de Jorge Búsico

Autor: busico (Página 1 de 2)

02/04/1982

El viernes 2 de abril de 1982 llegué a la agencia Diarios y Noticias (DyN) a las 7 de la mañana para cubrir mi turno matutino, que se extendía hasta las 13, en la sección Deportes. La agencia había comenzado a funcionar el 15 de marzo y yo tenía una mezcla de altas expectativas, nervios y autopresión, ya que deseaba trabajar ahí, una redacción con excelentes periodistas y un director honesto y valiente (Horacio Tato). Con la mayoría de ellos había compartido otra agencia, Noticias Argentinas (NA), en 1978-1979, en mis primeros pasos en el oficio de periodista. Tato, a quien admiraba, no me tenía mucha confianza, por lo cual esos primeros días los vivía con tensión, poniéndome a prueba en cada línea de cada cable que escribía. En Deportes éramos sólo cuatro: mi amigo de la vida, Ezequiel, estaba al frente y me había convocado; con los otros dos, Adrián y el Rolo, habíamos sido compañeros en NA y en Goles Match. Salvo en una parte de la tarde, cubríamos uno solo los tres turnos: mañana, tarde y noche. En el viaje en colectivo, esa mañana, iba pensando en cómo armar los anuncios de la actividad deportiva del sábado, qué les podía adelantar al que estaba a la tarde y en pedir el DDI, el teléfono de discado internacional, para hablar con algún Puma, ya que al otro día iban a jugar, como Sudamérica XV, contra los Springboks, en Sudáfrica. Tenía 23 años, así que también, seguramente, imaginaba las salidas por la noche del fin de semana.

Cuando entré a la redacción, a las 7 de la mañana de ese viernes 2 de abril de 1982, el jefe de turno, el Gallego Fernández, no me dejó ni llegar a mi escritorio: “Andate ya a la calle. Tomaron las Malvinas. Llamame  con todo lo que vayas viendo así armamos los boletines, y al mediodía volvete a escribir el cable”. No me dio ni tiempo de preguntarle algo; me entregó un puñado de cospeles y, firme, me volvió a decir: “Dale, andá que hoy será un día de locos”. En la redacción no éramos a esa altura del día más de 5 personas.

Recuerdo una mañana soleada, de poca actividad a esa hora y también me recuerdo no entendiendo nada de lo que estaba pasando. Enfilé rumbo a la Plaza de Mayo, ya que la agencia estaba a cuatro cuadras. Caminé por la Diagonal Sur mientras pensaba que en mi círculo, familia y amigos, nunca se había hablado mucho de las Malvinas. O eso creía. Quizá se hablaba y yo no lo registraba. No lo sé aún hoy. Mis primeros dos llamados desde teléfonos públicos alrededor de la Plaza fueron para decirle al Gallego que no se observaban movimientos y que apenas dos o tres personas sabían que los militares habían tomado las Malvinas. En ese momento del viernes, cerca de las 8 de la mañana, todavía no existía la conciencia de que estábamos en guerra y contra el poder del Reino Unido.

Todo me parecía una locura. Tres días antes en esa misma plaza, miles y miles de personas convocadas por la CGT habían ido a manifestarse contra la dictadura. La represión, como signo cruento y horroroso de ese período, fue brutal. Con Ezequiel y Alejandro Lomuto íbamos ese 30 de marzo de 1982 desde la agencia rumbo a la Plaza, cuando pasó un Falcón verde sin patente, con un hombre vestido de civil salido de la ventana y apuntándonos con un arma larga. Ezequiel atinó a decir “somos periodistas”, y los tipos, servicios de inteligencia, siguieron de largo. Todavía me dura el miedo cuando lo cuento.

A eso de las 10 de la mañana, la gente se empezó a agolpar frente a los negocios de la avenida de Mayo, que sacaban los parlantes a la calle para escuchar las noticias que daban las radios. Tiempos sin internet, no había otro modo de informarse si uno estaba en la calle. Llamé al Gallego y le conté todo lo que estaba viendo, que la gente estaba alegre porque “se recuperaron las Malvinas”. Volví a la agencia, escribí el cable y me quedé para completar la información deportiva, que, por supuesto, había quedado al margen.

En aquel entonces también trabajaba en la revista Goles, que había recuperado ese nombre original después de la experiencia de Goles Match entre 1979 y comienzos de ese 1982. Aquella redacción brillante había sido descabezada y tomada por el almirante Lacoste, el hombre fuerte del deporte en la dictadura, sobre todo en el Mundial de 1978. Lacoste había llamado un tiempo antes al director de la editorial –Abril- para decirle que si no lo echaba al jefe de redacción de la revista, ponía una bomba en el edificio. El jefe de redacción se tuvo que exiliar en España.

Ese viernes, desde DyN me fui a Goles, y allí se olía algarabía por lo que estaba pasando. Recuerdo, vagamente, cómo uno de los nuevos jefes, hombre de Lacoste, obviamente, me pidió que arme algo con el rugby y las Malvinas. Todo iba a girar alrededor de eso de ahí en más.

Ese viernes 2 de abril de 1982 también pensé, en medio de tanto trajín, en mis amigos. Somos de la camada 1958, la primera que hizo el servicio militar a los 18 años. Pertenezco al feliz grupo que se salvó por número bajo, pero otros no sólo la hicieron, sino que los volvieron a llamar por el conflicto con Chile por el Beagle -¡qué época monstruosa!- y temía que los convocaran de nuevo. Afortunadamente no pasó. Increíble: a los 18 años no podías votar, pero sí ir a una guerra. Teníamos 23 años y nos habíamos pasado buena parte de la infancia y adolescencia con Golpes de Estado y censura. Una herida que llevará décadas de democracia en cerrar.

En DyN se supo pronto que la guerra se perdía, que no había modo de ganar y que todos los comunicados que emitían las Fuerzas Armadas contaban un bajo porcentaje de lo que realmente ocurría. Pero los diarios, la TV y la radio se hacían eco de esos comunicados. “Vamos ganando”, titulaba la revista Gente, que vendía un millón de ejemplares por semana. Los medios instalaron un clima de euforia y triunfalismo. Engañaron a la gente como se los pedían los militares. Ahora le dicen fake news; ya eran expertos en eso. Así pasó que señoras grandes donaban las pocas joyas que les quedaban, mientras que familias enteras depositaban el dinero que no tenían para ayudar a los soldados. Los militares no sólo mataban; también eran especialistas en robar: bebés; muebles, viviendas y terrenos de la gente que secuestraban; todo lo que se recaudaba por Malvinas.

Cuando me juntaba con mis amigos y les decía que todo era mentira, que los ingleses nos estaban aplastando, no me creían. Les daba datos de lo que llegaba a la agencia, pero me decían que estaba equivocado. Era grande la frustración. La prensa nunca hizo un mea culpa, nunca reconoció su apoyo abierto a los militares. De hecho, los columnistas políticos de principales los diarios en la época de la dictadura son los mismos que están ahora, 45 años después.

Vino el Papa Juan Pablo II, vino el Mundial de España con la selección defendiendo el título y con Maradona. En menos de seis meses, DyN había vivido una guerra, una visita del Papa y un Mundial de fútbol. Hubo que esperar más de un año y medio para que el horror de la dictadura se terminara

Releer

Quizá por ese deseo irrefrenable y a la vez estéril de leer todos los libros que tengo pendientes, nunca hice una pausa para volver a leer a aquellos libros o autores que me dejaron una huella. Siento, como me pasa con las películas -no así con la música-, que no me van a alcanzar los días para leer todo lo que quiero leer. Es una especie de carrera contra el tiempo que sé que no voy a ganar. Pero, terco, la sigo emprendiendo. Voy anotando o guardando en la memoria lo que me falta aún leer, y la pila en vez de achicarse, se va agrandando. Termino uno y se suman dos.

La pandemia y el encierro al que respeté me dieron algo más de tiempo. Pero tampoco alcanza. Lo que sí ocurrió es que, creo que por primera vez, me dediqué a releer. Tengo por delante dos proyectos que me entusiasman y que por momentos me devuelven la adrenalina de ir hacia lo desconocido. Y es probable que ello me haya llevado a sostenerme de lo ya conocido.

En estos días releí libros de tres maestros que me marcaron en mi oficio de periodista escrito: Gabriel García Márquez, Rodolfo Walsh y Truman Capote. Acabo de terminar el último que me había propuesto. Era lo que necesitaba. La montaña de los pendientes creció, pero no importa. Ya habrá tiempo. Ahora había que volver atrás para poder seguir.  Releyéndolos me reencontré

 

Radio de mi corazón

Una de las mejores cosas que hice durante la pandemia fue haberme comprado una radio. Un día escuché fuerte el silencio que había en el departamento. Era cuestión de días para saber cuándo me iban a contestar las paredes. Mi equipo de música, que contiene la radio y que le da movimiento a la bandeja giradiscos, había dejado de funcionar. Transcurrían los primeros tiempos de la cuarentena estricta, por lo cual era impensable que algún humano viniese a arreglarlo. Probé con la radio en la computadora, pero la que tengo emite un sonido metálico imposible de aguantar más de una hora. La televisión no me atrapa. Aburrido, una noche le pasaba el dedo casi sin mirar a las fotos en Instagram cuando vi la propaganda de Spica, la marca que es un sinónimo de radio, sobre todo para los futboleros. No estaba en ese entonces acostumbrado a comprar por Internet, pero no lo dudé: tecleé los números de la tarjeta de crédito, y me entregué. Al día siguiente tocaron el timbre y era un hombre que venía a traerme la radio. Bajé y subí por el ascensor los 11 pisos con el corazón acelerado, y abrí la caja con el entusiasmo de la niñez cuando llegaba Papá Noel. El sentimiento se repitió cuando la vi; fue, efectivamente, como volver a la niñez. Hacía añares que no tenía una radio a transistores. Esas que la llevás de un lado a otro, que te la pegás a la oreja cuando no querés que escuchen los otros, que a veces tenés que buscar un lugar donde sintonice mejor. Desde ese día, está prendida todo el tiempo en el que estoy despierto. Bah,  muchas veces me duermo con ella encendida.

