de Jorge Búsico

Categoría: DEPORTES

10 del 10

Ayer fue 10 del 10. No podía fallar el 10, entonces. Como no falla nunca, por otra parte, pero anoche fue una de sus tantas grandes noches, quizá la más emblemática con la camiseta celeste y blanca. Cuando hace unos meses saqué entradas para ver a U2 en el Único de la Plata jamás pensé que el recital iba a coincidir en día y hora con el partido que podía dejar a la Argentina dentro o fuera del Mundial de Rusia del año próximo. Tampoco lo pensé cuando un día decidí no ir -vi muchas veces a U2 y no me entusiasmaba ir un martes a la noche hasta La Plata- y puse las entradas en venta a través de Twitter. Eso fue hace como un mes. Iba renovando la oferta cada semana, hasta que el viernes la realidad me doblegó: ¿quién iba a comprar una entrada para algo que ocurría a la par del encuentro más importante del seleccionado en los últimos dos años y uno de los más recargados de la historia? Así que me dije: voy. A la mañana leí que el partido lo iban a dar en el estadio y que U2 postergaba el inicio del concierto una vez concluido los 90 minutos en Quito y la oportunidad me pareció más atractiva aún.

Fui con mi amigo Manuel y pensaba encontrarme allá -cosa que no ocurrió por la multitud de 48 mil personas- con mi amigo Tairon. Era atractiva la oferta, pero también arriesgada. Y si la Argentina quedaba afuera, ¿cómo íbamos a transitar el recital y después la larga vuelta a casa? Terminó siendo una noche gloriosa. Por Messi, especialmente, y también porque la banda irlandesa dio un sólido concierto, fiel a su historia -aunque para mi gusto lejos de la mejor versión de U2- y con ese toque alucinante que significa la imagen transportada a través de una pantalla que lo mete a uno dentro de ella.

La llegada al estadio se complicó en los últimos 5 kilómetros. Dejamos el auto en Los Tilos, que está a no más de 8 cuadras del estadio, pero la organización se ocupó de que el trayecto demandara algo así como media hora, dando una vuelta insólita. Cuando estábamos por llegar, un chico de unos 17 años gritó: «¡Gol de Ecuador!» Lo miramos entre varios con tono amenazante, como si fuese el demonio dándonos la noticia que nunca esperábamos. El chico se vio intimidado y atino a decir: «Quizá no, quizá me equivoqué». Y cuando vio que las miradas estaban más afiladas, se resignó: «Sí, gol de Ecuador». El «nos quedamos afuera» se murmuraba en cada uno de los que, ahora cabeza gacha, enfilábamos los últimos metros hacia el Único. Había semblanza de noche amarga.

Pero ya cerca, se escuchó el estruendo que venía del estadio. Gol. Se había empatado. «Grande, Messi», gritó uno. «Vamos, Messi», gritamos varios. Con Manuel apuramos el paso, ya más aliviados. Y cuando entrábamos, llegó el sablazo de zurda, precioso, letal, de Messi para estampar el 2-1. La gente se abrazaba y gritaba. El estadio tenía 5 pantallas, una de ellas gigante, que ocupaba sólo una mínima parte de la que después iba a usar U2. Cuatro estaban en lo alto, por la cual la enorme mayoría nos pasamos un rato lago de espaldas al escenario, mirando para arriba, como muestra una de las fotos Entre nervios esperamos el segundo tiempo, mirando a la multitud quieta, a la que ya se le había pasado incluso el fervor por Noel Gallagher, la mitad de Oasis, quien en este caso había adelantado su concierto para que no coincidiera con el partido.

Hasta que llegó el tercer gol de Messi. Lo gritamos y nos abrazamos. No puedo creer todavía la quietud de esa pareja que tenía a unos metros, que ni se inmutó cuando el 10 hizo el gol que significaba, ya sí, el pasaje casi asegurado a Rusia. Uno a veces no puede creer que hay personas a las que no les interesa en lo más mínimo un partido de fútbol ni un partido como éste. Muchas veces las envidio, porque a lo largo de mi vida siento que perdí años en decenas de estos partidos de mi club y de la selección; pero en otros momentos no las envidio para nada.

