de Jorge Búsico

Mes: julio 2017

Destapando al periodismo

Una expresión legítima de lo que debe ser el periodismo es el blog No hemos entendido nada, del periodista peruano Diego Salazar. Ahí podrán ver lo que no se suele encontrar en la enorme mayoría de los medios domésticos: chequeo de la información, buena redacción, excelente manejo del idioma multimedia, investigación y cómo la información precisa y concisa mata sanata e indignación. Hace unos días, Salazar descubrió cómo un dibujante compatriota suyo había mentido diciendo que había publicado una ilustración de su autoría en la prestigiosa revista New Yorker. El paso a paso del post de Salazar es maravillosamente didáctico.

A propósito de esa mentira, Agustina Larrea, una de las muy buenas periodistas que hay en la Argentina, escribió una nota en Infobae en la cual recolecta una serie de impostores del periodismo a lo largo del tiempo. Algunas historias son difíciles de creer, pero ocurrieron

El abuelo de Chacarita

Soy hincha de River. Nunca lo he ocultado y en gran parte porque nunca fui comentarista de fútbol, aunque lo cubrí durante varios de mis primeros años como periodista. Bordeo el fanatismo aún a esta altura de mi vida. Mis amigos lo saben bien: puedo llegar a convertirme en un barrabrava en un cruce de esos que se dan en charlas futboleras. Nací en 1958, así que me aguanté casi todo el colegio sin ver a River campeón. Recién pude festejar un campeonato cuando estaba en la mitad de quinto año. En ese lapso, sufrí muchos campeonatos perdidos. Pero hubo uno que no me dolió en absoluto: aquella final con Chacarita Juniors del 6 de julio de 1969, en la cual River se comió un baile inolvidable y un 4-1  lapidario. Hubo dos razones para que la tristeza no aflorara. El primero y escencial, mi abuelo Guillermo, el ser humano que más adoré (no incluyo a mi hijo, porque el amor por un hijo es incomparable a cualquier otra cosa), siempre me decía que él era hincha de Chacarita. El segundo fue que ese equipo de Chacarita, con Marcos, Puntorero, Recúpero, Bargas y Frassoldati, entre otros cracks, fue el primero que me deleitó por su fútbol.

Pero el enganche verdadero con Chacarita -el del gran equipo me parece que es una excusa- venía por el lado de mi abuelo, el padre de mi madre. No era la mía una familia futbolera. Mi padre era del palo del rugby y sólo le gustaba el Estudiantes de Zubeldia, estimo que por su espíritu de cuerpo y porque creo que es el club de fútbol más parecido a uno de rugby por su sentido de pertenencia. Mi madre decía que era de San Lorenzo, pero más adelante me reconoció que era de River por mi tío Tito, su primo, quien fue el que me llevó por primera vez a una cancha cuando tenía 7 años y el que me contagió la locura gallina.  Mi abuelo Guillermo no le daba importancia al fútbol, pero encontraba un punto de encuentro conmigo -que tenía al fútbol y a todos los deportes en la cabeza- hablándome de Chacarita. Creo que nunca fue a la cancha siquiera y, tiempo después, mi madre me confesó que en realidad también era de River.

Cuando era niño, con las pocas monedas que ahorraba, en un tiempo se me dio por eleccionar escudos de clubes de fútbol; aquellos que venían de felpa y que se cosían en las camisetas. El que más me gustaba -después del de River, claro- era el de Chacarita. Y también me encantaba su camiseta a rayas verticales, tricolor, muy parecida a una suplente que solía usar River. En mis imaginaciones infantiles, al estadio de Chacarita lo creía chico, bien cerrado, como los ingleses de los comienzos del fútbol. Muchos años más adelante, cuando un día fuimos con mi tío Tito (casi cobramos), me di cuenta que no tenía nada que ver. Ni siquiera sabía bien dónde estaba San Martín.

Con el transcurso de los años, Chacarita se me representó en mi hijo, también a través de la sonrisa. Cuando era niño no podía pronunciarlo bien. Decía «Cacharita». Y allí yo le contaba que ese era el equipo de su bisabuelo, al que no llegó a conocer.