Buena parte de mi vida está asociada a la radio. Fue la primera que me despertó el gen del periodismo. Desde chico escuchaba a través de ella los partidos de fútbol los domingos y las peleas de boxeo en el Luna Park, los sábados a la noche. Los partidos imaginarios, con chapitas, muñequitos o figuritas, alrededor de un estadio (mi cama tenía un borde negro de metal, por lo cual con tiza blanca pintaba las publicidades), contenían mi relato. Como también relataba los partidos que se jugaban en las plazas. Imitaba a Muñoz, a sus comentaristas (Néstor Ibarra, Julio César Calvo, Zavatarelli, Julio Ricardo), a Lujambio y Roberto Ayala, a Cacho Fontana. “Y viene el gol, y viene el gol”. Iba repitiendo, mientras los escuchaba, los relatos de Cafarelli y los comentarios de García Blanco. “¡Caen los cortinados!” Los maestros Ulises Barrera y Ricardo Arias. Ahí también se mezcla, por un rato, la televisión, con los partidos del viernes a la noche y el domingo. Horacio Aiello y Oscar Gañete Blasco. “Desde la izquierda de su pantalla, señora…” ¡Atento Fioravanti!

En la primera parte de la vida, niñez y casi adolescencia, el vínculo fue exclusivamente con el deporte. Se suele decir, con absoluta razón, que la radio es compañía. También la relaciono con la imaginación, con la fantasía. Tiempos sin la TV tal como la conocemos (4 y después 5 canales, blanco y negro, escasa programación) y, obvio, sin Internet. Para saber cómo había sido un partido o un gol teníamos tres fuentes: El Gráfico, la radio y el diario, pero este era para los mayores. Si el relator decía que la pelota había entrado por el ángulo derecho, uno tenía que imaginar el resto de la jugada, porque el comentarista te contaba el final. Y dependiendo de la intensidad del relator (yo escuchaba a Muñoz, más de chico a Fioravanti), cuando te decía que pasaban la mitad de cancha para el lado del arco de tu equipo (River), empezabas a temblar. Si no ibas a la cancha, dependías de ese relato.

Y si ibas, también. Mencioné que la Spica tenía que ver con el fútbol porque era la radio más vista en la cancha. La radio formaba parte del equipaje a llevar. Era algo así: no podías ir a la cancha sin radio. Mi tío Tito, quien me empezó a llevar a ver a River desde los 6/7 años, portaba siempre la Spica de estuche de cuero marrón (ahora salió una edición vintage; la busqué, pero está agotada). Y lo más increíble es que escuchaba a River. O sea, escuchaba el partido que estaba mirando.  Los que no tenían radio podían pedirle a los que sí quién había tirado el centro o quién había hecho el gol si no lo pudo adivinar en el medio del tumulto del festejo. También podían preguntar el resultado de los otros partidos. O el de ellos. Cuando uno preguntaba “¿cómo van?”, no había necesidad de explicar a qué equipo se refería. El otro contestaba, bajo el mismo código: “empatan”.

Nunca llevé una radio a la cancha. Cuando me tocó ir con mi hijo, en los finales de la década de 1990, ya no te dejaban entrar con ella. La consideraban un “objeto contundente”. ¿Cuántas radios habrán volado al campo de juego? Miles. Pero en las plateas San Martín y Belgrano todavía se puede ver a los de 70 y 80 años con sus radios y auriculares. Es una postal del fútbol. La radio pegada a la oreja. Irse del estadio escuchándola; caminando, en el colectivo, en el tren o en el auto. Escuchando los goles, las declaraciones de los protagonistas, los resultados del campeonato y de otros deportes. El tenis con Moro o Salatino, el rugby con Nicanor González del Solar. La Oral Deportiva, la Cabalgata Deportiva Gillette.

El domingo era radio. Mis recuerdos tienen que ver con los chirridos de las transmisiones de automovilismo. El avión, los boxes, las miles de marcas de patrocinantes que salen al aire, los gritos, el ruido de los motores, las conexiones con las otras categorías. Aunque nunca fui fan de los fierros, salvo la Fórmula 1, que, apasionado, me despertaba temprano para seguirla por televisión. ¡Si habré llorado por el Lole Reutemann!

De la adolescencia en adelante, en mi matrimonio con la radio apareció la música. Modart en la Noche, Flecha Juventud, Las Noches de Crandall. Junto a los partidos y las tiras de deportes a la noche, antes de la cena. Después me encerraba en mi cuarto –hijo único- con una Noblex que tenía; enchufaba los auriculares, subía el volumen al máximo y así me quedaba durmiendo. Imaginando quién cantaba, cómo era el grupo, aprendiendo las letras y dándole rienda especialmente a la fantasía romántica, muchas veces tan dañina como la nostalgia.

Mi familia siempre escuchó radio. La recuerdo de fondo en la casa de mis abuelos. Mi padre trabaja de punta a punta con ella prendida de fondo y mi madre la tuvo como gran compañera hasta el fin de sus días, sobre todo después de la muerte de mi padre. En mi casa se veneraba a Cacho Fontana y al Negro Guerrero Marthineitz. Y se rememoraban los radios teatros con Nini Marshall.

Si Muñoz fue a quien más escuché antes de entrar en el periodismo, Juan Alberto Badía fue su espejo con la música. Más Nora Perlé, el peruano Pedro Aníbal Mansilla, Graciela Grace Mancuso, Nucha Amengual, Betty Elizalde. Soy de la generación que vivió los albores de la FM. Tengo un recuerdo imborrable de esas noches de encierro con auriculares: estaba escuchando música y, de repente, se interrumpió la transmisión para avisar que habían matado a John Lennon. Me quedé petrificado.

Cuando empecé al periodismo, la radio fue una compañera de redacción. Para armar un boletín con una noticia de último momento, o para seguir y anotar cambios y goles de un partido en el que no teníamos a nadie cubriéndolo. Una noche, en medio de un cierre caótico en Noticias Argentinas, me tocaba redactar, con crónica y síntesis, 3 partidos que debía seguirlos por radio. Dos salieron con otro resultado. A uno, le puse el del otro, y viceversa.

Al deporte y a la música le fui agregando algunos programas periodísticos, pero la cuestión era que después de tanto que había relatado imaginariamente y que había creado esa conexión, quería ver cómo era trabajar en radio. Era, de algún modo, mi sueño, más que el periodismo gráfico. Terminó siendo una mala experiencia. Mi primera vez no podía ser mejor: en Radio del Plata, mi favorita en las noches de música. Más aún: la radio quedaba a cuatro cuadras de mi casa. Fui a hacer un reemplazo por la mañana del entrañable Negrito Juvenal. Le fui sincero cuando me lo ofreció: “Negro, siempre quise que me llamaran para hacer lo que vos hacés”, que eran unos micros de deportes que salían en el informativo cada media hora. No resultó, no me adapté y hasta me terminaron mirando mal. No veía la hora de que vuelva el Negro. Pero me llevé un trofeo: charlas con Manito  Mansilla, aquel que seguía desde Modart en la Noche.

Opté por no volver a probar, aunque estuve en otros programas y, con el tiempo, me sentí algo más cómodo. Me fue mejor en la TV, pese a mi tremenda vergüenza a la exposición y a los prejuicios que tengo con ella.

Cuando me casé y me mudé a San Isidro, la radio pasó a ser la compañera en el auto. Aún hoy la prendo antes de arrancar. Música y, si es domingo, fútbol. Amo ese sonido que traen las transmisiones de fútbol. Disfruto incluso más el antes y el después de cada partido. Y durante la semana, un embotellamiento, que siempre hay uno, se soporta sin nervios transportándose con la música. Mi radio desde hace años es Aspen, 102.3. Está clavada ahí en el auto. A veces, aunque más en otros tiempos, me voy a Rock&Pop, Metro o Blue.

La radio también es la gran compañera cuando suceden hechos importantes. Está esa frase que es muy cierta: pegado a la radio. Y en esta historia no pueden faltar el Maestro Ariel Delgado y Radio Colonia. Otros maestros: Antonio Carrizo (sus charlas con Borges en Radio Rivadavia son de colección), Héctor Larrea, Mareco, Enrique Alejandro Mancini, Lalo Mir, Aliverti, Julio Lagos, el Tero Martínez Puente. Se me deben escapar algunos.

Tengo al alcance de mi mano en una de las bibliotecas, al costado del escritorio, una joya: Días de Radio, el libro que escribieron dos maestros, Carlitos Ulanovsky y el Nene Juan Panno, la entrañable Marta Merkin y la querida Gaby Tijman. Al lado tengo otro de Carlitos, sobre la historia de Radio Nacional. En Días de Radio, Ulanovsky (¡qué pena que se haya ido de TEA y Deportea!) escribe: “Ahora, a la distancia, me parece que me pasaba el día escuchando radio”. Me pasa.

Mañana, jueves 27 de agosto, se cumplen 100 años de radio en la Argentina. Enrique Susini, Miguel Mujica, César Guerrico y Luis Romero, que tenían entre 18 y 25 años, fueron los pioneros y a quienes los llamaron “Los locos de la azotea”. Este, de alguna manera, es una especie de homenaje a una compañera de tantas y tantas horas de mi vida. Con ella aprendí equipos de distintos deportes, ciudades, países, canciones, grupos, cantantes. Con ella me enteré de acontecimientos históricos, y con ella soñé y soñé.

