de Jorge Búsico

Mes: marzo 2018

Coñac

Los periodistas que viajarán al Mundial de fútbol de Rusia deberían leer antes El Imperio, de Ryszard Kapuscinski. Todo periodista debe leer a Kapuscinski. Todos, en realidad, deberíamos leer a Kapuscinski. Un párrafo de cualquiera de sus libros, de sus notas periodísticas o de sus ensayos, son más saludables que cualquier noticiero o programa de televisión. Kapuscinski, polaco de nacimiento, maestro de la observación y de la escritura, maestro de generaciones enteras de periodistas, escribió en El Imperio, en el capítulo en el que relata sus viajes por los países que emergieron de la ex Unión Soviética, en este caso por Georgia, unas líneas maravillosas sobre el coñac. Las comparto.

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«Vajtang Inashvili me enseña su lugar de trabajo: una gran nave repleta de barriles hasta el techo. Enormes, pesados, dormidos, descansan sobre unos soportes.

En los barriles madura el coñac.

No todo el mundo sabe cómo se hace el coñac. Para conseguirlo, hacen falta cuatro cosas: vino, sol, madera de roble y tiempo. Además, como en todo arte, hace falta gusto. El resto se presenta de la siguiente manera:

En otoño, después de la vendimia, se fermenta la uva. El alcohol obtenido se vierte en barriles. Los barriles tienen que ser de roble. El secreto del coñac se esconde en los nudos de la madera. Mientras crece, el roble acumula sol. El sol penetra y se posa en los nudos, como el ámbar se posa en el fondo del mar. Es un proceso que dura decenas de años. Un árbol joven no daría buen coñac. El roble crece; su tronco empieza a platear. El roble se robustece; su madera cobra fuerza, color y olor. No todo roble dará buen coñac. El mejor lo dan los árboles solitarios que crecen en lugares apartados y en suelo seco. Son los que han acumulado mucho sol. En un roble de estas características hay tanto sol cuanta mil hay en un panal. Los suelos húmedos son ácidos, por lo que el doble contiene demasiado amargor. Lo detectaremos al tomar el primer trago de coñac. El roble que en su juventud haya sido herido por la metralla tampoco dará buen coñac. En el tronco herido los jugos circulan con dificultad, y la madera ya no tiene el mismo sabor.

Después los cuberos hacen los barriles. El cubero tiene que saber su oficio. Si falla el corte, la madera no dará el aroma deseado. Sí dará color, pero no soltará ni pizca de aroma. El roble es un árbol perezoso, y, sin embargo, haciendo coñac, tiene que trabajar. El cubero debe tener el pulso de un constructor de elementos de cuerda. Un buen barril puede durar cien años. Incluso hay que tienen doscientos y más. No todos saldrán bien. Hay barriles sin sabor, y otros que dan un coñac que es oro puro. Sólo pasados unos cuantos años se sabe cómo ha salido el barril.

En estos barriles se vierte el alcohol obtenido de la uva. Quinientos, mil litros, depende. Se colocan en los sportes y allí se dejan. No hay que hacer nada más; sólo esperar. A todo le llegará su tiempo. El alcohol penetra en la madera, y entonces el doble devuelve todo lo que ha acumulado: el sol, el olor y el calor. El árbol exprime sus jugos: trabaja.

Por eso tiene que tener paz.

Como respira, necesita de suaves corrientes de aire. Le gusta el ambiente seco. La humedad estropearía el color: daría un color pesado, sin luz. El vino gusta de la humedad; el coñac, no la soporta. Es mucho más caprichoso. El primer coñac con estrellas son los más jóvenes, de baja calidad. Los mejores son los de marca, sin estrellas. Éstos han madurado durante diez, veinte, hasta cien años. Aunque, a dacir verdad, la edad del coñac es aún mayor. Hay que añadirle la del roble del barril. En la actualidad se trabaja con robles que despuntaron en los tiempos de la Revolución Francesa.