Entrando a la adolescencia, estaba en una quinta en Los Cardales con mi abuela paterna cuando un tío vino a buscarme para llevarme a la Capital. Mi abuelo estaba muy enfermo, me dijo antes de que yo quedara parizado. Hacía ya varios días que estaba internado, pero no me habían dicho nada para no asustarme. Vengo de una familia donde no se decía. Si había alguien enfermo, no se decía; si había problemas económicos, no se decía. Cuando llegué -advertí la gravedad por la velocidad con la que manejó mi tío esos 60 kilómetros-, mi padre me llevó a ver a mi abuelo. Mi madre lloraba afuera de la habitación. Mi abuela estaba a su lado, agarrándole la mano al hombre con el cual había compartido toda una vida. Cuando me vio entrar, mi abuelo sonrió y me preguntó: «¿Cómo salió Chacarita?» No recuerdo qué le contesté, pero cuando salí de la habitación, se murió.

Chacarita acaba de regresar a la Primera División. Vi por televisión una multitud en ese estadio que tantas veces imaginé y que no era así como lo creía. Tampoco es igual la camiseta y ya no existen los escudos de felpa. Pero cada vez que veo a Chacarita o a Cacharita, me acuerdo de mi abuelo. Entonces, cómo no llevar a Chacarita en un rincón de mi corazón

Anonimato

Acabo terminar de leer El guardián entre el centeno (The catcher in the rye, su título original»), de JD Salinger (Jerome David Salinger, 1/1/1919-27/1/2010). Salinger fue uno de los escritores norteamericanos más influyentes de la post guerra y, como me sucede con muchos otros de sus colegas, me pregunto cómo no lo había leído antes. El guardián… es una novela maravillosa que pinta esa adolescencia que se siente sin rumbo, que se cree entre vivaz y despistada, entre esperanzada y -acto seguido- fracasada, y que transforma a su protagonista, Holden Caufield, en un ser entrañable. Es de esos libros que tienen el don de que a uno lo transportan por distintas sensaciones. Yo me he reído sin parar en varios de sus tramos, aunque vale advertir que no es un libro gracioso.

Salinger me llegó a través de mi amiga Vicky, que tuvo que deshacerse de libros por cuestiones de mudanza, circunstancia dolorosa por la que pasé hace un año y medio. Fui a su casa aún sabiendo que en la mía ya no había lugar para más libros, pero la expedición fue más que provechosa. Me encontré con varios libros que hacía tiempo que quería leer. Uno de ellos era El guardián entre el centeno. En la primera página estaba escrito con birome: «Bianca. 2004». Bianca es la hija de mi amiga y ella, mucho menor que yo, por supuesto, ya lo había leído siendo una niña. ¿Cómo yo recién lo voy a leer ahora?, me preguntó mi soberbia y el quetodolotienequehacerysaber. Es que, además, padezco un síndrome con los libros especialmente: tengo tanto para leer y que no leído aún de los que están en mis bibliotecas, que cuando entro a una librería nunca me puedo ir con menos de dos libros y, peor, rumeando porque no me compré más. Vayamos al grano: quisiera tener cinco librerías en mi casa y disponer de 48 horas por día sólo para leer. También me pasa que quiero recuperar el tiempo perdido cuando estuve hace unos años un largo tiempo sin poder abordar un libro porque, sinceramente, no podía abordar nada.

Pero volvamos a Salinger. Con él también me ha pasado que supe de quién se trataba bastante antes de leerlo, porque no sólo leo libros, claro. De Salinger supe de cuentos que escuché, de artículos que leí en diarios y revistas y, más adelante, de un montón de otras notas pescadas en Internet. Podía hablar de Salinger sin haberlo leído, pero después de leerlo llegué a la conclusión de que no debía haber hablado de Salinger con tanto fervor sin haberlo leído antes. Nota mental para de aquí en más.

