de Jorge Búsico

Mes: septiembre 2017

Hefner, por Talese

Hoy murió, a los 91 años, Hugh Hefner, el creador del imperio Playboy y, seguramente, el hombre ideal en la fantasía de millones de hombres. El periodista y escritor estadounidense Gay Talese lo retrató maravillosamente en su obra maestra La mujer de tu prójimo, una enciclopedia de 525 páginas sobre la revolución sexual en los Estados Unidos. Aquí, un extracto de ese libro, en el cual Talese habla de HH.
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Hefner tenía ventiocoho años cuando vio por primera vez las fotos de Dianne Webber, y hacía dos años que su revista estaba en circulación. En 1953 él mismo había compaginado el primer número de Playboy sobre la mesa de la cocina del piso que compartía con su mujer y su hijita, y ahora tenía treinta empleados que ocupaban un edificio de cuatro plantas cerca del centro de Chicago. Él estaba sentado detrás de un moderno escritorio blanco en forma de ele en su amplio despacho de la última planta con las fotos de Dianne Webber delante.

Mientras examinaba con toda naturalidad cada foto, nada en él indicaba lo tímido que se había mostrado ante cualquier inidicio de desnudo, o lo avergonzado que se había sentido de adolescente debido a los sueños eróticos que había tenido en el dormitorio infantil de su puritano hogar. Ahora, un próspero director de una revista orientada al sexo, separado de su mujer, y durmiendo con dos de sus jóvenes empleadas, el erotismo fantasioso de Hugh Hefner se había hecho realidad. La revista que él creara le había vuelto a crear a él mismo.

Prácticamente vivía entre las páginas satinadas; dormía en un pequeño dormitorio detrás de su despacho, y trabajaba día y noche en el diseño y el color, las ilustraciones y los pies de foto, la realidad y la ficción, leyendo con sumo cuidado cada línea, del mismo modo que ahora examinaba meticulosamente y con una lente de aumento las fotografías de Dianne Webber.

En la primera foto, ella bailaba con los pechos al descubierto en un estudio de ballet, vestida con mallas negras que revelaban la fuerza y la gracia de sus muslos, los tobillos, las nalgas redondas. Tenía el vientre plano; la espalda, suave y fuerte, no estaba marcada por los músculos que a menudo tienen las bailarinas; y, aunque estaba en movimiento, no le brillaba la piel por el sudor. Esto impresionó a Hefner, que en su juventud sudaba profusamente, es especial cuando tocaba con las manos la cintura de una chica en los bailes de la escuela, o cuando le pasaba el brazo por encima del hombro en las salas de cine.

Lentamente, siguió el contorno de los pechos de Diane Webber, que eran grandes y firmes, y de los pezones, rojos y erectos. Le maravilló su tamaño perfecto y se imaginó la sensación que le producirían en sus manos, un pensamiento que él sabía que se les ocurriría a miles de hombres en cuanto esas fotos se publicaran en su revista.

Hefner se identificaba mucho con los hombres que le compraban la revista. Por las cartas que recibía y por la impresionantes cifras de venta de Playboy, sabía que lo que le atraía a él, atraía a los demás; a veces se imaginaba como proveedor de fantasías, una celestina mental entre sus lectores y las mujeres que adornaban sus páginas. Cada mes, después de completar un nuevo número bajo su dirección personal, podía contemplar de forma predecible los momentos sexuales álgidos de los hombres solitarios de todo Estados Unidos que se excitaban por su selección. Se trataba de viajantes de comercio en habitaciones de moteles, soladados en maniobras, universitarios en dormitorios estudiantiles, ejecutivos en avión en cuyas carteras viajaba una revista con una acompañante secreta. Se trataba de hombres casados e insatisfechos, personas con aspiraciones y medios moderados, aburridos de sus vidas, sin inspiración en sus trabajos, que buscaban un escape temporal mediante aventuras sexuales con más mujeres de las que tenían la habilidad de conseguir, o el dinero, el poder o el genuino placer de conseguir.