Concluido el partido, hubo un conato de cánticos, pero no pasó ni un minuto que las pantallas se apagaron junto con el relato de Kuffner y los comentarios de JP Varsky, y U2 entró en escena, explosivos, a un costado del escenario mayor y con Bono -era obvio- resaltando a Messi. «Thank you, Messi», dijo el cantante que mantiene su extraordinaria voz y su cada vez más política correcta. Al final, después del segundo bis, se puso la camiseta argentina y el recital terminó con una enorme bandera argentina dibujada en esa magnífica pantalla. Antes, durante algo más de una hora y media (como un partido con suplementario), hubo grandes momentos musicales. Yo me quedé con el bloque de Running To Stand Still, que de fondo, en la pantalla, contó con una orquesta, y Red Hill Mining Town.

Fue una noche única en el Único. Nunca me había tocado vivir un partido en esas circunstancias, en un estadio, esperando un recital. Sí escuché -no vi- un partido en 1975, en el Monumental, mientras River jugaba en Rosario para salir campeón del Nacional. Al final, agradecí no haber vendido la entrada. Y sonreí con fuerza pensando en el periodismo que armó una cacería en estos últimos meses. Ahora, mercenarios de la palabra, podrán viajar a Rusia, cobrar sus viáticos y emprobrecernos desde las pantallas.

La vuelta fue larga y feliz. Llegué a mi casa a las 3 y 10. Ya era 11 del 10 y el 10 que vale por 11 lo había hecho una vez más. One, como canta U2

Playlist del recital en Spotify

Fotos: Sergio Tirone

La mano de Sacheri

Eduardo Sacheri es un caso ejemplar. Desde donde se lo mire. Primero, porque es un tipo ejemplar, alejado del ruido, nunca abandonando la docencia -es maestro en Castelar, la ciudad de la que nunca se fue- y de una generosidad sin límites. Sacheri transpira vida. Y también es un caso ejemplar por cómo fue construyendo una carrera de escritor que arrancó llevándole cuentos a la radio a Alejandro Apo y llegó a Hollywood y a un Oscar.

Sacheri acaba de lanzar un nuevo libro: El fútbol, de la mano, que es otro capítulo -el anterior fue Las llaves del reino– de sus columnas en la revista El Gráfico. Anoche vino a presentarlo a TEA y Deportea. Un lujo. Aquí les dejo la charla, sin ruidos, pausada, prolija, rica, muy lejana al desquicio al que asistimos en la vida diaria. Adhiero a lo que dijo Julio Marini (director de la Diplomatura de la escuela, maestro de periodistas y, aclaro, como un hermano para mi): A mi también me hubiese gustado ser Eduardo Sacheri

Volando por París

Claude Lelouch, el afamado director de cine francés, filmó este short film por el después, al ser difundido, fue preso. Es de 1976, y muestra cómo una Ferrari 275 GTB, de Fórmula 1, corre por las calles de París desde Port Dauphine hasta la basílica de Sacre Coeur. Son 8 minutos y 35 segundos alucinantes, a las 5.30 de un domingo de agostoen las primeras horas del día, claro, pero con tráfico y personas.

Lelouch nunca dio a conocer quien iba a bordo de la Ferrari, pero se supone que la cuestión no salía de dos franceses: Rene Arnoux (en ese momento campeón de la F2) o Jean Pierre Jarier, quien más tarde participó en la película Ronin, con Robert De Niro y Jean Reno, como piloto de las persecuciones que allí ocurren. Siéntese a ver París y sus lugares más emblemáticos cargados de adrenalina

El abuelo de Chacarita

Soy hincha de River. Nunca lo he ocultado y en gran parte porque nunca fui comentarista de fútbol, aunque lo cubrí durante varios de mis primeros años como periodista. Bordeo el fanatismo aún a esta altura de mi vida. Mis amigos lo saben bien: puedo llegar a convertirme en un barrabrava en un cruce de esos que se dan en charlas futboleras. Nací en 1958, así que me aguanté casi todo el colegio sin ver a River campeón. Recién pude festejar un campeonato cuando estaba en la mitad de quinto año. En ese lapso, sufrí muchos campeonatos perdidos. Pero hubo uno que no me dolió en absoluto: aquella final con Chacarita Juniors del 6 de julio de 1969, en la cual River se comió un baile inolvidable y un 4-1  lapidario. Hubo dos razones para que la tristeza no aflorara. El primero y escencial, mi abuelo Guillermo, el ser humano que más adoré (no incluyo a mi hijo, porque el amor por un hijo es incomparable a cualquier otra cosa), siempre me decía que él era hincha de Chacarita. El segundo fue que ese equipo de Chacarita, con Marcos, Puntorero, Recúpero, Bargas y Frassoldati, entre otros cracks, fue el primero que me deleitó por su fútbol.