Entre los artículos que leí de Salinger encontré una de las pocas frases que se le conocen, ya que Salinger se caracterizó por aislarse del mundo después de que lo alcanzara la popularidad: «Los sentimientos de anonimato y oscuridad de un escritor constituyen la segunda propiedad más valiosa que le es concedida». Esta definición de Salinger que bien puede parecer extrema, me llevó en su momento a reflexionar sobre el rumbo que ha tomado el periodismo. En varios post de no rugby que escribí en periodismo-rugby me referí a las épocas en que los periodistas éramos anónimos.

Nací periodísticamente en una agencia de noticias (Noticias Argentinas) y luego crecí en otra (Diarios y Noticias). En estos días, precisamente, Carmen Coiro, querida compañera de redacción en aquellos tiempos como acreditada en la Casa Rosada, está organizando una movida para rendirle homenaje a Horacio Tato, quien fue el director de ambas agencias. Tato fue el ser más anónimo que conocí en el periodismo y también, de todos los periodistas que he conocido, el que mejor interpretó lo que significa una noticia. Tato, nos contaba Carmen en los múltiples intercambios de mails con muchos otros periodistas (la gran mayoría también anónimos), ni siquiera figura en Wikipedia, que sí le da lugar y espacio a decenas de periodistas domésticos que dejan por el piso la verdadera esencia de éste oficio.

Como dirijo una escuela de periodismo desde comienzos de los 90, infinitas veces me pregunté en qué momento el periodista pasó de ser un anónimo a ser una estrella intocable; en qué momento dejó ser importante la noticia para serlo el escándalo y la denuncia; cuándo ocurrió que periodistas pasaran a ser millonarios, miembros de la farándula vernácula  y cercanos-serviles del poder.

Creo que todo ocurrió cuando se terminó el anonimato. Y no fijo como punto de inicio la revolución que significó la comunicación (que a muchos nos agarró desprevenidos), porque la considero no sólo un avance, sino algo vital y refundacional en la vida de las personas, ni tampoco estimo que sólo se haya debido a la expansión de la televisión y la exposición que ella brinda.

Tuve una primera aproximación de lo que podía ser abandonar el anonimato cuando las notas en los diarios empezaron a salir no sólo con la firma, sino con la carita del autor. Sitúo este hecho en los comienzos de los 90, que, vaya coincidencia, fue la década del exhibicionismo, de la banazalización, del comienzo de la pérdida de la privacidad y del fervor por los escándalos, la corrupción y la aparición de nuevos personajes unidos a los autos chillones y a los mujeres escotadas por todos los wines. Los 90 fueron la década de las siliconas.

En los comienzos de los 90 entré en Clarín como prosecretaria de redacción de Información General, una mega sección que en esos tiempos contenía sociedad, policiales, ciencia, consumo, cultura, institucionales y cuanto chivo querían colocar los que manejaban el diario. Un año después pasé a tener el mismo cargo en la sección Deportes. Ya estaban en pleno auge y funcionamientos los cambios radicales que había puesto en marcha Roberto Guareschi como secretario general. Muchos de esos cambios fueron muy importantes para el diario desde lo periodístico. Otros no tanto, sobre todo por algunos personajes que subieron al escenario del poder.

Entre esos cambios estuvo el de firmar las notas principales con carita. Para ello, todos tuvimos que pasar por fotografía para que nos retraten. Ahí empecé a vislumbrar lo que eso terminaría significando. Iban periodistas muy valiosos -la mayoría lo sigue siendo- más preocupados por la foto que por lo que iban a escribir. Los había incluso que pedían dos fotos: una con corbata y otra sin; una riendo y otra serio. Empezó así la locura por las caritas.

Más tarde vino la siguiente situación ante cada nota que me tocaba editar. Venía el redactor y preguntaba: «¿La nota va con o sin carita?», como si eso determinara la importancia de lo que iba a escribir. Si era con carita, se marchaban con carita feliz y se esmeraban en hacer la nota del siglo. Si era sin carita, huían con carita de puchero y te la entregaban con desgano a los 20 minutos.

Algo parecido ocurrió también con los viajes. En los 90, con el 1 a 1, se cubría hasta un torneo de bochas en Dinamarca. Periodistas con menos de un año de antigüedad, viajaban a Europa como si fuese a Mar del Plata. A la función del periodista se la empezó a medir, entonces, por los viajes. Ocurre aún en éstas épocas de menos coberturas, pero están los que creen que ser un buen periodista es estar más tiempo arriba de un avión que en la calle o dentro de una redacción.