Hefner comprendía esa situación; la había experimentado en sus primeros años de matrimonio cuando se escapaba del lado de la mujer con quien dormía para hacer largas caminatas nocturnas por la ciudad. A orillas del lago, levantaba la mirada hacia los lujosos edificios de apartamentos y veía mujeres en las ventanas, imaginándose que eran tan poco felices como él; quería conocerlas a todas en la intimidad. Durante el día, desnudaba mentalmente a algunas mujeres que veía por la calle o en parques o entrando en un coche, y aunque no decía ni hacía nada, ni intercambiaba una mirada con ellas, sentía una tranquila excitación, y podía recrear la imagen de esas mujeres semanas después en su mente cinematográfica, podía verlas con tanta claridad como ahora contemplaba las fotos de la bailarina desnuda en su escritorio

Gabo

La compra de un libro es una liturgia; es la elección de un objeto preciado, que perdurará a lo largo del tiempo, hasta que uno elija desprenderse de él. Un libro no se gasta ni se achica como una prenda y, ubicado sobre un estante, luce como un cuadro o una obra de arte, porque, al fin de cuentas, los libros tienen sus museos, como lo son las bibliotecas. Abordar un libro ya es otra tarea; requiere de un tiempo y de un ejercicio, pero ante todo de la pasión por leer. La lectura nos hace mejores. No tengo duda de ello.

Encontré en la web este muy buen texto acerca de formas de leer un libro. Fue el que me dio el pié para este post. Tengo cada vez más arraigada la pasión y la necesidad de la lectura y, entre otras cuestiones, me llevó a mis comienzos, a los primeros toqueteos con los libros. No fui un gran lector de chico, pese a que en mi casa había una amplia biblioteca. El primer libro que me atrapó fue El Principito, de Antoine de Saint-Expéry. Pero mis grandes recuerdos de la primeria y parte de la secundaria fueron las revistas El Gráfico que me las leía de punta a punta una y diez veces. Esa fue la semilla para el futuro periodista.

Pero el primer escritor que me atrapó fue Gabriel García Márquez. En la adolescencia leí Cien años de soledad y desde ese momento lo tomé a Gabo como mi guía. Soñaba escribir como él. También, de algún modo, ser como él. Más adelante descubrí su faceta de periodista con el libro Notas de Prensa, con el que lo terminé de idolatrar.

Los caminos de la lectura son diversos. Hoy, soy de seguir más a autores; cada tanto experimento con algún libro que me recomiendan o del cual leo críticas favorables. De García Márquez abordé casi toda su obra y lamenté su muerte, como no me pasó con ningún otro escritor. Y en estos días me topé con este hermoso texto en Arcadia, que retrata el último viaje de Gabo, en el que fue un entierro simbólico en la Universidad de Cartagena.

El texto recuerda el día que recibió el Premio Nobel, en 1982. Su discurso fue uno de los más extraordinarios que se hayan formulado. Ya siendo periodista, me emocioné cuando lo leí, ya que en aquel tiempo no era sencillo pescar imágenes grabadas desde el exterior. Es el mejor cierre para este post

Las cosas que pasan

Terminé de leer la última novela de la argentina Inés Garland: Una vida más verdadera. Es ágil, amena, intensa, maravillosamente escrita y con un amor/obesión con P. que va transcurriendo, entre alegre y angustiosa, en sus 111 páginas. Rescato este párrafo:

«Los dos cambiamos en estos cuarenta años. Pasaron muchas cosas. Hubo despedidas y bienvenidas, los chicos que nacieron son grandes y los árboles están altos, hubo gobiernos, historia, muertos, encuentros, desencuentros. Pero me despierto a la mañana y, por ejemplo, me siento en la cama y recojo las piernas y aunque vea que ahora tienen pecas que no tenían y que tengo treinta años más que esa tarde en el campo, frente a la chimenea, cuando él apoyó la cabeza sobre mis piernas, hay algo que no cambia, como si el movimiento de recoger las piernas o el de estirar el brazo para encender la luz, ese primer momento de materialidad al salir del sueño, fuera exactamente igual a lo largo de los años, y fueran la conciencia o la memoria las que me dijeran que pasó el tiempo. Como si hubiera algo inmutable en la profundidad del sueño que tiene que ajustarse en la vigilia a las ideas del paso del tiempo y de cambio que propone la conciencia. P. es como el sueño»

