y emociante texto!!!