El año pasado me mudé y volví al centro, al barrio de mi infancia. Dejé de usar el auto para ir a trabajar y, entonces, la radio perdió en mí la frecuencia habitual. Porque la radio del equipo de música empezó a fallar hasta que un día dijo basta en plena cuarentena. Entonces, cuando escuché fuerte el silencio en el departamento, hice una de las mejores cosas en la pandemia: me compré una radio. Está acá atrás, sonando, acompañándome mientras escribo este texto. Siento que siempre estuvo ahí

Hiroshima

Se están cumpliendo 75 años de uno de los actos más cobardes y horrendos que ha cometido la especie humana. Un 6 de agosto de 1945, Estados Unidos lanzó la primera bomba atómica. Lo hizo sobre la ciudad japonesa de Hiroshima, matando a más de 100 mil personas y dejando secuelas físicas y mentales a una cifra incalculablemente mayor. En septiembre del año pasado tuve la conmovedora experiencia de visitar Hiroshima y de recorrer su imponente Parque de la Paz, un lugar bello y prolijo como todo espacio verde en Japón, y que contiene, entre otros monumentos, dos especiales: la Cúpula de la Bomba Atómica,  que fue el Centro de la Exposición  Industrial  y cuyas paredes quedaron en pié, y el Museo Conmemorativo de la Paz, el edificio que guarda el registro de lo que pasó ese día a las 8.15 de la mañana.

Si el viaje a Japón me dejó un sabor a satisfacción que todavía conservo, la posibilidad de ir a Hiroshima es algo que agradeceré toda mi vida. Se los debo a mi profesión de periodista y al rugby, que me animaron, a los 61 años y con un largo recorrido encima, a trasladarme al Asia por primera vez, a volar durante más de un día y a trabajar con el horario cambiado. Fue una de las mejores decisiones que tomé. El Mundial, adonde fui para cubrir para La Nación y TNT las alternativas especialmente de los Pumas, me llevaba, al menos en la primera rueda, a Tokio y a Osaka, con varios huecos entre partido y partido, lo que nos permitía, al menos en esos primeros 20 días, recorrer varias ciudades de Japón a través del Japan-rail pass, un boleto que a cambio de unos 450 dólares por 15 días habilitaba a subirse a cualquier tren en cualquier horario y día. En el itinerario turístico, Hiroshima estaba primera en la lista. Escucho sobre ella desde que tengo uso de razón, pero, como siempre ocurre, todo lo que uno leyó, oyó o  vio durante tantos años cobra otra dimensión cuando se llega al lugar de los hechos.

La mejor alternativa que tenía para ir a Hiroshima era mientras estaba en Osaka, donde los Pumas se alojaron durante varios días para su partido con Tonga. Viví, como en todo el torneo, en el mismo departamento que Alejo Miranda, mi compañero de La Nación. Con él programamos el viaje, y una mañana soleada y calurosa de septiembre abordamos el tren bala (Skinkansen), que tardó dos horas para recorrer 330 kilómetros. En la estación JR nos indicaron –con la amabilidad, paciencia y precisión que se encuentra en todo Japón- que la mejor opción era, porque además estaba incluida en el boleto, la del Hiroshima Bus. Tras 20 minutos y cuatro paradas, nos bajamos en Heiwa-Kinen-Koen, el lugar del Parque de la Paz. En el trayecto tuvimos un pantallazo del centro de la ciudad, amplia y esplendorosa, aunque no con el lujo de Tokio, Osaka o Yokohama, por citar las más importantes.

Cerca de las 10 y media de la mañana, y cuando el calor ya empezaba a sentirse, lo primero que vimos al bajar del colectivo fue el esqueleto del edificio que sobrevivió a la bomba. La Cúpula de la Bomba Atómica, también conocida como la Cúpula Genabku, está ahí, inmóvil, cuidada, blanca, bordeada por hierros quemados, rodeada de verde y resguardada como memoria activa después de más de siete décadas. Al edificio lo construyó en 1915 el arquitecto checo Jan Letzel. La cúpula y las paredes no se derrumbaron como el resto de la ciudad por una sola razón: la bomba –a la que los norteamericanos apodaron siniestramente “Little boy”- estalló 600 metros justo encima de ellas, y como la onda expansiva se produjo hacia los costados, tal como cuando se abre un paraguas, la destrucción no las alcanzó. Ese bloque de cemento y acero tiene voz. Hay silencio, pero se lo escucha gritar.

Seguimos caminando. El corazón se agita, cuesta conseguir el aire, y no se debe solo al calor que cada vez se pega más a la piel. Al fondo del amplio parque está el Museo Conmemorativo de la Paz, moderno y austero. Todo en una sola planta. Se empezó a construir en 1949 y fue sumando salas y refacciones hasta la última reinauguración, en abril del año pasado. El ingreso es como cualquier gran museo del mundo: una sala amplia donde se recogen los folletos, se paga la entrada, se contratan las audioguías, y se puede tomar un café o un té. Pero no bien uno sale de lo formal, ya es recibido por el primer gran estremecimiento: una maqueta con forma de burbuja proyecta una vista de lo que fue la masacre. A la altura de la cintura de alguien de 1.70 metro se ve la ciudad como estaba a las 8.14 de ese 6 de agosto. De pronto, empieza a formarse una nube negra. Es la bomba que está cayendo. La luz se expande, estalla, y, en apenas segundos, lo que se ve es ese mismo terreno totalmente devastado.

Me quedé petrificado no sé cuánto tiempo mirando la misma secuencia. Cuando levanté la vista había distintos grupos con la misma mirada de angustia. Unos chicos australianos, una pareja francesa, varios orientales. Ahí se inicia el recorrido. La siguiente imagen es otro golpe de nocaut. Es una foto en blanco y negro tomada a las 11 de esa mañana. Es un grupo de chicos, desorientados, desolados, con las ropas ajadas y calcinadas. La foto es borrosa, como si estuviera fuera de foco. Desde la audioguía la voz nos indica que son las lágrimas del fotógrafo que cayeron sobre su lente. El fotógrafo es Yoshito Matsushige, quien esa misma mañana, a 200 metros del epicentro, tomó otra imagen del horror: una mancha negra que dejó alguien que estaba sentado en las escaleras de la entrada de un edificio.
Esa primera parte lleva como título “La devastación del 6 de agosto”. Luego sigue la de los daños producidos por la radiación. Fotos de hermanos que perdieron el pelo, otros con malformaciones, familias destrozadas. En el pasaje llamado “Gritos del alma” aparecen lápices, libretas, uniformes, triciclos, fotos, gorros, cartucheras, objetos que se fueron encontrados. También se exhiben otras fotos con la gente, sedienta, tomando el agua con cenizas que caía del cielo, sin saber que era peor aún. El recorrido es bajo una luz tenue y un silencio incómodo que nadie se atreve a alterar. Por momentos sentía que la angustia me mareaba.

Sobre el final del recorrido se representa la historia de Sadako Sasaki. Tenía 2 años el día de la bomba. Toda su familia murió. Ella se salvó porque la explosión, registrada a casi 2 kilómetros de su casa, la despidió por la ventana. Sadako encontró otra familia, fue al colegio, se empezó a destacar en los deportes, y, con ello, se transformó en un símbolo de la vida después de la muerte. Pero a los 11 años le diagnosticaron leucemia. Por ella, los médicos detectaron que esa misma enfermedad, producto de la bomba, estaba afectado a otros cientos de niños. Sadako murió a los 12 años. En las paredes están las fotos con el andar de su corta vida. En la última yace en el cajón, con la cara limpia y serena. No lo soporté. Me largué a llorar. Lloré y lloré durante largos minutos.

En honor a Sadako, en el Parque hay un Monumento a los Niños. Y hay una Llama de la Paz, encendida el 1° de agosto de 1964 y que se apagará una vez que no haya más armas nucleares en el mundo. También se levanta un muro en homenaje a las víctimas. Y hasta ondea una bandera de los Estados Unidos.

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Unos meses después de concretada la masacre, la revista The New Yorker, por la que han desfilado los mejores escritores y periodistas de los Estados Unidos, envió a John Hersey a Hiroshima para que retrate lo que había ocurrido. El resultado fue un número dedicado exclusivamente a ese tema, y la crónica de Hersey, directa y basada en hechos y datos reales, significó en su momento un paso adelante en las notas periodísticas en revistas. Hoy, The New Yorker reedita aquellos artículos.

Hersey centró su crónica publicada el 24 de agosto de 1946 en seis sobrevivientes, a los que entrevistó después de andar varios días sobre las ruinas de Hiroshima. Así comienza su artículo:

“Exactamente a las ocho y cuarto de la mañana, el 6 de agosto de 1945, hora japonesa, en el momento en que la bomba atómica estalló sobre Hiroshima, la señorita Toshiko Sasaki, secretaria del departamento de personal de East Asia Tin Works, acababa de sentarse en su lugar en la oficina de la planta baja y estaba volviendo la cabeza para hablar con la chica del escritorio de al lado. En ese mismo momento, el doctor Masakazu Fujii se estaba sentando con las piernas cruzadas para leer el Osaka Asahi en el porche de su consultorio privado, de frente a uno de los siete ríos deltaicos que divide a Hiroshima; la señora Hatsuyo Nakamura, viuda de un sastre, estaba de pie junto a la ventana de su cocina, observando a un vecino derribar su casa porque se encontraba en el camino de una línea de fuego de defensa antiaérea; el padre Wilhelm Kleinsorge, sacerdote alemán de la Compañía de Jesús, se reclinó en ropa interior en un catre en el último piso de la casa misionera de tres pisos de su orden, leyendo una revista jesuita, Stimmen der Zeit; el doctor Terufumi Sasaki, un joven miembro del personal quirúrgico del gran y moderno Hospital de la Cruz Roja de la ciudad, caminó por uno de los pasillos del hospital con una muestra de sangre en su mano; y el reverendo Sr. Kiyoshi Tanimoto, pastor de la Iglesia Metodista de Hiroshima, se detuvo en la puerta de la casa de un hombre rico en Koi, el suburbio occidental de la ciudad, y se preparó para descargar una carretilla llena de cosas que había evacuado de la ciudad por temor a la ataque masivo B-29 que todos esperaban que Hiroshima sufriera. Cien mil personas fueron asesinadas por la bomba atómica, y estas seis estaban entre los sobrevivientes. Todavía se preguntan por qué vivieron cuando tantos otros murieron. Cada uno de ellos cuenta que lo que los libró fueron muchos elementos pequeños de azar, un paso dado a tiempo, una decisión de ir adentro, tomar un tranvía en lugar del siguiente. Y ahora cada uno sabe que en el acto de supervivencia vivió una docena de vidas y vio más muertes de las que nunca pensó que vería. En ese momento, ninguno de ellos sabía nada”.