La edad del coñac se reconoce por el sabor. El joven es duro, rápido, como impulsivo. Tiene un sabor áspero, rasposo. En cambio, el viejo entra terso, suave. Sólo más tarde empieza a irradiar. El coñac viejo alberga mucho calor, mucho sol. Sube a la cabeza con lisura, suavemente, sin prisas.

De todos modos hará su trabajo»

Apariciones

El oficio de periodista seguramente agudizó mi sentido de la observación. Aunque me recuerdo desde chico captando fotos mentales, especialmente de la gente. Será por eso que poseo el don de la memoria fotográfica, que tan útil me ha sido en mi carrera en el periodismo. Al fin y al cabo, el periodista es, ante todo, un observador de las cosas y de las personas. Mi admiradísimo Gay Talese es un maestro en ese sentido. Al igual que Ryszard Kapuscinski, otro de los que nos sigue marcando el camino. En el albúm de esos detalles a los que siempre les presté suma atención, figura una mujer a la que en mis 20/25 años me la cruzaba de manera casi permanente. Era una mujer que en ese entonces superaría los 30 años, muy mona, siempre bronceda, con unas piernas largas que jamás ocultaba, impecablemente vestida todos los días, mayormente con vestidos blancos de una sola pieza, con anteojos como los que usaba Sofia Loren y también con curvas parecidas. Con poco maquillaje y sin ningún refresh estético (se veían poco y nada en aquellos tiempos). Vivía a la vuelta del departamento de mis padres y la veía, podría asegurarlo, a toda hora. La miré la primera vez porque me atrapó su belleza imponente, pero después se convirtió en una aparición tan habitual que en algunos sueños me llegué a creer que me la habían enviado como la mujer de mi vida. En la realidad, tenía cero chance con ella. De hecho, jamás me miró ni se percató que así como yo me la cruzaba a ella, ella se cruzaba conmigo. Aquella mujer de tacos que la elevaban al cielo pasó a formar parte de mi rutina: sabía que la iba a ver cada vez que salía o volvía a mi casa. Era transitar esas calles y, ¡paf!, me la encontraba. Muchas veces ella iba con su perrito, muchas otras estimo que iría a trabajar. Siempre sola. Me preguntaba en esos tiempos, hace ya unos 35 años, si tendría pareja, hijos, alguna amiga. Descartada como la mujer de mi vida, llegué a sentir que era una especie de mi doble.

Dos veranos atrás, en Punta del Este, yo paraba cerca del Puerto. Allí hacía mi rutina física todas las mañanas. Un día soleado, la volví a ver. Mientras elongaba en la pérgola de madera que se suspende sobre el mar, ella apareció sobre la rambla, también de madera, que serpentea el océano, los barcos y los veleros. Juraría que era ella. Bastante mayor, claro, pero con la misma estampa. Y, claro, bronceada, con sus anteojos de sol eternos de redondos y con sus piernas al aire. Estaba con otra señora más grande -¿su madre?- y con dos perros, más grande que aquel con el que andaba por Barrio Norte. Al otro día la volví a ver. Lo mismo al día siguiente. Tenía que ser ella. Dudé a cada instante en ir a preguntarle si no era la que vivía por Juncal y Larrea, donde me la cruzaba tres décadas y monedas atrás. Pero no lo hice. Preferí quedarme con la idea de que era mi doble, algo así como esas fantasías que se guardan los escritores para sus novelas. Precisamente las dos últimas que leí hacían referencias a eso. Uno mataba al personaje para que no le arruine la idea del libro; el otro evitaba una pregunta por idéntico motivo.

En estos tiempos estoy viviendo la misma situación con tres personas: dos mujeres y un hombre. La de las mujeres es parecida a la que ya conté. A una señora rubia de unos 40 años, de tez pálida, con el pelo hasta los hombros, con una nariz en punta que le calza con su cara, vestida generalmente con remera blanca y jeans, sin tacos, me la encuentro a cada bar o restaurante que voy en San Isidro, en Acassuso y en Martínez. Las primeras veces la veía con dos chiquitas, que estimo que serían sus hijas. Después, sola. El domingo pasado la encontré con un hombre (¿el marido? ¿el novio? ¿un amigo? ¿el amante?). Apostaría que ella ni me registra, pero por alguna razón -no tiene ningún aspecto físico que sobresalga; tampoco me atrapa su belleza- la primera vez que la vi la retuve en mi memoria fotográfica. Creo que porque sus hijas gritaban más de la cuenta. ¿O porque ella hablaba en voz alta a través de su teléfono móvil? Por algo le hice click.