Pero el enganche verdadero con Chacarita -el del gran equipo me parece que es una excusa- venía por el lado de mi abuelo, el padre de mi madre. No era la mía una familia futbolera. Mi padre era del palo del rugby y sólo le gustaba el Estudiantes de Zubeldia, estimo que por su espíritu de cuerpo y porque creo que es el club de fútbol más parecido a uno de rugby por su sentido de pertenencia. Mi madre decía que era de San Lorenzo, pero más adelante me reconoció que era de River por mi tío Tito, su primo, quien fue el que me llevó por primera vez a una cancha cuando tenía 7 años y el que me contagió la locura gallina.  Mi abuelo Guillermo no le daba importancia al fútbol, pero encontraba un punto de encuentro conmigo -que tenía al fútbol y a todos los deportes en la cabeza- hablándome de Chacarita. Creo que nunca fue a la cancha siquiera y, tiempo después, mi madre me confesó que en realidad también era de River.

Cuando era niño, con las pocas monedas que ahorraba, en un tiempo se me dio por eleccionar escudos de clubes de fútbol; aquellos que venían de felpa y que se cosían en las camisetas. El que más me gustaba -después del de River, claro- era el de Chacarita. Y también me encantaba su camiseta a rayas verticales, tricolor, muy parecida a una suplente que solía usar River. En mis imaginaciones infantiles, al estadio de Chacarita lo creía chico, bien cerrado, como los ingleses de los comienzos del fútbol. Muchos años más adelante, cuando un día fuimos con mi tío Tito (casi cobramos), me di cuenta que no tenía nada que ver. Ni siquiera sabía bien dónde estaba San Martín.

Con el transcurso de los años, Chacarita se me representó en mi hijo, también a través de la sonrisa. Cuando era niño no podía pronunciarlo bien. Decía «Cacharita». Y allí yo le contaba que ese era el equipo de su bisabuelo, al que no llegó a conocer.

Entrando a la adolescencia, estaba en una quinta en Los Cardales con mi abuela paterna cuando un tío vino a buscarme para llevarme a la Capital. Mi abuelo estaba muy enfermo, me dijo antes de que yo quedara parizado. Hacía ya varios días que estaba internado, pero no me habían dicho nada para no asustarme. Vengo de una familia donde no se decía. Si había alguien enfermo, no se decía; si había problemas económicos, no se decía. Cuando llegué -advertí la gravedad por la velocidad con la que manejó mi tío esos 60 kilómetros-, mi padre me llevó a ver a mi abuelo. Mi madre lloraba afuera de la habitación. Mi abuela estaba a su lado, agarrándole la mano al hombre con el cual había compartido toda una vida. Cuando me vio entrar, mi abuelo sonrió y me preguntó: «¿Cómo salió Chacarita?» No recuerdo qué le contesté, pero cuando salí de la habitación, se murió.

Chacarita acaba de regresar a la Primera División. Vi por televisión una multitud en ese estadio que tantas veces imaginé y que no era así como lo creía. Tampoco es igual la camiseta y ya no existen los escudos de felpa. Pero cada vez que veo a Chacarita o a Cacharita, me acuerdo de mi abuelo. Entonces, cómo no llevar a Chacarita en un rincón de mi corazón

La belleza

Alessandro Baricco (Turín, 25 de enero de 1958) es un escritor italiano que transforma las palabras en bellezas. Entre sus tantos libros hay uno maravilloso: Seda. Una novela corta en extensión, larga en intensidad, que se desarrolla en el siglo XIX y que trata de una historia de amor de un comercienta de Occidente que se traslada a Oriente en busca de gusanos de seda para su industria textil.

Roger Federer (Basilea, 8 de agosto de 1981) es un tenista suizo que transforma el tenis en belleza. Sus tiros de revés asemejan a un bailarín ofreciendo una flor. Acaba de ganar, a los 35 años, su 19° título de Gran Slam y su octavo en Wimbledon (sin ceder un set).

Baricco escribió sobre Federer. Y la mezcla de ambos no falla: es belleza.  Aquí tienen el texto. Disfruten

 

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