También en TNY se rescata otro valioso texto. A fines de ese 1945, Eugene Kinkead entrevistó a Paul Warfield Tibbets, Jr., quien comandó el avión de Combate de Escuadrón 509 desde el cual se lanzó la bomba atómica. Tibbets había participado en todo el proceso de elaboración del monstruo. Sabía perfectamente qué era lo que iba a hacer. Kinkead escribe, entre el desgarro y la precisión: “Cuando se arrojó la bomba, todos estiraron el cuello para mirar la enorme nube negra que se elevaba sobre la ciudad, un efecto muy diferente de todo lo que ellos había visto alguna vez. Luego, voló de regreso comiendo bocadillos de jamón”.

Sobre Tibbets se tejieron varias leyendas. La más difundida fue que se había suicidado producto de la culpa que sentía. Todo lo contrario. Tibbets, el hombre elegido por el gobierno del presidente Harry Truman, jamás se arrepintió de lo que hizo. Y vivió hasta los 92 años, muriendo recién en noviembre de 2007. Como buen hijo de su madre, bautizó al avión desde el que se arrojó la bomba nuclear con el nombre de ella: Enola Gay. Fue su madre, Enola Gay Hazard, quien lo alentó a seguir la carrera militar.
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El Museo Conmemorativo de la Paz de Hiroshima tiene, además del edificio principal de una planta, el Edificio Este, de 3 pisos, en el que se proyectan videos y se exhiben murales sobre el desarrollo de la bomba atómica y las armas nucleares, la historia de la ciudad y testimonios. También hay espacios para mensajes y desarrollos por la paz. Cerca de las 3 de la tarde me vi en un momento caminando sin sentido. No sabía si volver al Parque o emprender el regreso a Osaka. En el hotel donde se alojaban los Pumas había lo que se da en llamar “atención a la prensa”, que es un sinsentido para cualquier periodista que quiera hacer una cobertura seria de un Mundial y en un lugar como Japón. No había nada que hacer ahí. Había que seguir impregnándose de esto. Un periodista se nutre de estas experiencias. Nos hacen mejores. Cuando había que tomar una decisión nos miramos con Alejo. Ni lo discutimos. Nos habían recomendado la isla Miyajima, a 30 minutos de colectivo y otros 15 de ferry. Ahí fuimos.

Mientras el sol se escondía en el horizonte, pisando el mar celeste y apacible, fui tratando de guardarme en cada neurona lo que había visto y vivido. En Miyajima, adentro del mar, se levanta la puerta del santuario de Itsukushima, patrimonio cultural de la humanidad. El sol jugaba con ella mientras se iba. Es una postal. Intenté imaginarme en esa gente el 6 de agosto de 1945. En una guerra que ya estaba prácticamente terminado. En hasta dónde puede llegar la maldad humana. Agradecí lo que la vida me había dado. Y pensaba, también, que  algún día tenía que escribir sobre Hiroshima

Sitio Museo Conmemorativo de la Paz de Hiroshima

García Márquez y los Beatles: todo lo que está bien

Sería irrespetuoso de mi parte agregarle siquiera una coma a un texto de Gabriel García Márquez. Sólo diré una vez más que fue una de mis inspiraciones mayores en el periodismo y que creía que mis semejanzas con él provenían de dos afecciones: el miedo a los aviones y la superstición. Pero releyendo un libro que me cautivó en su momento -el que ilustra este post- descubrí que existe, ¡ay fortuna!, una coincidencia más: ambos escuchamos por primera vez a los Beatles más o menos en la misma época. Entonces me animé a continuar la senda del último texto que figura en este blog publicando esta maravilla a propósito de la muerte de John Lennon, el 8 de diciembre de 1980, y que el genial Gabo escribió ocho días después.
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Sí: la nostalgia sigue siendo igual que antes

Ha sido una victoria mundial de la poesía. En un siglo en que los vencedores son siempre los que pegan más fuerte, los que sacan más votos, los que meten más goles, los hombres más ricos y las mujeres más bellas, es alentadora la conmoción que ha causado en el mundo entero la muerte de un hombre que no había hecho nada más que cantarle al amor. Es la apoteosis de los que nunca ganan.

Durante 48 horas no se habló de otra cosa. Tres generaciones –la nuestra, la de nuestros hijos y la de nuestros nietos mayores- teníamos por primera vez la impresión de estar viviendo una catástrofe común, y por las mismas razones. Los reporteros de la televisión le preguntaron en la calle a una señora de ochenta años cuál era la canción de John Lennon que le gustaba más, y ella contestó, como si tuviera quince: “La felicidad es una pistola caliente”. Un chico que estaba viendo el programa dijo: “A mí me gustan todas”. Mi hijo menor le preguntó a una muchacha de su misma edad por qué habían matado a John Lennon, y ella le contestó, como si tuviera ochenta años: “Porque el mundo se está acabando”.

Así es: la única nostalgia común que uno tiene con sus hijos son las canciones de los Beatles. Cada quien por motivos distintos, desde luego, y con un dolor distinto, como ocurre siempre con la poesía. Yo no olvidaré nunca aquel día memorable de 1963, en México, cuando oí por primera vez de un modo consciente una canción de los Beatles. A partir de entonces descubrí que el universo estaba contaminado por ellos. En nuestra casa de San Ángel, donde apenas si teníamos dónde sentarnos, había sólo dos discos: una selección de preludios de Debussy y el primer disco de los Beatles. Por toda la ciudad, a toda hora, se escuchaba un grito de muchedumbres: “Help, I need somebody”. Alguien volvió a plantear por esa época el viejo tema de que los músicos mejores son los de la segunda letra del catálogo: Bach, Beethoven, Brahms y Bartok. Alguien volvió a decir la misma tontería de siempre: que se incluyera a Bosart. Álvaro Mutis, que como todo gran erudito de la música tiene una debilidad irremediable por los ladrillos sinfónicos, insistía en incluir a Bruckner. Otro trataba de repetir otra vez la batalla a favor de Berlioz, que yo libraba en contra porque no podía superar la superstición de que es un oiseau de malheur, es decir, un pájaro de mal agüero. En cambio, me empeñé desde entonces, en incluir a los Beatles. Emilio García Riera, que estaba de acuerdo conmigo y que es un crítico e historiador de cine con una lucidez un poco sobrenatural, sobre todo después del segundo trago, me dijo por esos días: “Oigo a los Beatles con un cierto miedo, porque siento que me voy a acordar de ellos por todo el resto de mi vida”. Es el único caso que conozco de alguien con bastante clarividencia para darse cuenta de que estaba viviendo el nacimiento de sus nostalgias. Uno entraba entonces en el estudio de Carlos Fuentes, y lo encontraba escribiendo a máquina con un solo dedo de una sola mano, como lo ha hecho siempre, en medio de una densa nube de humo y aislado de los horrores del universo con la música de los Beatles a todo volumen.

Como sucede siempre, pensábamos entonces que estábamos muy lejos de ser felices, y ahora pensamos lo contrario. Es la trampa de la nostalgia, que quita de su lugar los momentos amargos y los pinta de otra color, y los vuelve a poner donde ya no duelen. Como en los retratos antiguos, que parecen iluminados por el resplandor ilusorio de la felicidad, y en donde sólo vemos con asombro cómo éramos de jóvenes cuando éramos jóvenes, y no sólo los que estábamos allí, sino también la casa y los árboles del fondo, y hasta las sillas en que estábamos sentados. El Che Guevara, conversando con sus hombres alrededor del fuego en las noches vacías de la guerra, dijo alguna vez que la nostalgia empieza por la comida. Es cierto, pero sólo cuando se tiene hambre. En cambio, siempre empieza por la música. En realidad, nuestro pasado personal se aleja de nosotros desde el momento en que nacemos, pero sólo lo sentimos pasar cuando se acaba un disco.

Esta tarde, pensando todo esto frente a una ventana lúgubre donde cae la nieve, con más de cincuenta años encima y todavía sin saber quién soy, ni qué carajos hago aquí, tengo la impresión de que el mundo fue igual desde mi nacimiento hasta que los Beatles empezaron a cantar. Todo cambió entonces. Los hombres se dejaron crecer el cabello y la barba, las mujeres aprendieron a desnudarse con naturalidad, cambió el modo de vestir y de amar, y se inició la liberación del sexo y de otras drogas para soñar. Fueron los años fragorosos de la guerra de Vietnam y la rebelión universitaria. Pero, sobre todo, fue el duro aprendizaje de una relación distinta entre los padres y los hijos, el principio de un nuevo diálogo entre ellos que había parecido imposible durante siglos.

El símbolo de todo esto –al frente de los Beatles- era John Lennon. Su muerte absurda nos deja un mundo distinto poblado de imágenes hermosas. En Lucy in the sky, una de sus canciones más bellas, queda un caballo de papel periódico con una corbata de espejos. En Eleanor Rigby –con un bajo obstinado de chelos barrocos- queda una muchacha desolada que recoge el arroz, en el atrio de una iglesia donde acaba de celebrarse una boda. “¿De dónde vienen los solitarios?”, se pregunta sin respuesta. Queda también el padre MacKensey escribiendo un sermón que nadie ha de oír, levándose las manos sobre las tumbas, y una muchacha que se quita el rostro antes de entrar a su casa y lo deja en un frasco junto a la puerta para ponérselo otra vez cuando vuelva a salir. Estas criaturas han hecho decir que John Lennon era un surrealista, que es algo que se dice con demasiada facilidad de todo lo que parece raro, como suelen decir de Kafka quienes no lo han sabido leer. Para otros, es el visionario de un mundo mejor. Alguien que nos hizo comprender que los viejos no somos los que tenemos muchos años, sino los que no se subieron a tiempo en el tren de sus hijos

García Márquez contando la increíble trastienda de Cien años de soledad. Una joya.