Creo que el periodismo ha devenido en algo que en un alto porcentaje no me gusta ni me representa. Lo veo a diario. Hoy vale más el show, el estar en el negocio, figurar en la tele o pegarse al poder. Nada se chequea, todo se vocifera, y proliferan los cholulos y los alcahuetes.

He leído y escuchado que soy el periodista más influyente del rugby en la Argentina. No creo que sea así. Nunca he formado parte del negocio ni estuve asociado ni trabajando para ninguno de los grupos de poder. Creo que esos sí son los más influyentes. No los mejores, claro.

Conozco al menos unos 30 periodistas que son brillantes, maestros de la profesión, que no los conoce nadie. Son anónimos -yo no lo soy, aclaro; de hecho yo aquí no sólo salgo con carita, sino de cuerpo entero- y se sienten a gusto con ello, porque creen que es la mejor manera de llegar a la gente y de alejarse de los flashes. Propondría la vuelta al anonimato, si es que pudiera. El diccionario dice que anonimato significa «carácter o condición de anónimo». Pero también sé que pedir en estos tiempos un periodismo anónimo califica como querer tener cinco librerías en mi casa y disponer 48 horas por día sólo para leer. Así que por ahora voy sacando un nuevo libro de los que esperan para ser leídos (viene Los besos en el pan, de Almudena Grandes) y viendo cuál de Salinger compro para abordarlo por segunda vez. Es un gran plan, al fin de cuentas

Comer

¿Qué comemos? La periodista Soledad Barruti, autora del libro Malcomidos, tiene un punto de vista más que interesante a raíz de varias investigaciones que llevó adelante durante años. Como siempre sucede cuando alguien toma una posición tan firme, vienen críticas desde otros lados. Barruti expone, se compromete y fundamenta. No se trata de una cuestión menor: comemos todos los días. O, en algunos casos, casi todos los días. Me pareció interesante traer a Barruti a El Vestidor de hoy. Primero, con este reportaje que le hicieron en la revista Almagro. Y luego, con dos videos: uno contiene otra entrevista; el otro, una participación suya en el programa Cocineros Argentinos

Forn

Hay personas que da placer leerlas. Juan Forn (Buenos Aires, 5 de noviembre de 1959) es una de ellas. Su proceso de reinvención también es admirable. Quizá uno de los puntos más altos de sus distintos recorridos hayan sido sus columnas de los viernes en Página 12, que dejaron de salir a comienzos de año, cuando Forn se dispuso a buscar otras experiencias. Hoy vamos a salir con él. Primero, con esta reciente y muy buena entrevista (a propósito, ¿quién dijo que no se puede escribir largo y bien en Internet?) que le hizo Hinde Pomeraniec en Infobae. Pero también vamos a agregar un reportaje que le realizó el excelente medio Anfibia.

Para que disfruten y tengan para varios días de lectura, las columnas de los viernes de Forn en Página 12

Elegancia

Milena Busquets (Barcelona, 1° de enero de 1972) es una catalana que escribe como los Dioses (su madre fue la escritora y editora Esther Tusquets) y que tiene el don de la mirada profunda y el análisis esbelto para analizar estilos y tendencias. Milena Busquets, también antropóloga, es de ese selecto grupo que parece tener cuatro ojos. Pueden seguirla en Twitter (@MilenaBusquets) y allí se van a deleitar con sus posteos. También pueden leer alguno de sus libros. Algo más profundo de ella está en esta entrevista que le realizó La Nación hace dos años y medio. Hace unas semanas, Busquets publicó este texto sobre la elegancia masculina. Casi que nos deja desnudos a los hombres, para luego mandarnos al vestidor

No obstante

Roberto Daniel Fernández (Defer, en sus tiempos de redactor de aquel El Gráfico maravilloso de los 70) ha sido, y lo sigue siendo, uno de mis grandes maestros en el periodismo. A él le debo mucho de lo que soy, gracias entre otras virtudes a aquellos cafés a los que me invitaba a hablar cuando trabajábamos en la revista Goles Match (fines de los 70, comienzos de los 80) y cuando yo era un jovencito sólo preocupado por pelotas de cualquier forma, mujeres, diversión y pilchas. Tengo la fortuna de compartir varios días a la semana con él en Tea y Deportea (Roberto dice que él es un «teoydeporteo») y de, sobre todo al mediodía, charlar largos ratos y reirnos a carcajadas. Roberto es, además, muy gracioso.

