de Jorge Búsico

Anonimato

Acabo terminar de leer El guardián entre el centeno (The catcher in the rye, su título original»), de JD Salinger (Jerome David Salinger, 1/1/1919-27/1/2010). Salinger fue uno de los escritores norteamericanos más influyentes de la post guerra y, como me sucede con muchos otros de sus colegas, me pregunto cómo no lo había leído antes. El guardián… es una novela maravillosa que pinta esa adolescencia que se siente sin rumbo, que se cree entre vivaz y despistada, entre esperanzada y -acto seguido- fracasada, y que transforma a su protagonista, Holden Caufield, en un ser entrañable. Es de esos libros que tienen el don de que a uno lo transportan por distintas sensaciones. Yo me he reído sin parar en varios de sus tramos, aunque vale advertir que no es un libro gracioso.

Salinger me llegó a través de mi amiga Vicky, que tuvo que deshacerse de libros por cuestiones de mudanza, circunstancia dolorosa por la que pasé hace un año y medio. Fui a su casa aún sabiendo que en la mía ya no había lugar para más libros, pero la expedición fue más que provechosa. Me encontré con varios libros que hacía tiempo que quería leer. Uno de ellos era El guardián entre el centeno. En la primera página estaba escrito con birome: «Bianca. 2004». Bianca es la hija de mi amiga y ella, mucho menor que yo, por supuesto, ya lo había leído siendo una niña. ¿Cómo yo recién lo voy a leer ahora?, me preguntó mi soberbia y el quetodolotienequehacerysaber. Es que, además, padezco un síndrome con los libros especialmente: tengo tanto para leer y que no leído aún de los que están en mis bibliotecas, que cuando entro a una librería nunca me puedo ir con menos de dos libros y, peor, rumeando porque no me compré más. Vayamos al grano: quisiera tener cinco librerías en mi casa y disponer de 48 horas por día sólo para leer. También me pasa que quiero recuperar el tiempo perdido cuando estuve hace unos años un largo tiempo sin poder abordar un libro porque, sinceramente, no podía abordar nada.

Pero volvamos a Salinger. Con él también me ha pasado que supe de quién se trataba bastante antes de leerlo, porque no sólo leo libros, claro. De Salinger supe de cuentos que escuché, de artículos que leí en diarios y revistas y, más adelante, de un montón de otras notas pescadas en Internet. Podía hablar de Salinger sin haberlo leído, pero después de leerlo llegué a la conclusión de que no debía haber hablado de Salinger con tanto fervor sin haberlo leído antes. Nota mental para de aquí en más.

Entre los artículos que leí de Salinger encontré una de las pocas frases que se le conocen, ya que Salinger se caracterizó por aislarse del mundo después de que lo alcanzara la popularidad: «Los sentimientos de anonimato y oscuridad de un escritor constituyen la segunda propiedad más valiosa que le es concedida». Esta definición de Salinger que bien puede parecer extrema, me llevó en su momento a reflexionar sobre el rumbo que ha tomado el periodismo. En varios post de no rugby que escribí en periodismo-rugby me referí a las épocas en que los periodistas éramos anónimos.

Nací periodísticamente en una agencia de noticias (Noticias Argentinas) y luego crecí en otra (Diarios y Noticias). En estos días, precisamente, Carmen Coiro, querida compañera de redacción en aquellos tiempos como acreditada en la Casa Rosada, está organizando una movida para rendirle homenaje a Horacio Tato, quien fue el director de ambas agencias. Tato fue el ser más anónimo que conocí en el periodismo y también, de todos los periodistas que he conocido, el que mejor interpretó lo que significa una noticia. Tato, nos contaba Carmen en los múltiples intercambios de mails con muchos otros periodistas (la gran mayoría también anónimos), ni siquiera figura en Wikipedia, que sí le da lugar y espacio a decenas de periodistas domésticos que dejan por el piso la verdadera esencia de éste oficio.

Como dirijo una escuela de periodismo desde comienzos de los 90, infinitas veces me pregunté en qué momento el periodista pasó de ser un anónimo a ser una estrella intocable; en qué momento dejó ser importante la noticia para serlo el escándalo y la denuncia; cuándo ocurrió que periodistas pasaran a ser millonarios, miembros de la farándula vernácula  y cercanos-serviles del poder.

Creo que todo ocurrió cuando se terminó el anonimato. Y no fijo como punto de inicio la revolución que significó la comunicación (que a muchos nos agarró desprevenidos), porque la considero no sólo un avance, sino algo vital y refundacional en la vida de las personas, ni tampoco estimo que sólo se haya debido a la expansión de la televisión y la exposición que ella brinda.