Lucy In The Sky With Diamonds.

Vida

Frank Sinatra estaba apurado cuando grabó la primera versión de That’s Life. Transcurría un atardecer de la segunda mitad de 1966 y al astro le esperaba una cena con la actriz Mia Farrow, con quien estuvo casado entre ese año y 1968. A Jimmy Bowen, el productor, no le gustó como había salido la sesión; creía que la letra de That’s Life necesitaba un Sinatra al 100 por ciento. Entonces, se animó a lo que pocos se animaban: lo frenó cuando salía rumbo al encuentro con Farrow y le pidió que la grabara de nuevo. “Sentí que me hundía con sus ojos azules mirándome fijo, pero se dio media vuelta y volvió al estudio. Estaba enojado y entonces fue cuando la cantó de verdad; mordió la canción”, recordó tiempo más tarde Bowen. That’s Life salió a la venta en un LP que llevó el mismo título en noviembre de ese 1966 y significó un renacer de Sinatra en un tiempo en que el mundo giraba alrededor de los Beatles. Es, quizá por eso también, una de las versiones más rockeras de Sinatra.

That’s Life fue escrita por Dean Kay y Kelly Gordon, y la primera versión la cantó Marion Montgomery en 1963. Después de la de Sinatra, la interpretaron decenas de cantantes, pero ninguna le llegó a los talones a la de The Voice. En 2019 volvimos a escucharla y a disfrutarla esta vez en una de las películas icónicas de los últimos tiempos. That’s Life aparece cuatro veces en Joker. Es más: le pone el punto final. La voz de Sinatra sube y baja como lo requiere la letra de la canción: “Cabalgas en abril, te disparan en mayo. Pero voy a cambiar esta melodía cuando esté en lo alto de nuevo en junio”. Y es la frutilla del postre para acompañar en el otro sube y baja que transita una película que nos pasea por todos los estados, y que tiene a Joaquín Phoenix en un papel grandioso.

River Phoenix, también actor, fue la inspiración para su hermano Joaquín. Murió de una sobredosis a la salida de un bar. River era amigo y compañero de salidas de John Frusciante, el guitarrista que acaba de anunciar su vuelta a los Red Hot Chili Peppers. En una entrevista reciente, Frusciante dijo que “la música es infinita”.

Vuelvo a Sinatra y, en parte, a aquel apuro por encontrarse con Mia Farrow. Recurro a una maravillosa entrevista/perfil que le realizó el periodista Rex Reed a Ava Gardner, reproducida, en parte, en el libro El Nuevo Periodismo, de Tom Wolfe. Gardner, una de las actrices más bellas de la historia, fue la esposa de Sinatra entre 1951 y 1957. Reed escribe esta joya sobre Ava: “Su cuello, pálido y largo como un vaso de leche”. Su texto más adelante sigue así: “¿Y Sinatra? – Sin comentarios, le dice a su copa. Cuento lentamente hasta diez, mientras sorbe su bebida. Entonces, -¿Y Mia Farrow?- Los ojos de Ava se avivan hasta un suave verde césped. La respuesta llega como si cantidad de gatos lamiesen muchos platillos de crema – ¡Ah! Siempre supe que Frank acabaría en la cama con un chico”.

La vida de Sinatra les dio letra a numerosos periodistas y escritores. La escena que se detalla al comienzo de este texto fue revelada por el escritor canadiense Mark Steyn y reproducida por el diario El País de España. Pero nadie como el genial Gay Talese ha retratado al ícono de raíces italianas nacido en Nueva Jersey a fines de 1915. Talese admiraba a Sinatra y lo nombra en varios de sus libros. Su obra cumbre para el periodismo fue la nota que escribió para la revista Esquire y que llevó como título “Sinatra está resfriado”. El detalle es que armó una genialidad sin haber podido cruzar una palabra con Sinatra. La escribió en abril de 1966, unos tres meses antes de aquella grabación de That´s Life.

Talese incluyó ese texto en su libro Retratos y encuentros. Un pasaje de él: “Sinatra venía trabajando en una película que ya no le gustaba, que no veía la hora de acabar; estaba harto de toda esa publicidad sobre sus salidas con Mia Farrow, que esta noche no había aparecido; estaba molesto porque un documental sobre su vida que iba a estrenar la CBS en dos semanas se inmiscuía en su privacidad e incluso especulaba sobre una posible amistad suya con jefes de la mafia; estaba preocupado por su papel estelar en un programa de una hora de la NBC titulado Sinatra: un hombre y su música, en el que tendría que cantar dieciocho canciones con una voz que en ese preciso momento, a pocas noches de comenzar la grabación, estaba débil, áspera y dubitativa. Sinatra estaba enfermo. Era víctima de un mal tan común que la mayoría de las personas lo consideran trivial. Pero cuando este mal golpea a Sinatra puede precipitarlo en un estado de angustia, de profunda depresión, de pánico e incluso de ira. Frank Sinatra tenía un resfriado”.

No es casual que haya mezclado música con libros. Para mi duermen en la misma cama. Creo que las letras tienen sonido. Cuando me toca releer alguna de los textos que escribo periodísticamente, suelo hacerlo buscando música en cada palabra y en cada oración, y hasta lo acompaño moviendo el dedo índice como si fuese un director de orquesta. Encontré, salvando las distancias, claro, un espejo en esto que escribió Joan Didion en su indispensable libro El año del pensamiento mágico: “Nunca había llegado a aprenderme las reglas gramaticales, sino que me basaba únicamente en lo que me sonaba bien y lo que no”.

La música y la lectura me acompañan en estos momentos de reclusión por la pandemia tal como lo hacen desde mi niñez. Encuentro placer y sosiego cada vez que en mi casa me paro a ver las bibliotecas donde se apilan libros y discos. Sé que ahí voy a encontrar espacios de reflexión, felicidad y tranquilidad; que de ellos aparecerán las vías para escaparme de los malos pensamientos y de las rutinas del día a día.

Los estantes con libros y discos es una imagen que guardo desde muy chico. Es parte de la gran herencia que me dejaron mis padres. Tengo grabada como si fuera hoy la tapa del disco Please please me, de los Beatles, en el primer estante, casi al ras del suelo, en el living del departamento de Juncal entre Bulnes y Coronel Díaz. Ese disco salió a la venta en 1963, cuando yo tenía 5 años. En mi imaginación de niño, creía que en la tapa, John, Paul, George y Ringo estaban en un balcón cerca de casa y que algún día los iba a ver. Vivíamos en un séptimo piso desde donde se veía el río y la avenida Libertador. El edificio lo había construido un estudio en el que trabajaba mi padre y varios de los socios se habían quedado con un piso.

Please please me es mi primer registro musical. Aprendí inglés con sus canciones: I saw her standing there, Misery (mi primera canción favorita), Ask me why, Please please me, Love me do, Twist and shout. Estas dos últimas las bailaban mis padres en el living. Creo también que fueron mis primeros pases de baile. Mis padres adoraban a Sinatra. Bailaban con él y con Chubby Checker. La época del twist. Sonaba el jazz, con Louis Armstrong, Billie Holliday, Duke Ellington. Y, claro, Elvis.

Si hubo algo que los identificó a mis padres hasta el último momento de sus vidas fue el estar escuchando música. Siempre. En el tocadiscos, en la casetera, en los CDs, en la radio. Ay, los extraño. Pienso que ellos, aunque lejos, vivieron la Segunda Guerra Mundial. ¿Habrá sido como lo que estamos viviendo ahora? ¿Qué me dirían? Pondrían música. That’s Life

En memoria de mi gran amigo el Mono Carlos Layral, con quien compartimos el placer de la música durante tantos años.

Banquete

Yukio Mishima, exquisito escritor japonés cuya consagración transcurrió tras suicidarse en 1970 mediante el harakiri, describe en su maravillosa novela Después del banquete, la vida de un restaurante propiedad de Kazu, la protagonista de la historia junto al político Noguchi. A través de sus páginas, desfilan los menús preparados para cada noche: miso blanco con champiñones y cuajada de semillas de sésamo (sopa); rodajas finas de calamar en salsa aliñadas con perejil y limón (pescado crudo); zorzales asados en salsa china, bogavante, vieiras, nabos en adobo, cogollos de regaliz (entrada); carpas pequeñas con lubina asadas en sal con limón (pescado asado). Mientras sucede la trama de una pareja que se casa y luego se separa en medio de los banquetes y las elecciones legislativas, Mishima pasea al lector por las delicias de la comida de su país.

El consagrado Haruki Murakami se refiere en su libro De qué hablo cuando hablo de escribir al bar de jazz que tenía antes de convertirse en escritor, mientras que el premio Nobel Kazuo Ishiguro también detalla los días de un bar al que concurre Masuji Ono, el pintor que le da vida al personaje de su novela Un artista del mundo flotante. Nada de esto es casual. La gastronomía es una de las tantas facetas que sobresalen en la milenaria cultura japonesa. Desde hace unos años, además, ha salido al mundo y es uno de los principales productos de exportación y de interés para el boom turístico que vive este país.

A tal punto ha conquistado la gastronomía japonesa al mundo, que en Europa hoy es un furor el konjac, una planta con virtudes medicinales que se cultivó en Japón durante siglos. Cocinado de múltiples formas, se volvió popular por sus bajas calorías.

Jiro Ono tiene 85 años y se hizo famoso gracias al documental Jiro, sueños de sushi. Su local en Ginza, una de las tantas zonas céntricas de Tokio, quizá la más lujosa, está ubicado en una estación de subte y tiene lugar para sólo 10 personas. Ostenta tres estrellas Michelin y para sentarse a comer hay que reservar con varios meses de anticipación y estar dispuesto a pagar unos 350 dólares por cabeza. Más modesto es el señor Kita, a cargo de Umai-ya, uno de los miles de locales de comida callejera que existen en todo Japón. Este está en Osaka y sólo cocina takoyaki, las bolas de pulpo frito. Cinco mesas se aprietan en su local. Un plato con ocho bolas vale 4 dólares. Un manjar.