Cuando apareció Jackie

Mi padre hubiese cumplido hoy, 13 de septiembre, 87 años. Murió cuando le faltaban 3 meses y 11 días para cumplir 68 años, hace ya un poco más de 19 años. Pienso que se murió antes de la cuenta. La mayoría de la gente hoy traspasa esa edad. O al menos eso es lo que creo. Desde aquel día y no sé porqué, quizá porque siempre atoseré un sino fatalista que heredé de mi madre, creí que al menos yo iba a llegar a los 68 años. Dentro de un mes y días me faltarán 9 años para aterrizar en esa edad. Pero el sino fatalista ya lo he ido alejando, así que, hoy por hoy, eso no me preocupa.

La muerte de mi padre ocurrió cuando yo estaba en la ciudad de Saint-Étienne, Francia, cubriendo para Clarín el Mundial de fútbol de 1998. Como comprenderán, significó un episodio por demás shockeante para mí. Me enteré en la madrugada, mientras dormía, después de una cena con amigos periodistas en uno de los tantos restaurantes de buen comer que pueblan Lyon, la cuna de la nouvelle cuisine. Chicho Chieslanchi me había llevado en su auto hasta el hotel y llevaba un par de horas durmiendo cuando escuché el sonido del teléfono. Atendió Miguel Angel Bertolotto, mi compañero de habitación y con quien estábamos al frente de la cobertura. Cuando me dijo que me llamaban desde Buenos Aires, lo primero que pensé fue en mi hijo, que por ese entonces tenía apenas 4 años. Del otro lado de la línea me hablaba un primo y atrás se la escuchaba llorando a mi madre. «Murió el tío», me dijo. No supe qué hacer. Miguel trató de consolarme y despertó al resto de los enviados de Clarín, que eran más de una docena. Con la conserje traté de reservar un vuelo para el otro día, pero después de varios intentos frustrados, intenté dormir un poco. A la mañana temprano, Miguel me acompañó al centro a la oficina de Air France. Conseguí un pasaje para esa noche, pero como el avión de Lyon a París se demoró, perdí el vuelo. Una empleada latinoamericana movió literal y paradójicamente cielo y tierra para meterme sobre el cierre en uno que iba a Buenos Aires vía San Pablo. Llegué un par de horas antes de que enterraran a mi padre.

Aquejado por unas deudas que no lo dejaban dormir y por una merma en el trabajo producto de la llegada de la computadora, mi padre, que era un eximio dibujante de planos y durante años profesor de dibujo técnico a cargo de la cátedra en Ingeniería de la UBA junto a Carlos Virasoro, estaba deprimido. Lo recuerdo callado y preocupado la última vez que lo vi, la noche anterior a viajar a París, cuando fui a cenar a lo de mis padres en el departamento de Juncal. También estaba preocupado por mí. Yo me había separado hace unos meses y mi vida era una pendiente cada vez más hacia abajo. Aquel viaje al Mundial fue una especie de fuga geográfica: yo no cubría fútbol en el diario. No sé si debió al tremendismo de mi madre, pero ella me dijo más tarde que a la noche, antes de acostarse, le dijo que había sido la última vez que me veía. Todavía siento en mi cuerpo el abrazo que nos dimos. El último de todos.

No hice en ese momento el duelo por la muerte de mi padre. La noche posterior al entierro no elegí quedarme a descansar y a sentir la pérdida más importante hasta allí en mi vida. Me fui a destruir durante varios días. Estaba separado, viviendo en medio del caos, alejado de mi hijo y, de repente y por ser hijo único, a cargo de mi madre.

Este recuerdo de mi padre no vino sólo porque hoy hubiese sido su cumpleaños. Llegué hasta este texto por esos vericuetos que tiene nuestro cerebro, al que solemos llamar «la cabeza». Hace unos días, mientras miraba algún que otro partido por la televisión (mi padre amaba la TV; yo paso días sin prenderla) vi un aviso en el que aparecía Jackie Stewart, el corredor británico que ganó tres campeonatos mundiales de Fórmula 1. Stewart, siempre con su gorra a cuadros, fue uno de mis ídolos de la infancia. Yo no me perdía ninguna carrera de F1 y terminé de amarlo el día que en el autódromo de Buenos Aires, con un neumático bajo, lo tapó durante varias vueltas a Emerson Fittipaldi. Por eso mi primer perro, un boxer mitad marrón y mitad blanco, se llamó Jackie.