Lo mismo me pasa, aunque con menos frecuencia, ya que el primer encuentro no ocurrió hace mucho, con otra señora. Ella es mayor de edad a la anterior, calculo que una edad cercana a la mía, sobrevolando o superando los 60. Al primero que fotografié en realidad fue a -¿su esposo?- un tipo aún mayor, muy pintón, con mucha onda, vestido siempre con unos pantalones coloridos, un pañuelo en el cuello y sacos elegantes. Lo miré porque creí conocerlo. Suceso erróneo. Y me quedó la mujer, a la que archivé mentalmente por su look: alta, flaca, canosa, sin una gota de pintura, totalmente al natural, con la piel rojiza, con una larga trenza hecha con su pelo y con enormes ojos claros. Siempre vestida con unos jeans amplios, una remera y zapatillas deportivas. Los primeros encuentros fueron con los dos. Luego, las apariciones continuas fueron de la señora: en distintos bares, por la calle y una vez en el tren. La última vez se había cortado la trenza, pero el resto seguía igual: elegantemente informal. De ella, como la anterior, me pasa lo mismo que con aquella de mujer mi adolescencia: espero encontrarla cada vez que salgo. Es más: cuando pienso que las puedo cruzar, ¡zas!, aparecen.

Pero lo más fuerte en esto de las apariciones me ocurre con un hombre bastante menor que yo. Debe rondar los 30 años, no más. No nos parecemos en nada físicamente. Él es alto, musculoso, piel muy blanca y pelo enrulado entre rubio y pelirrojo. La primera vez que lo fotografié en mi cerebro fue en una estación de servicio sobre la avenida Libertador, en Acassuso. Tengo un tema con la gente que no se baja del auto cuando le llega el momento de cargar nafta. Me genera una molestia tal que no puedo evitar mirarla aunque sea una vez con cierto rechazo. Me parece una falta de respeto hacia quien está a cargo del surtidor, que no sólo tiene que abrir el tanque de nafta, sino que tiene que llevar la boleta para que firme o para cobrarle. ¿Tanto cuesta bajarse unos minutos? Pero bueno, es una cuestión mía que debería evitar. Lo cierto es que este hombre no se bajó del auto y entonces le hice una tomografía de su cara y del auto. Y me quedó grabada. A partir de ahí, me lo empecé a cruzar en varios lugares: por la calle, en el supermercado, en restaurantes y en bares. Siempre solos los dos. O, por lo que recuerdo, a él nunca lo vi con alguien. Pero lo más fuerte que ha venido pasando en los últimos tiempos es que los dos hacemos lo mismo: vamos en bicicleta al mismo bar, llevamos una mochila parecida, solemos pedir lo mismo y siempre estamos leyendo. Él libros y diarios; yo sólo libros. Él se sienta afuera y yo, adentro. El otro día pensaba: es como mirarme al espejo, pero con otros rasgos, con otro físico, con otro pelo y, claramente, con otra edad. Creo que éste sí es mi doble. O quizá yo sea el doble de él.

Uno de los momentos más lindos de mis días es cuando encuentro un rato para irme a un bar a leer. He aprendido a disfrutar de mi compañía, algo que agradezco que haya aparecido a esta altura de mi vida. El otro día, cuando del otro lado de la ventana veía a este chico de rulos que repetía mi rutina, creo que llegué a hablarle en voz baja. Más que mi doble, pasó a formar parte de mis rutinas. Y como a aquella mujer de hace unos 25/30 años, nunca le voy a preguntar algo. El día que crucemos una palabra, se romperá el hechizo de las apariciones. ¿Acaso no es raro lo que me pasa? ¿No es raro, no? ¿No?

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