Kita es uno de los protagonistas de la serie Street Food lanzada por Netflix. Lo busqué a través del Google Maps, indispensable para moverse en Japón. Cuando le pregunté si era él, tras encontrarlo en el comienzo de una de las tantísimas calles techadas que hay en Osaka, me respondió bajando la cabeza y la mirada. Su mujer, más orgullosa, me dijo que sí, que era el mismo. Kita abre su local de 11 a 20 y estima que lo atenderá hasta que cumpla 100 años. La otra faceta de este país: trabajar y trabajar sin parar, hasta al punto de perder la líbido y el cuidado de sus ancianos, y también de caer en la frustración y de registrar una de las tasas de suicidios más altas del mundo.

También en Osaka, adonde estuve una semana ya que allí los Pumas jugaron ante Tonga por la Copa del Mundo, trabaja otro de los cocineros captados por la serie de Netflix. Toyo es todo un show cocinando el atún asado con un soplete que maneja como una espada y que lanza largas llamaradas. Siempre sonriendo, Toyo tiene cada día frente a si una cola de al menos una cuadra para comer un plato a un valor de 8 dólares.

Volviendo a Tokio, otra experiencia gastronómica alucinante es llegar hasta Shinjuku, una especie de Times Square de Nueva York -pero más apabullante desde las multitudes y la tecnología- y meterse en sus delgadas calles en las que apenas entran dos o tres personas de ancho para comer pescado de todos los tipos y de todas las formas en locales mínimos, sin ventilación alguna y con un olor a frito que se pega en la piel. Un plato ronda los 15 dólares. A la noche explota de turistas.

En su libro Sushi, ramen, sake, el escritor y cocinero estadounidense Matt Goulding describe la historia de Sawada, considerado un artesano en la creación del sushi. Se trata de un ex camionero que explica que el gran secreto es el arroz: su temperatura, su textura, su avinagramiento. Sawada no tiene empleados. Todo lo hace él junto a su mujer: comprar el pescado, armar las piezas y limpiar el local cuando cierra. Sólo sirve seis comidas al mediodía y otras tantas a la noche. No aspira a dejar de trabajar, sino a bajar la producción a ocho platos por día.

Goulding dice sobre Sawada en un párrafo que replica el diario El País de España: “Seguramente podría levantarse a las 9 de la mañana, hacer que le lleven el pescado hasta la puerta, utilizar un sistema de refrigeración estándar para congelar sus ingredientes (Sawada tiene uno de refrigeración con hielo), contratar a un joven aprendiz para que limpie la barra después de la cena y aún así seguiría sirviendo uno de los sushis más alucinantes de Tokio. Pero no lo hace. Porque en Japón lo que importa no es el fin, sino el medio”.

La literatura se une a la gastronomía, como el animé al karaoke, y lo milenario a lo último de la tecnología. Japón es toda una experiencia. Recorrerla durante la Copa del Mundo de rugby fue uno de los viajes que más disfruté en mis cobertutras periodísticas. En Tokio, especialmente, todo es lindo. Hay un sentido de la estética muy marcado en todos los detalles. Y en ese andar, la comida es otro viaje. Descalzarse en buena parte de los restaurantes, hacer equilibrio para entrar en el mínimo espacio que hay entre la mesa y la banqueta, ponerse un kimono, pisar el tatami, ver cómo te cocinan al lado tuyo o elegir los platos que circulan como si fuesen las valijas en las cintas de los aeropuertos (uno va acumulando los platitos, cuyo valor lo da el color de cada uno) forma parte de un ritual que le da todavía un sabor más especial.

Además, está la aventura de encontrar un buen lugar para comer en un subsuelo o en un séptimo piso. Hay otro Japón en las alturas y otro, especialmente en Tokio, abajo del suelo, como el caso de Jiro Ono. Porque las estaciones de subte y trenes son tan grandes que a veces se puede tardar media hora buscando una de las salidas que lleve a la calle.

Kazu, que había abandonado y vendido su restaurante para acompañar a su marido en su carrera política, y también en busca de ser sepultada en una tumba aristocrática, cuando se separa vuelve a su gran amor, que es ese lugar donde se cocinan las delicias que tan maravillosamente bien detalla Mishima. Porque Japón es eso: un banquete

¿Será el verano?

Los dos libros que llevo leídos en lo que va del año tienen, cada uno, un hilo conductor en uno de los personajes, ambos hombres: alguien que, de pronto, deja todo y se va. Sin anunciarlo, sin pensarlo, sin planificarlo. Respondiendo a un impulso que lo saca de la rutina y lo traslada a algo desconocido. Saliéndose de él mismo. En Tren nocturno a Lisboa, de Pascal Mercier, el profesor Raimund Gregorius, abandona Berna de un día para el otro para irse tras los rastros de un libro escrito por el médico portugués Amadeu Prado, impulsado también por el encuentro con una bella portuguesa que está a punto de suicidarse –o no- desde un puente. Escribe Mercier en las primeras líneas: “El día a partir del cual ya nada sería como antes en la vida de Raimund Gregorius, comenzó como tantos otros días”.

El otro corresponde a uno de mis escritores favoritos, Paul Auster: El libro de las ilusiones. Allí, Hector Mann, un actor de películas mudas -nacido en la Argentina- sale del mundo de todos sus días de un día para otro. Escribe Auster a través del otro personaje central del libro, el escritor y, como Gregorius, profesor, David Zimmer: “Doble o nada, la última de las doce comedias breves que realizó a finales de la época muda, se estrenó el 23 de noviembre de 1928. Dos meses después, sin despedirse de amigos ni conocidos, sin dejar una nota ni informar a nadie de sus planes, (Mann) salió de la casa que tenía alquilada en North Orange Drive y no se lo volvió a ver nunca más”.

El departamento de Gregorius quedó intacto, con un disco de portugués en el platillo del tocadiscos. Mann dejó su DeSoto azul estacionado en el garaje. Si bien luego los rumbos de ambos se van bifurcando en ambos libros, hay un punto central en común: se van. Y mientras terminaba el de Mercier y empezaba el de Auster, y me sorprendía que ya en la primera página se repetía la fórmula, empecé a recordar la cantidad de veces que yo quise ser ese personaje, el de la fantasía de un día para el otro trasladarme a otra realidad, de instalarme en otro lugar y arrancar de nuevo, como si lo anterior y lo actual no existiesen.

Tiene mucho de la famosa fuga geográfica lo que todavía, aunque con menos intensidad, me atrapa en los pensamientos. Creer, fantasear, ocultar, que la solución es irse. A lo largo de mi vida me he está estado yendo. Algo de eso escribí en mi despedida del blog Periodismo Rugby, hace ya dos veranos. ¿Será el desapego de la rutina que dan las vacaciones, el contacto con el mar y la playa, la los libros, las caminatas y el desagote de los conductos que van al cerebro lo que me lleva a escribir de nuevo sobre este tema? Puede ser.

¿A alguien del auditorio no le ocurrió al menos una vez eso de pensar de salirse de la realidad y pasar a otra sin saber qué hay del otro lado? ¿A alguien alguna vez no se le dibujó el pensamiento: “largo todo y me voy en busca de otra vida”? Tomarse un avión e instalarse en cualquier lugar del mundo. O abordar un tren –mis fantasías tienen que ver con los trenes, por eso me atrapó tanto Gregorius, que se sube a un tren a lo largo de casi dos días, durmiendo en camarotes- y viajar y viajar, y bajarse en cualquier estación y quedarse ahí.

Irme es un tema que hablo a menudo con mi terapeuta. Las fantasías las traigo desde la niñez. Hijo único, muchas veces me quedaba solo y allí fantaseaba con los trenes, con irme, con estar en otro lugar, en otra realidad, cuando la mía tenía todo como para quedarse ahí. Pero pasaba. Y pasa. Aparece cuando viene un problema o una situación que no quiero afrontar. Entonces, ¡zas!, el primer pensamiento –que en mi caso es el que hay que dejar pasar- es irme. Ni sé dónde. Pero irme.

“Nuestras vida es esas fugaces formaciones de arenas movedizas que forma un golpe de viento y que el siguiente destruye. Estructuras de futilidad que son arrastradas antes de que se hayan formado como es debido», escribe Amadeu en el libro tras el cual escapa Gregorius.

“El hombre no tiene una sola y única vida, sino muchas, enlazadas unas con otras, y ésa es la causa de su desgracia”, cita Auster al escritor francés Francois-René de Chateaubriand en el prólogo de su libro.

La vida es una exploración constante. Hay que vivirla plenamente. Yéndose o quedándose. Aceptando nuestros destinos, estén donde estén o vayamos donde vayamos

40

Lo agradezco. Madrid me despide de Europa con un cielo azul, limpio y con una temperatura agradable para lo que es el avanzado otoño en estas latitudes. Caminé por Gran Vía, Sol, Plaza Mayor, Fuencarral, Cibeles, Neptuno, Alcalá. Almorcé en Malasaña y tomé sol en Oriente mientras me servían una sopa bien caliente. Vengo de unos días helados y lluviosos; primero en Edimburgo y luego en Londres. Lo agradezco. Me vine hasta aquí a trabajar –cubrí los dos últimos partidos de los Pumas para La Nación- y a festejar: mis 60 años de edad, mis 40 años de periodista y el haberme salvado de una operación de divertículos que asomaba complicada. Me hice ese regalo. Lo sigo disfrutando mientras escribo estas líneas unas horas antes de regresar a la Argentina. Lo agradezco.