Nunca olvidaré una tarde que llegué del colegio al otro departamento de Juncal, donde mi padre me esperaba para llevarme a dar una vuelta en auto. La sorpresa que me tenía preparada era que íbamos a buscar un perro. Jackie nos estaba esperando con la mirada más tierna que recuerdo. Lo llevamos sabiendo que mi madre no quería saber nada con los perros. Cuando se lo dejamos en la puerta, ella también se enamoró. Ese día pasamos a ser cuatro. Yo tendría unos 12 o 13 años.

Unos 12 o 13 años después, ya en el otro Juncal, una noche mi padre entró llorando diciéndonos a mi madre y a mí que había que sacrificar a Jackie porque tenía un tumor. Lloré mucho y durantes varios días. Fue el primer vacío en nuestra casa. Jackie dormía conmigo.

Hace un par de noches se me vino a la cabeza Jackie Stewart y, por ende, mi perro Jackie. Y se me aparecieron mis padres. Mi madre murió en enero de 2013 en situaciones similares a las de mi padre: no me pude despedir. La encontré con un ACV en su departamento la noche previa a la nochebuena y nunca más despertó. Me fui unos días a Uruguay y volví el domingo a la madrugaba. Cuando la fui a ver al Hospital Aleman -el mismo donde murió mi padre, también de un ACV que lo fulminó en horas- había muerto hacía un par de horas. Todo eso se me apareció cuando me estaba por dormir. Y lloré y lloré. Lloré porque ya no estaban más, porque quería abrazarlos a los dos. Y a Jackie. Sentí que estaba, ahora sí, en la parte final del duelo.

Debe haber sido lo de Stewart, seguramente, pero también yo venía movilizado por un retiro espiritual que hice hace un par de semanas, en el cual mis padres estuvieron presentes; por unos grupos que me tocaron en lo más íntimo y, también, porque mis últimos libros trataron de una madre (También esto pasará, de Milena Busquets), de un padre y un hijo (Los cansados, de Michele Serra), de un padre (El salto, de Martín Sivak) y de padres e hijos (Los hijos, de Gay Talese). Y, sobre todo, porque estoy bien.

Me hubiese gustado que mi padre me haya visto cómo estoy hoy, reconstruido de aquellos años que le despertaron una lógica preocupación. Todavía por momentos me atrapa la culpa y la pena. También mi madre, aunque ella pudo ver el comienzo de mi mejor versión adulta. Y me gustaría tener un perro, pero vivo solo en un pequeño departamento. Tuve perros, más de uno, hasta que me separé.

Este 13 de septiembre se va extinguiendo. Fue un día de diversos sentimientos. Como otra señal, empezó con Facebook recordándome una foto de mi padre con Jackie, la misma que ilustra esta nota. Frente a mi cama tengo una foto de mi madre con Jackie. Fuimos los cuatro muy felices. Eso es lo que me viene apareciendo desde hace un tiempo. Las fotos que reaparecieron tras la mudanza me han mostrado de a decenas imágenes de felicidad. Y puedo ver, y eso es lo que me llena de agradecimiento, que todo lo bueno que tengo, mucho o poco, se lo debo a mis padres. Jackie me los trajo de vuelta

Maestros

He sido un afortundado en mi camino como periodista. Tuve el lujo de estar rodeado de maestros de este oficio en buena parte de mi trayecto, sobre todo en mis comienzos, en los que varios me tuvieron bastante paciencia. Suelo recordarlos en este día. Y lo haré de nuevo. Tengo una lista que me llena de orgullo y de la cual estoy eternamente agradecido.

