Un par de posts más abajo hay una foto que ilustra la belleza de los jacarandás que pintan de violeta buena parte de la ciudad de Buenos Aires. Allí se menciona que los trajo Carlos Thays. En esta muy buena nota, la periodista Soledad Vallejos lo retrata en el diario Página 12. Thays, esos héroes casi anónimos que tanto nos faltan
Mes: noviembre 2017
Daniel Balmaceda es un historiador -amigo también- que ha escrito maravillosos libros sobre nuestras costumbres y el origen de las palabras, entre tantos otros. Hoy posteó esta joyita en su muro de Facebook.
«Monzón recibía un premio en París. Tito Lectoure, Brusa y Cherquis lo prepararon. Tenía que decir merci beacoup (muchas gracias) al recibirlo. Pero cuando le dieron el premio, miró a cámara y dijo: Pipí Cucú. Así nació la frase»
Algo muy bueno de los últimos tiempos: nos hemos acercado a la ciencia. Ya no la vemos con algo sólo para unos genios, sino que esos genios la han bajado al gran público. Uno de los grandes difusores son los autores del blog El gato y la caja. Y publicaron este muy buen texto sobre las vertientes y atajos a la ciencia política. En realidad, todo tiene que ver con la ciencia y es extraordinario amigarse con ella para entender las distintas realidades
Hay algunas cuestiones que heredé de mi padre: el rugby, la música, la lectura. Y otras, decididamente, no. Su fervor por la televisión, por ejemplo. Él podía pasarse horas frente a la tele, mudo. Yo, en cambio, no me concentro ni con una película. Para mi, las películas se ven en el cine, aunque Netflix me está flexibilizando. Otro atributo que no heredé de mi padre fue el dibujo. Él era un fabuloso dibujante de planos. Muchos edificios de Buenos Aires fueron ingeniados por él. Tiene libros hechos por él de dibujo técnico. Recuerdo que en su oficina justo enfrente de muestra casa -sólo tenía que cruzar la calle en línea recta; mi padre admiraba la comodidad- tenía un gran mapa de la ciudad con decenas de pinches clavados que indicaban que allí había un edificio o casa con su firma. También era una cabeza para las matemática. Yo me llevé esa materia los 5 años, aunque en los 3 primeros el factor fue el profesor al que le decíamos Potanto -porque cada dos palabras decía «por lo tanto»-, un hombre de varios kilos que mucho no me soportaba porque, a decir verdad, yo no paraba de molestarlo. Pero volvamos al dibujo de mi padre. Su firma era un dibujo perfecto. Siempre me pregunté cómo hacía para escribir esa firma tan larga, tan ancha y tan estilizada, siempre efectuada con una lapicera de pluma negra o uno de sus tantos estilógrafos Rotring que se ordenaban en uno de los costados de su enorme tablero de dibujo.
Yo tampoco heredé la firma de mi padre. Ni la de mi madre, que era más modesta en diseño pero bien clara. En cambio, la mía siempre fue un desastre. Nunca logré hacer una firma igual a la otra. He tenido problemas eternos en los bancos cada vez que he ido a retirar plata por la ventanilla. El cajero que iba a consultar a la supervisora y ésta que me la hacía cambiar otra vez, sin poder creer mi explicación de que a mi la firma nunca me salía igual. En épocas negras de mi vida, la firma me costó muy cara.
Hace un tiempo, mientras firmaba unas colaboraciones cuando estaba en Clarín, y me reía de mi mismo de cómo no había una firma igual en ninguno de los 30 papeles, y me imaginaba al de la administración insultándome o riéndose de mi, me empecé a preguntar de dónde venía esa desidia mía por la firma. Porque era eso: desidia, desprecio. Encontré algunos argumentos: poca autoestima -mi firma no vale nada-, relacionar la firma con mi desapego hacia el dinero y hasta cierto asco por él -eso sí lo heredé de papá-, desgano, rebeldía a las costumbres establecidas y, también, que nunca iba a poder imitar esa firma para un cuadro que era la de mi padre. Porque -supongo que lo hacemos todos- mi primer firma intentó parecerse a la de mi padre. Mi hijo, por ejemplo, hace una igual a la mía, pero más constante, por suerte para él.