Tuve una primera aproximación de lo que podía ser abandonar el anonimato cuando las notas en los diarios empezaron a salir no sólo con la firma, sino con la carita del autor. Sitúo este hecho en los comienzos de los 90, que, vaya coincidencia, fue la década del exhibicionismo, de la banazalización, del comienzo de la pérdida de la privacidad y del fervor por los escándalos, la corrupción y la aparición de nuevos personajes unidos a los autos chillones y a los mujeres escotadas por todos los wines. Los 90 fueron la década de las siliconas.

En los comienzos de los 90 entré en Clarín como prosecretaria de redacción de Información General, una mega sección que en esos tiempos contenía sociedad, policiales, ciencia, consumo, cultura, institucionales y cuanto chivo querían colocar los que manejaban el diario. Un año después pasé a tener el mismo cargo en la sección Deportes. Ya estaban en pleno auge y funcionamientos los cambios radicales que había puesto en marcha Roberto Guareschi como secretario general. Muchos de esos cambios fueron muy importantes para el diario desde lo periodístico. Otros no tanto, sobre todo por algunos personajes que subieron al escenario del poder.

Entre esos cambios estuvo el de firmar las notas principales con carita. Para ello, todos tuvimos que pasar por fotografía para que nos retraten. Ahí empecé a vislumbrar lo que eso terminaría significando. Iban periodistas muy valiosos -la mayoría lo sigue siendo- más preocupados por la foto que por lo que iban a escribir. Los había incluso que pedían dos fotos: una con corbata y otra sin; una riendo y otra serio. Empezó así la locura por las caritas.

Más tarde vino la siguiente situación ante cada nota que me tocaba editar. Venía el redactor y preguntaba: «¿La nota va con o sin carita?», como si eso determinara la importancia de lo que iba a escribir. Si era con carita, se marchaban con carita feliz y se esmeraban en hacer la nota del siglo. Si era sin carita, huían con carita de puchero y te la entregaban con desgano a los 20 minutos.

Algo parecido ocurrió también con los viajes. En los 90, con el 1 a 1, se cubría hasta un torneo de bochas en Dinamarca. Periodistas con menos de un año de antigüedad, viajaban a Europa como si fuese a Mar del Plata. A la función del periodista se la empezó a medir, entonces, por los viajes. Ocurre aún en éstas épocas de menos coberturas, pero están los que creen que ser un buen periodista es estar más tiempo arriba de un avión que en la calle o dentro de una redacción.

Creo que el periodismo ha devenido en algo que en un alto porcentaje no me gusta ni me representa. Lo veo a diario. Hoy vale más el show, el estar en el negocio, figurar en la tele o pegarse al poder. Nada se chequea, todo se vocifera, y proliferan los cholulos y los alcahuetes.

He leído y escuchado que soy el periodista más influyente del rugby en la Argentina. No creo que sea así. Nunca he formado parte del negocio ni estuve asociado ni trabajando para ninguno de los grupos de poder. Creo que esos sí son los más influyentes. No los mejores, claro.

Conozco al menos unos 30 periodistas que son brillantes, maestros de la profesión, que no los conoce nadie. Son anónimos -yo no lo soy, aclaro; de hecho yo aquí no sólo salgo con carita, sino de cuerpo entero- y se sienten a gusto con ello, porque creen que es la mejor manera de llegar a la gente y de alejarse de los flashes. Propondría la vuelta al anonimato, si es que pudiera. El diccionario dice que anonimato significa «carácter o condición de anónimo». Pero también sé que pedir en estos tiempos un periodismo anónimo califica como querer tener cinco librerías en mi casa y disponer 48 horas por día sólo para leer. Así que por ahora voy sacando un nuevo libro de los que esperan para ser leídos (viene Los besos en el pan, de Almudena Grandes) y viendo cuál de Salinger compro para abordarlo por segunda vez. Es un gran plan, al fin de cuentas

4 comentarios

  1. nicolás richards

    Maestro, eso que usted pide es oficio, es decir cuando uno esta mas orgulloso del producto que de uno mismo, porque uno puede producir porque ya paso de andar buscándose en e espejo… Abrazo (y quiero la dirección de su sastre, yep!)

    • Jorge Búsico

      Gracias, querido Nicolás. El traje es de El Burgués.
      Abrazo enorme y gracias por venir también aquí

  2. georgie

    Excelente reflexión, al haber estudiado periodismo en los 90 vi y viví parte de ese cambio que mencionás y la ficción de la fiesta eterna en aquella época. Para mí nunca hubo nada mejor que el anonimato, algo casi imposible en esta profesión hoy en dia y ese conflicto lo resolví dejando de lado mi laburo en la radio de Tucumán y volviendo a una cancha de rugby sólo como espectador y alentando a mi amado Universitario.

    • Jorge Búsico

      Muchas gracias, Georgie.
      Abrazo enorme y gracias por estar

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