Horacio Tato

Eugenio Paillet

Ezequiel Fernández Moores

Roberto Daniel Fernández

Guillermo Gasparini

Osvaldo Ardizzone

Osvaldo Pepe

Jorge Azcárate

El Negro Vergara

Florentino Fernández

Jorge Ezequiel Sánchez

También aprendí en cuestiones de edición y conducción de Juan José Panno, Carlos Ares, Daniel Pliner y Roberto Guareschi. En este recuento no me puedo olvidar de mis maestras y mis maestros en el Colegio San Agustín y uno que tuve en el Círculo de la Prensa: Bolita López Recalde

El Aleph, en París 07

París siempre brilla, pero el viernes 7 de septiembre de 2007 estaba vestida de gala. La ciudad eterna de las luces aguardaba, radiante de sol, el inicio de la quinta edición de la Copa del Mundo de rugby. Una gigante pelota ovalada estaba incrustada en el medio de la Torre Eiffel, y el reloj con la cuenta regresiva –el mismo que se había utilizado para la llegada del nuevo milenio- estaba a horas de detenerse; a las 21, Francia, vigente campeón del 6 Naciones, y Argentina iban a ponerle fin a la espera del torneo con el cual la entonces International Rugby Board (IRB) pensaba iniciar una nueva era para este deporte. El arranque del Mundial era el tema central para los medios locales y las calles certificaban ese interés: banderas del Mundial, de Francia y de todos los países lucían en carteles o por encima de los postes de luz, mientras que las marquesinas ofrecían gigantografías de los ídolos de les bleus. París, al fin y al cabo, era una fiesta hace hoy exactamente una década. Hasta las 9 de la noche, al menos.

Tuve el privilegio de palpitar ese día, hora por hora, desde bien temprano y hasta la madrugada. Era mi tercer Mundial como periodista. En los dos anteriores había sido enviado especial por Clarín. En éste, fui por mi blog periodismo-rugby y otra serie de medios con los que colaboré y que ya detallé en el post Reviviendo en París. Estaba alojado en un pequeño hotel en la zona de Colombres, pero después de desayunar me fui hasta Enghien-les Bains, donde estaban concentrados los Pumas. En el hotel de al lado al Grand Barriére –ese fue el bunker del seleccionado argentino durante la mayor parte del torneo- estaban alojados la gran mayoría de los enviados argentino. Allí me esperaba la gente de ESPN para llevarme al estadio.

Enghien-les Bains es un pequeño poblado dentro del Departamento del Val-d’Oise. Su gran atractivo es un enorme y bonito lago, que da frente al Grand Barriére, sobre la rue du General de Gaulle. Los jugadores habían pedido ese hotel, alejado del ruido del centro, ya que queda a 13 kilómetros y medio del centro de París y relativamente cerca del Stade de France, escenario del test inaugural. La dirigencia de la UAR, con el secretario Raúl Sanz a la cabeza, había viajado varias veces a Francia para asegurarse ese lugar. Al Grand Barriére lo habían convertido en una fortaleza Puma; nadie, salvo los integrantes del plantel, podía ni siquiera acercarse a la puerta. Ese fue uno de los primeros triunfos. Muchos de estos jugadores venían de sufrir la pronta eliminación en Australia 2003; aquella vez se alojaron en un hotel –el Crowne Plaza de Coogee Beach, Sydney- que era una especie de shopping de gente.

Después de almorzar en una pizzería junto a un gran número de periodistas argentinos, marchamos hacia el estadio. Eran cerca de las 16. Los Pumas iban a salir a eso de las 18. El Stade de France, situado en Saint-Denis, había sido testigo del título mundial de fútbol de los franceses en 1998. También del campeonato local que hacía un par de meses había conseguido el Stade Francais, bajo la capitanía de Agustín Pichot y con Juan Hernández (de 10), Rodrigo Roncero e Ignacio Corleto (de 15) como principales figuras.