El 24 de noviembre pasado cumplí cuatro décadas en el periodismo. Creo que no me pudo tocar mejor lugar para celebrarlo: en Murrayfield, Edimburgo, cubriendo el test entre los Pumas y Escocia. Ni en mis mejores sueños cabía que 40 años después de mi primer día iba a estar ahí, en una de las ciudades más bellas del mundo –hasta los ingleses dicen que es la más linda del Reino Unido, por sobre Londres-, en un estadio que cuando era chico ansiaba conocer y con la posibilidad, nada menor en estos tiempos, de trabajar en lo que sigo eligiendo. Siento, sin que esto signifique un alarde de nada, que soy un privilegiado. Hace poco, Keith Richards dijo que se iba a morir tocando la guitarra y que eso no era un acto de vanidad, sino simplemente porque no sabía hacer otra cosa. A mí no me sale otra cosa que el periodismo, y dentro de ello, donde más vivo me siento es escribiendo.

Hay una voz interior del oficio que me dice que esta nota debí escribirla el 24 de noviembre, justo cuando se cumplieron 40 años. Pero hay otra voz, que supongo que sale desde el transcurrir de los años, que me susurra que ya no hay apuros, que la haga cuando salga. Este blog es así. No corre, no fija fechas, sale lo que viene. Además, hubo otros motivos. El sábado tuve que trabajar hasta la madrugada británica mandando el material para el diario y, también, no pude despegarme de todo lo que llegaba desde Buenos Aires con la suspensión de la final entre River y Boca por la Copa Libertadores. El periodismo no logró quitarme, salvo en un pequeño lapso, mi pasión gallina. Quizá podría haberlo escrito el viernes a la noche, pero este viaje, como apunté, era para celebrar, así que ese día me fui a cenar con mi amigo Michi Lorences, con quien viajamos a Edimburgo desde Madrid.

Así que estoy rememorando estos 40 años ahora, unos días después de la fecha exacta. Jamás olvidaré aquel viernes 24 de noviembre de 1978. Tenía 20 años y un mes, y estaba terminando el primer año de la cursada de periodismo en el Círculo de la Prensa, después de despedirme de dos años a los tumbos en la Facultad de Medicina de la UBA. Nunca fui bueno estudiando, y para ser médico se necesitan horas y horas diarias frente a los libros. Además, en esa época me importaba más divertirme. Adoraba la noche y las salidas con amigos a lo que fuese y pasar buena parte del día en el club CUBA. La llave me la dio Ezequiel Fernández Moores, íntimo amigo y compañero en el colegio San Agustín desde tercer grado. Él también estaba en el Círculo de la Prensa, ya casi terminando, y trabajaba en la agencia Noticias Argentinas (NA). Una tarde nos cruzamos en las escaleras del Círculo, que estaba en Rodríguez Peña 80, a una cuadra de Plaza de los Dos Congresos, frente a un Congreso inactivo en épocas de dictadura. “Hay un lugar en la sección Deportes porque echaron a uno. ¿No querés presentarte? Yo te recomiendo”, me dijo Ezequiel. Recuerdo perfecto mi respuesta: “Pero mirá que apenas escribí algunas cartas”. “No importa. Andá”, me insistió. Y al otro día me avisó que me esperaban el viernes.

Ese viernes soleado, caluroso, amanecí siendo un manojo de nervios. Me puse el único traje que tenía, que me lo había regalado mi abuelo Guillermo para cuando me recibí en el colegio, en 1975. Nunca más lo había usado en esos casi tres años. Caminé por Juncal hasta Pueyrredón, donde tomé el colectivo 61 hasta bajarme en Alem y Córdoba. Subí por Córdoba casi hasta Florida y entré en la galería que estaba debajo de Harrods, donde en el subsuelo funcionaba NA. No podía imaginarme lo que el destino me tenía preparado.

NA era tal como la llamábamos: una cueva. Quizá la cueva donde se respiraba más periodismo en el mundo. O donde más lo respiré yo, porque era un periodismo certero, sin sanata, conciso, valiente para esa época nefasta, y anónimo, en el cual el ego que tenemos los periodistas había que guardárselo en un bolsillo. La redacción era un ambiente sin ventanas, con unos turbos prendidos al máximo que envolvían el humo del cigarrillo y hacían volar las hojas que estaban arriba de las mesas. A la entrada, sobre la izquierda, se montaba una pila de diarios de todo el país. A la derecha estaba fotografía. Directo desde la puerta se veía la sección Deportes, separada del resto de la redacción por una mampara y con lugar para un solo escritorio y otra máquina de escribir sobre una de las paredes. A la derecha estaba el resto de la redacción, en la cual entraban 6 redactores, el jefe de turno y detrás de él, los teletipistas. Al fondo, el baño y al lado, el despacho del director, el maestro Horacio Tato.

Cuando llegué esa mañana, a eso de las 9, el jefe de Deportes, el Negro Eugenio Paillet, quien terminó siendo mi primer maestro de los muchos que tuve en el periodismo, estaba en una rutina que en ese entonces no entendí pero que después se me hizo costumbre: hablaba por teléfono con una especie de manija que se encajaba en el hombro para dejar las dos manos libres y así escuchar y escribir al mismo tiempo. Me pareció frenéticamente genial. Cuando terminó, me miró de arriba abajo y, lapidario, me dijo: “Pibe, acá no es necesario que vengas de traje. Esto no es una oficina”. Le hice caso. De ahí en más usé el look de esos tiempos: pantalones ajustados arriba y excesivamente acampanados abajo, camisas de bambula desabrochadas hasta el ombligo, botas y todo tipo de adornos (pulseras, collares, tobilleras). Tiempo después supe que Tato insinuó que era gay.

El Negro Pailet escribía, me hablaba, atendía el teléfono, grabada en un viejo grabador de cassette, me hablaba, gritaba “boletín”, salía corriendo hacia el jefe de turno, volvía, se sentaba, me hablaba, se reía con el Negro Vergara, una enciclopedia del periodismo con su botella de ginebra al lado, me hablaba, fumaba, me aconsejaba. Ese día me habló de la importancia de la cabeza noticiosa (la pirámide invertida, la que hasta hoy defiendo con uñas y dientes, la que lleva lo importante arriba y lo menos, abajo) y me explicó que se escribía en tres hojas con dos carbónicos: una quedaba en la sección, otra en la mesa del jefe de turno y la tercera iba para el teletipista, el último engranaje para que después esa noticia se distribuyera en las teletipos de todos los abonados. No se firmaba y cada cable (así se llamaban los textos noticiosos) llevaba las iniciales del que lo escribía. En el futuro, los míos –muy pobres durante un largo tiempo- se identificaban con JB.

Hasta que en un momento el Negro me dijo: “Sentate en esa máquina y escribí algo. Yo me voy, dejámelo arriba del escritorio”. Cuando el Negro se fue, entró el querido y recordado Mario Strin, un menottista empedernido que fumaba un cigarrillo tras otro, pero con una particularidad: no les daba más de dos pitadas; el resto se consumía en el cenicero, que era una montaña de cenizas. Mario me preguntó de qué equipo de fútbol era. El también simpatizaba por River. “Seguí escribiendo”, me dijo. Yo, juro, no sabía ni dónde estaban las teclas de esa Olivetti. Tardé como una hora para escribir una carilla. Hasta que a esa de las dos de la tarde me dijo que me vaya, que cualquier cosa me iban a llamar. Dejé mi teléfono (de línea, el de la casa de mis padres, donde vivía) y me fui creyendo que ahí se había terminado todo. En la sección estaban el Negro, Mario, Ezequiel y el Gordo Del Corro. Pensé que no había lugar para mí.

A eso de las cinco de ese mismo viernes, mi madre me avisó que me llamaban por teléfono. Yo estaba en mi cuarto escuchando música. Era el Negro Paillet: “¿Te podés ir hasta el hotel Los Dos Chinos? Llegó el Deportivo Cali y necesitamos que vayas a cubrirlo”. Ni pregunté qué tenía que hacer. Dije que sí. Esa misma noche, un amigo, Edu de Cabrera, me presentaba una chica. Lo llamé y le dije: “Edu, haceme la gamba; ¿me buscás por el hotel Los Dos Chinos a las 8?”. Edu, amigo, me dijo que no había problema. Tenía auto. Yo no. Me tomé el 60 en Junín y Juncal y me fui hasta Constitución. Cuando llegué al hotel estaba entrando Carlos Bilardo, DT del Cali, que el martes tenía que jugar la revancha de la Libertadores con Boca. “Necesito hablar dos minutos con usted”, le dije. “Me tengo que ir ya a Canal 13”, me respondió, pero debe haber advertido mi cara de angustia y, al final, se quedó unos minutos hablando conmigo. No me acuerdo que le pregunté. Entré al hotel, abordé a otros tres jugadores y busqué un teléfono ahí mismo para pasar la información a la agencia. Hice todo en menos de una hora. No por cumplir con NA, sino porque me esperaba una chica. Me felicitaron por la rapidez. “Así se trabaja, pibe. Te felicito”, me dijo el Negro. No sabía en ese entonces que en las agencias de noticias se privilegiaba la rapidez. Había que salir antes que la competencia. Sentí que la cara se me transformaba de felicidad. Tanto que todavía no recuerdo nada de lo que pasó después; ni el nombre de la chica ni dónde fuimos con Edu y su novia. Edu murió en enero del año pasado. Siempre le deberé una grande. Quizá la pueda saldar con su hijo, que estudia periodismo en Deportea.