En este último tiempo empecé a salir de la rigidez interna que me gobernó durante gran parte de mi vida. La mudanza fue un paso importante, pero quizá uno de los más trascendentes -quizá el último eslabón, según mi terapeuta- es que tomé el control de mi dinero. Cuando vivía con mis padres, el dinero me lo gastaba porque no aportaba a la casa; cuando me casé, fue en ese entonces mi esposa la que administraba lo que yo ganaba; cuando me separé, pasé por distintos administradores, contadores y alguna que otra novia. Desde hace 3 meses, yo me encargo de mi economía. Y, casi al unísono, un día de estos recientes, mientras firmaba unos diplomas y veía que las firmas seguían variando, en un momento me detuve, pensé unos segundos y armé una firma simple: Una B, con una J en el medio. Al cabo, yo firmo las notas, los mensajes y los posts casi siempre como JB. Y empecé a hacer la misma firma en cada diploma que siguió y lo sigo haciendo ahora en cada boleta, orden o comprobante de tarjeta de crédito que firmo.
Acabo de cumplir 59 años. Acabo de encontrar mi firma. Emocionada, mi terapeuta me dijo: «Sos vos». Ella lo relaciona también con un proceso de duelo que he ido elaborando con mi padre, y también de separación amorosa.
Y sí, llegué a ser yo. Tan feliz estoy, que me animo a firmarlo
………
PD: A mi padre le encantaba Yes. Yo se los hice escuchar por primera vez. En el estante de música subí un recital de Yes de 1972.
– ¿Por qué siendo usted inglés se refiere a las Islas como Malvinas?, le preguntó, sapiente, un alumno de primer año de TEA a Robert Cox, ex director en la Argentina del recientemente cerrado Buenos Aires Herald.
– Por una cuestión de respeto. En la Argentina hablo de Malvinas; en mi país, de las Falkland. En el Herald escribíamos Malvinas/Falkland, porque teníamos lectores argentinos y también ingleses. El respeto es algo esencial en la vida.
A poco de cumplir 84 años (nació el 4 de diciembre de 1933 en Kingston upon Hull), Bob Cox nos daba a todos una lección de algo tan simple y que tanto falta en el periodismo argentino y el más allá: el respeto. El hombre que durante la dictadura se jugó el pellejo dando información sobre los desaparecidos y las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo vino a la escuela de periodismo -una charla de hace varios lunes en el Teatro Astral- para presentar un documental sobre su vida, titulado El Mensajero. Lo acompañó el director del film, otro ser maravilloso, el australiano Jayson McNamara.
Voy a dejar aquí el video de la charla, por lo cual es inútil que yo agregue algo de lo que dijo Cox. Algunos elementos son tan contundentes y siguen siendo tan reales que a veces se me hiela la sangre. Sí voy a contar una intimidad. Cuando le entregué la plaqueta como Maestro del Periodismo y de la Vida, le comenté que yo había trabajado en las agencias NA y DyN, cuyo director, Horacio Tato, había asumido una actitud tan valiente y responsable como la suya. «Gran amigo, Horacio», me contestó emocionado. Le dije que el año pasado habíamos puesto una plaqueta en su honor en la redacción de DyN y que entre todos los que trabajamos con él estábamos armando algo con la idea de hacer un libro. «Lo voy a comprar», me contestó.
Este fin de semana se anunció el cierre de la agencia DyN. Es el décimo medio que cierra en los últimos dos años, lo que equivale a una información cada vez más concentrada, cada vez más peligrosa para la democracia. En DyN me puse los pantalones largos del periodismo. Aprendí, crecí, hice amigos entrañables (Adrián Villegas) y me di el lujo de formar dupla en la misma sección, como en NA, con mi amigo de la vida, Ezequiel Fernández Moores. Formé parte del staff fundador, el 15 de marzo de 1982. En menos de tres meses nos tocó vivir la marcha del 30 de abril que terminó con una tremenda represión y un muerto (José Benedicto Ortiz), una guerra (la de Malvinas), una visita del Papa (Juan Pablo II), un Mundial de fútbol (España 1982) y otra marcha multitudinaria y que también concluyó con tremenda represión y un muerto (Dalmiro Flores). Esa tarde, Ezequiel, Alejandro Lomuto y yo nos salvamos de que nos maten. Los tipos que iban en el mismo Falcón sin patente que mataron a Flores nos habían apuntado unos minutos antes.
Me da mucha tristeza -y bronca también- el cierre de DyN. Pero me quiero quedar con Robert Bob Cox. Y soñar y apostar a que vuelvan a florecer muchos como él
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