Roberto es de esos tantos periodistas anónimos que aún engrandecen esta profesión. Yo admiro al periodista anónimo que es capaz de escribir las mejores notas con el único compromiso de que el que la lea se informe o aprenda algo más. Alguna vez escribiré de ellos y de la importancia que para mi tiene el anonimato en el periodismo, que es todo lo contrario del estrellato. Pero no es hoy el momento.

Lo que quiero rescatar hoy es una oración que encontré escrita por Roberto es un posteo en Facebook, refiriéndose a las tantísimas barbaridades que se encuentran diariamente en los matutinos porteños. Roberto escribió, a propósito: «Viva la vida, no obstante». Daniel Guiñazú, otro talento anónimo de este oficio (las notas de Guiña son obra de un cirujano del idioma), le contestó en ese mismo posteo: «Me haría una remera que diga eso».

Por eso: Viva la vida, no obstante.

Buen fin de semana. A disfrutarlo

 

La belleza

Alessandro Baricco (Turín, 25 de enero de 1958) es un escritor italiano que transforma las palabras en bellezas. Entre sus tantos libros hay uno maravilloso: Seda. Una novela corta en extensión, larga en intensidad, que se desarrolla en el siglo XIX y que trata de una historia de amor de un comercienta de Occidente que se traslada a Oriente en busca de gusanos de seda para su industria textil.

Roger Federer (Basilea, 8 de agosto de 1981) es un tenista suizo que transforma el tenis en belleza. Sus tiros de revés asemejan a un bailarín ofreciendo una flor. Acaba de ganar, a los 35 años, su 19° título de Gran Slam y su octavo en Wimbledon (sin ceder un set).

Baricco escribió sobre Federer. Y la mezcla de ambos no falla: es belleza.  Aquí tienen el texto. Disfruten

 

Me visto y salgo

Durante un buen tiempo escuché y leí la siguiente pregunta: ¿por qué se llama periodismo-rugby? Mi respuesta se transportaba a lo que imaginé cuando me decidí por ese título: un medio que contenga rugby y periodismo, porque de esas dos cuestiones pensaba escribir. Parecía una respuesta zonza, vaga, pero era la que se ajustaba a la realidad en aquellos primeros momentos. Después, con el tiempo y con todo lo que me fueron entregando los lectores, periodismo-rugby fue mutando hacia otros terrenos, hasta convertirse en bastante más que periodismo y rugby. El blog que inauguré el 7 de septiembre de 2006 y que dejé en manos más entusiastas que las mías el 6 de marzo último fue, como dije en el post de despedida, una especie de antes y después en mi vida de periodista. Tanto, que la abstinencia me duró apenas unos meses. Hoy empiezo otro proyecto con algunos puntos en común y muchísimos otros distintos. Aquella primera experiencia con periodismo-rugby me sirve ahora para develar desde el inicio otra pregunta: ¿Por qué se llama El Vestidor?

En un vestidor no sólo cuelgan camisas, pantalones, sacos y sacones; no sólo se ordenan remeras, sweaters, medias, pañuelos, foulards, carteras y prendas íntimas; no sólo se acomodan zapatos, zapatillas, botas, pañuelos, sombreros, prendedores, gemelos, alhajas y relojes. En un vestidor se guardan también secretos, objetos personalísimos y valiosos, cartas y hasta, bien escondido, algún ahorro. Allí, antes de vestirnos, pensamos, imaginamos, nos miramos. Nos preparamos para el día a día, para ir a una fiesta, a una cita, al club, a bailar, a encontrarnos con la persona que nos gusta. Es un lugar donde también descansa la cabeza del trajín cotidiano; donde nos tomamos unos minutos, solos con nosotros mismos. Allí también podemos archivar fotos de nuestra vida y textos que ni siquiera sabemos para qué los tenemos ahí, pero que sonreímos o nos emocionamos cuando los encontramos. No importa la forma: puede ser un vestidor propiamente dicho, un placard, una cómoda o, simplemente, una silla con un pantalón y una camisa. Vestirse es algo que hacemos todos los días.