Al otro día, el sábado, me volvieron a llamar. Fui a cubrir el entrenamiento del Cali a los Bosques de Palermo. Con el Flaco Durán de fotógrafo. Y así seguí hasta hoy. En estos 40 años tuve la fortuna de estar apenas un mes sin trabajo. Pasé por las agencias de noticias NA y DyN; por los diarios La Razón, La Voz, Sur, Página 12, Clarín; por los canales 9, 7, 11, 2 y 13, TyC Sports, ESPN, TyC; por las radios Del Plata, Splendid, Excelsior; por las revistas Goles Match, La Deportiva, Somos, El Ciudadano, Tenis Semanal; fundé el blog periodismo-rugby; cubrí decenas de eventos en el exterior; viví la máquina de escribir, la teletipo, el fax, la computadora, internet, el mail, las redes sociales, los blogs, los podcast, el cable, los teléfonos móviles de distintos tamaños y funciones. Me mantengo en TEA y Deportea desde su fundación -las dirijo a ambas escuelas- y como columnista de rugby de La Nación desde 2006, al poco tiempo de irme de Clarín. Escribí cuatro libros. Todavía disfruto de la adrenalina de escribir contra reloj y añoro la locura de las redacciones, los largos cierres, las noticias que llegaban a último momento y obligaban a cambiar todo, la edición, la elección de las fotos, las cenas multitudinarias hasta la madrugada, las charlas en los pasillos, el bullicio, los maestros que había en cada redacción, las discusiones, las reuniones de edición, los sumarios. Me considero aún un animal de redacción, pero ya no tengo energía para volver a esa rutina que me comió buena parte de mi salud.

En otro momento quizá me dedique a escribir sobre lo que viví en el periodismo en estos 40 años. O no. En este post quería celebrar y contar este viaje, en el cual también estuve en Londres. Ahí, en Twickenham, pude completar una especie de Grand Slam personal con los Pumas. Me faltaba verlos con los Barbarians. Y lo hice. Como con los All Blacks, los Wallabies, los Springboks, Inglaterra, Escocia, Francia, Irlanda, Gales, Italia y los Lions. Un pequeño gustito. Disfruté del frío helado de Edimburgo, de la lluvia de Londres y del sol y de la comida de Madrid. Conseguí además dos joyitas que venía buscando desde hacía un buen tiempo: los libros El puente y Vida de un escritor, ambos del genio de Gay Talese. Salí de la librería en Madrid con una sonrisa que hubiese sido digna de retratar. Como la que lucí el día que me fui a Richmond, otro de mis lugares en el mundo. O cuando me junté con mi amigo Ferni a cenar en Salamanca, o cuando salimos de paseo con mi adorada sobrina Lucía, o cuando fui con mi amigo Rex a Twickenham. Durante 17 días caminé feliz por las calles europeas sabiendo que estaba de celebración. Lo agradezco

* Este texto fue terminado el 6 de diciembre de 2018. Decidí publicarlo, a modo de cierre, en las últimas horas del año en que cumplí 60 de edad, 40 de periodista y en el que esquivé -por ahora- una delicada operación. ¡Feliz 2019!

60

Cuando inventé el blog periodismo-rugby, en los albores de septiembre de 2006, decidí que los títulos de los textos llevasen sólo una palabra. Sin ser para nada original, busqué darle un estilo propio. En esa sintonía, cuando un club o un personaje cumplían años, el título era un número. En el centenario, por ejemplo, era 100. Hoy me toca a mí, en otro blog, en éste que empecé el año pasado y al cual tengo abandonado hace un buen tiempo. El presente post se titula 60 porque, ¡oh que audaz!, he arribado a los 60 años; a las 6 décadas; al LX, large extra, en número romanos. Entendí, entonces, que significaba una preciosa oportunidad para volver a sentarme frente a una computadora y ensayar unas palabras que no fuesen las de rugby que escribo todos los jueves en el diario La Nación, en lo que es mi único contacto con el diario de papel, ya que lo concerniente al periodismo lo sigo ejercitando todos los días en TEA y Deportea, mi sostén económico pero, sobre todo, mi genuina conexión con el oficio que elegí hace 39 años y 11 meses. Sí, en un mes cumpliré 40 años en el periodismo y quizá eso merezca otro manuscrito, que probablemente lleve como título: 40.

Nací en la madrugada del viernes 24 de octubre de 1958 y aquí estoy el miércoles 24 de octubre de 2018. Escorpiano, hijo único, pertenezco a una camada, la del 58, que vivió mucho pero que, creo, llegó tarde a todos los grandes movimientos. Éramos aún chicos en los actos revolucionarios de la cultura en las décadas de 1960 y 1970, y un poco grandes en todo lo que vino con y después de Internet, más todos sus derivados. Estábamos lejos de los que comandaban los cambios y estamos lejos de los millennials. Vengo de una generación del medio, pero que se las arregló para, de todos modos, empaparse con todos los sucesos de este último medio siglo y monedas.

No sé si les ha pasado cuando se vieron cerca de algún número redondo, pero hace unos años que me vengo preguntando qué iba a ocurrir cuando llegase a los 60. Hoy puedo decir que no pasa nada, que es un día más, que hay que festejarlo porque llegué a esa cifra y que la gran diferencia es que no diré más 59 cuando me pregunten la edad. Pero no quiero hacerme tampoco el superado. Es un numerito. Faltan solamente 5, si es que este gobierno no cambia la fórmula y si es que llego también, para transformarme en un jubilado, algo que, a decir verdad, no me disgusta tanto, ya que siento que merezco un descanso después de tantos años trabajando intensamente.

No ha sido sencillo este año, el año de los 60. Venía de un stend, tuve un colapso personal a mitad de año y dos internaciones consecutivas: primero me operaron de una hernia inguinal; salí y al otro día volví al sanatorio con una diverticulitis grave. Me salvé de la operación esos días, pero los médicos me avisaron que debía pasar por el quirófano no más allá de noviembre. En estos dos últimos meses me estuve cuidando con las comidas –pollo, pescado, calabaza; casi no salí de ahí- para llegar bien a la operación, que anunciaba un post bastante complicado, con regreso a la vida normal recién en los primeros días de 2019. En todo este tiempo mi cabeza, que suele no detenerse durante las 24 horas, planeó decenas y decenas de escenarios, la mayoría nada simpáticos. Fui programando mi vida para estar out de todo durante noviembre y diciembre, y, debo confesarlo, hasta le había encontrado algo de comodidad, ya que en ese tiempo tenía, con certificado médico, la excusa para delegar obligaciones. Me esperaba, en el reposo, una pila de libros que aguardan ser leídos.

El cirujano me dijo que coma de todo y el gastroenterólogo, que opera con ese cirujano, que no coma verduras ni semillas. No se pusieron de acuerdo, pero opté por seguirlo a este último, ya que no quería correr ningún riesgo. Mi meta era llegar bien a noviembre, hidratado y fuerte física y mentalmente. Me mandaron a hacer un estudio que no se lo recomiendo ni a mi peor enemigo (bah, sí): una radiografía de colón por edema. Insulté al cirujano por todos los wines, pero fue ese estudio el que me terminó salvando: el panorama no es el mejor, es serio en realidad, pero no para operar. Si vuelvo a tener otro episodio, ahí sí que no zafó, aunque puede ser que no haya otro. Rezo por ello.

Así que un día, un martes a la noche, me encontré con otra foto a la que venía imaginando. Ahora era noviembre y diciembre on, sin quiebres a la rutina. Cabeza complicada la mía: como escribí antes, me había empezado a sentir cómodo con el otro escenario, porque, la verdad, también me calza bien el papel de víctima. Este nuevo, que en realidad no cambiaba nada, me ponía feliz pero me llenaba de interrogantes. Pasaron varios días hasta que pude caer en que me había salvado, sólo por hoy, de una operación más que complicada.

Ese es uno de los mejores regalos de estos 60 años. Uno de tantos, porque cuando ejercito el inventario, la columna de lo que tengo supera largamente a la de lo que me falta. Gozo de una vida plena, sin deudas, libre y limpio de todo, con la salud un poco averiada pero que no me impide una vida normal, estoy repleto de amigos, la mayoría con una duración que lleva 55 años y que concluirá cuando estemos bajo tierra, trabajo de lo que quiero y me va bien con ello. Tengo el corazón contento y la cabeza en un aceptable sano juicio.

Miro para atrás, lo que siempre no es un buen ejercicio –a veces tampoco vale mirar para adelante, puede traer peores resultados si los planes no se concretan-, y me veo mucho mejor hoy que a los 40. Ahí sí que no la pasé bien en ese número redondo que cambiaba de década. Tenía todo, pero el vació interno era más grande. Me sentía lejos de todo; de la adolescencia y de la sabiduría. Además, tengo una teoría no comprobada científicamente: los 40 son los peores para los hombres y los mejores para las mujeres. En cambio, en los 50 sentí la plenitud. Habrá que ver cómo empiezo a caminar los 60.

Los del 58 somos contemporáneos a la llegada del hombre a la Luna, a la Guerra Fría, a la Caída del Muro de Belín, a la Primavera de Praga, a las guerras televisadas, a los Beatles, a los Stones, a la vuelta y a la muerte de Perón, a la guerrilla, a la dictadura, a la vuelta de la democracia, a los campeonatos del mundo de 1978 y 1986, a Maradona, Pelé, Cruyff y Messi, al tango, al jazz, al twist, al rock, al rock sinfónico, al pop, al brit pop, a la música electrónica, a Internet, a los juegos en la calle y a los juegos en las computadoras, al cine, a Netflix, al cassette, al CD, a Spotify, a las cartas, al mail y a whatsapp, a los libros y a Facebook y a Twitter, al diario de papel y al diario digital, a la revolución de la mujer, al auge y al rechazo del cigarrillo, a las drogas de todo tipo, al cuidado físico y ambiental, a la apertura de la aeronavegación, a las máquinas de escribir, a las computadoras, a las tablets, a los teléfonos inteligentes, a los avances de las medicinas, a las nuevas enfermedades, al Che Guevara, a Nelson Mandela, a un presidente negro en Estados Unidos, al asesinato de JFK, al derrumbe de las Torres Gemelas, a un Papa argentino, a la TV blanco y negro y la TV color, a los rugbiers uruguayos de la Cordillera (¡Viven!), a las grandes matanzas, a los grandes atentados, al hambre que todavía sigue, a la desigualdad que se mantiene y sigue la lista.

Llegar a los 60 también es eso: saber que hay una memoria que captó cientos de momentos que fueron nutriendo este camino.  Estoy terminando de escribir este texto en los primeros minutos de mis 60 años. Festejo por todo eso. Claro que sí: hay que festejar. Esto recién empieza

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