El estadio, que recién había abierto sus puertas, estaba listo como para sus mejores fiestas. Hacía rato que estaban agotadas las 80 mil entradas y a la inauguración iba a asistir Nicolas Sarkozy, elegido como presidente el último 6 de mayo. Los diarios franceses auguraban un triunfo del local, aunque el prestigioso L’Equipe planteó alguna duda cuando un par de días atrás publicó en su tapa una mira telescópica que apuntaba a Hernández. No lo esperaban de apertura. El 10 de Francia, David Skrela, era su suplente en el Stade. En su libro El Juego Manda, Pichot contó que cuando le avisó por teléfono a su amigo y compañero de equipo Christophe Dominici que Hernández iba a ser el apertura, percibió que del otro lado se escuchó un silencio temeroso.

Ese espíritu entre triunfalista y cauto se olía en las enormes salas de prensa del Stade de France. Varios argentinos teníamos el pálpito de que en unas horas podíamos ser testigos de un hecho histórico luego de haber visto en carne y hueso la confianza de los jugadores. Nani Corleto no usó ningún eufemismo: “Vamos a ganarles”.

Me recuerdo esa tarde discutiendo con los empleados de Orange porque el servicio de Internet no funcionaba como lo habían prometido. Yo había comprado un paquete que se suponía que duraba un par de semanas. El día del partido se me había extinguido. Había ido con el dinero justo, así que ese era un gasto inesperado. Vamos a ubicarnos en el tiempo. Una década atrás no existía casi nada de lo que hay hoy. Facebook tenía apenas un par de años, no habían nacido ni el IPhone, ni el Ipad, ni Twitter, ni Whatsapp, ni Instagram, ni las tablets. Los celulares –yo llevé un Motorola de tapita- sólo servían para hablar o mandar mensajes de textos. Encontrar una señal de wi-fi era para un periodista como encontrar oro. Ese de Francia fue el primer Mundial tecnológico de rugby; el primero en contar con la web 2.0.

Recuerdo que a eso de las 19 me empezó a tomar la ansiedad. Llevaba varias horas en esa sala y ya había recolectado las formaciones, el programa, un par de libros, los datos y había hablado con al menos 30 personas. Entonces abrí la pesada computadora y escribí un post en el blog. Dije allí que tenía un presentimiento de que podían ganar los Pumas. Creo que lo escribí por los nervios. Mi hijo, en ese entonces de 12 años, me había contado por teléfono que ya estaba frente al televisor. No aguanté más y me fui a buscar mi ubicación en el palco de periodistas. En media hora iba a empezar la ceremonia inaugural.

Hugo Porta fue el primero en entrar. La organización había armado una emotiva ceremonia, con una gloria de cada uno de los países participantes. Algo similar a la de Gales en 1999, cuando en el Millennium desfilaron las glorias del Dragón, en uno de los espectáculos más emocionantes que me tocaron vivir. Otra vez estaba Gareth Edwards. ¡Qué dupla hubiese armado con Porta! Estaban los dos ahí. Al ver a la leyenda de Hugo se me erizó la piel. En el aire se percibía que algo iba a pasar. Ya habían estado los jugadores con las remeras negras y la leyenda “Blakie” en honor a Martín Gaitán, desafectado una semanas antes por un grave episodio cardíaco. Ya se sabía que no eran 30 jugadores; eran 31. El Negro también estaba ahí.

Cuando terminó la ceremonia, quedó todo listo para el test. Era una noche cálida, sin viento. En diversos sectores se veían camisetas argentinas. La entrada de los equipos fue estremecedora. El tema elegido por la organización y que terminó siendo un himno fue Industrial Revolution Part 2, de Jean Michele Jarre, acompañado por el aún vigente The World In Union, lanzado por la IRB en 1999. Cuando terminaron los himnos, le dije a Pablo Mamone, de ESPN, con quien vimos juntos el partido: “Ganamos”. “¡No digas nada!”, me refutó. En cuestión de segundos, Pablo recibió un mensaje desde Buenos Aires de su mujer: “Cuidá el corazón”. Lo que sucedió después lo escribí en La Nación de hoy.