Este blog se llama El Vestidor, al fin de cuentas, porque aspira a tener todo lo detallado en el párrafo anterior: textos propios y ajenos, fotos, intimidades, perfiles, ideas, libros, música (a la derecha, abajo, siempre habrá un video musical), tendencias, historias, recuerdos e invitados. Será un blog sin rugby (aunque es probable que lo haya de vez en cuando). Tampoco será un blog estrictamente periodístico. No se tocará aquí la realidad cruda. No interactuará con Twitter ni con Facebook; sólo estará aquí mi cuenta de Instagram (nunca pude cambiarle el nombre de periodismorugby). El Vestidor intentará ser un lugar para venir a darse una vuelta y para encontrar un espacio donde distraerse y, vaya pretensión, donde enriquecerse. Tengo que ser sincero: no puedo encuadrarlo en un estilo ni en una calificación a éste blog. Estimo que se irá definiendo mientras se vaya vistiendo.

Varios días atrás, cuando ya tenía decidido lanzarme a un nuevo blog –un nuevo desafío-, publiqué en Facebook una foto con una libretita donde había garabateado varias ideas para darle forma al blog. Debajo de la libretita había un libro de Truman Capote (Música para camaleones). Unos días después, cuando volví a mirar la foto y cuando ya había terminado de leer el libro, se me vino a la mente otro maravilloso libro del genio de Capote: Desayuno en Tiffany’s. Ahí recordé cómo su protagonista, la adorable Holly Golightly, necesitaba ir a Tiffany’s cada vez que quería refugiarse para pensar e imaginar. Algo de eso significa para mí la creación de El Vestidor: un espacio para refugiarme, para distraerme, para pensar y, especialmente, para compartir con quienes estén del otro lado. Mirarme al espejo y contarles qué es lo que veo.

También debo decir que imaginé a El Vestidor como un probable trampolín a otros proyectos personales. Uno que tengo en mente hace años es un medio de estilo masculino, y el título de este blog es, de alguna manera, un guiño a esa aspiración. Espero, claro, que esto no ahuyente a las mujeres que se acerquen.

No será éste un blog comercial, como lo fue periodismo-rugby. Será, yendo al rugby, un blog amateur. A veces cuando escribo o pienso estas cosas percibo que me estoy alejando de mi profesión de periodista. Pero muchas otras tantísimas veces descubro lo contrario, que me conecta profundamente con mi ser periodista, con el hecho de escribir y contar lo que veo y pienso.

El periodista sufre del síndrome llamado la hoja en blanco. Es ese largo momento en el que se sienta frente a la computadora (antes frente a la máquina de escribir) y no sale una idea para empezar a escribir. Me pasó durante días antes de arrancar con la primera oración de este texto. Pero hay otro miedo escénico que tenemos muchos periodistas: ¿habrá alguien que lea lo que escribimos? Por eso me pregunto: ¿quién estará del otro lado?; ¿vendrá alguien a El Vestidor? ¿vendrán los que me seguían en periodismo-rugby? ¿y los que me leen en La Nación? y si vienen, ¿se quedarán? El destino dará la respuesta.

Para este el comienzo de este camino recurrí en la realización a dos amigos. Federico Sosa, compañero de años en Clarín y de las mejores incorporaciones que hice en TEA y Deportea, fue quien diseñó El Vestidor. Nuestra idea fue hacer un blog simple y lindo, fácil de leer y sin nada que distraiga la lectura. Juan Panigazzi, compañero de años de buen vivir, es el autor de la foto de portada y de otras que irán girando a lo largo del tiempo.

Pues bien, aquí estamos. Vestidos para la ocasión. Bienvenidos, gracias a quienes estén y que sea lo que sea que va a estar bien 

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