Terminé de leer la última novela de la argentina Inés Garland: Una vida más verdadera. Es ágil, amena, intensa, maravillosamente escrita y con un amor/obesión con P. que va transcurriendo, entre alegre y angustiosa, en sus 111 páginas. Rescato este párrafo:

«Los dos cambiamos en estos cuarenta años. Pasaron muchas cosas. Hubo despedidas y bienvenidas, los chicos que nacieron son grandes y los árboles están altos, hubo gobiernos, historia, muertos, encuentros, desencuentros. Pero me despierto a la mañana y, por ejemplo, me siento en la cama y recojo las piernas y aunque vea que ahora tienen pecas que no tenían y que tengo treinta años más que esa tarde en el campo, frente a la chimenea, cuando él apoyó la cabeza sobre mis piernas, hay algo que no cambia, como si el movimiento de recoger las piernas o el de estirar el brazo para encender la luz, ese primer momento de materialidad al salir del sueño, fuera exactamente igual a lo largo de los años, y fueran la conciencia o la memoria las que me dijeran que pasó el tiempo. Como si hubiera algo inmutable en la profundidad del sueño que tiene que ajustarse en la vigilia a las ideas del paso del tiempo y de cambio que propone la conciencia. P. es como el sueño»