Cuando terminó el partido no sabía bien qué hacer. Veía gente llorando, abrazándose, mirando al césped como queriendo grabar en la memoria cada instante de lo que acababa de suceder. Me fui a la sala de prensa y tardé un rato largo en abrir la computadora. En los televisores, Pichot le decía al mundo: “Estas cosas son posibles porque nosotros jugamos con el corazón”. Cuando me conecté a Internet, fui derecho al blog. El post que había escrito antes del partido explotaba de comentarios de varias partes del mundo donde había argentinos. Creo que lloré mientras los leía. El blog cumplía un año ese día. Algunos de mis colegas estaban igual. El querido Topo de La Plata estaba con el teléfono abierto hablando en directo con cuanto ser se encontraba. Otros, los que vivían su primer Mundial, estaban petrificados frente a sus computadoras.

Me puse a escribir. Creo que salió cualquier cosa. Cuando miré a mi alrededor no quedaba casi nadie. Era la una menos cuarto y el último micro salía a la una. Llegué a subirme, corriendo, porque el chofer se apiadó de mí. La última parada era en la Bastilla. Estaba lejos del hotel y a esa hora no había subtes ni colectivos. Tampoco se veía un taxi. Caminamos y caminamos, felices, junto a muchos argentinos. En un momento decidí enfilar hacia el hotel. Con el mapa en la mano empecé a caminar. Ni sabía dónde estaba. Me sentía perdido, pero ganador. La computadora pesaba cada vez más. Varias veces me dije: “Es acá”, pero no era. A eso de las 3 de la mañana, encontré un taxi. Le al chofer di la dirección al subir. Hizo dos cuadras y me dijo: “Es acá”.

Llegué al cuarto y no me sentía en condiciones de escribir una línea. De todos modos, lo intenté. No había señal de wi-fi. Recuerdo que entonces me puse a leer El Aleph, de Borges, uno de los tantos libros que me había llevado. Creo que me desmayé vestido en la cama y con el libro en la mano.

En unas horas tenía que viajar a Lyon. Pero a partir de ahí fue otra historia de la historia
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Aquella noche:

Enredados

No dejo de fascinarme y sorprenderme -aunque parezca pavo a esta altura de la historia- de todo lo que sigue produciendo el universo que gira alrededor de Internet. Hoy voy a escribir para La Nación del Mundial de rugby de 2007 -mañana lo haré más en extenso aquí- y mientras releo algunos apuntes y el libro Ser Puma -escribí ese capítulo- me encuentro con todo lo que no había que hay hoy cuando apenas han pasado 10 años. Un dato, nomás: Facebook recién tenía un par de años y los celulares sólo servían para hablar y mandar mensajes de texto. En ese rumbo, las mejores notas las encuentro en la red. Y de esto se trata este post. De compartir dos excelentes textos. Uno de la revista Anfibia, que publicó un brillante y preciso informe sobre «Vivir en las redes». El otro corresponde al maestro Umberto Eco (5 de enero de 1932, Alessandria-19 de febrero de 2016, Milán) y a sus opiniones punzantes sobre la parte negra de las redes, que es tan cierta como la otra.

Y en las redes, en Facebook para ser más preciso, se pueden encontrar joyitas como esta que escribió Juan José Panno acerca de lo que pasó anoche con la selección de fútbol. Se titula Hinchas.

Damos por ganados los partidos antes de jugarlos.

Subestimamos siempre a los rivales.

Murmuramos a la primera de cambio.

Esperamos agazapados una derrota

Nos ensañamos con los jugadores y el DT de turno.

No entendemos el juego.

No entendemos que, entre otras cosas, la pelota pica.

No vemos que los jugadores tienen la cabeza quemada y quieren hacer el segundo gol antes que el primero.

No nos damos cuenta de que cuando la pelotita no entra, es natural que se desesperen y por lo tanto se descontrolen, se desarmen y se expongan.

Los matamos a todos sin detenernos a analizar nada.

Hoy pensamos que no servimos para nada y mañana volveremos a pensar que somos los mejores del mundo.

Eso sí, en esto no hay grieta que valga

Parásitos

En un lugar maravilloso escuché esta maravillosa definición: «El resentimiento es un veneno que se toma uno para que se muera otro».

A Henning Mankell (¡siempre Mankell!) le leí esto otro: «El odio puede ser fuente de energía sólo por un tiempo limitado. Nos infunde la ilusión de ser fuertes pero, ante todo, es un parásito que nos devora».

Buena semana

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