Lo agradezco. Madrid me despide de Europa con un cielo azul, limpio y con una temperatura agradable para lo que es el avanzado otoño en estas latitudes. Caminé por Gran Vía, Sol, Plaza Mayor, Fuencarral, Cibeles, Neptuno, Alcalá. Almorcé en Malasaña y tomé sol en Oriente mientras me servían una sopa bien caliente. Vengo de unos días helados y lluviosos; primero en Edimburgo y luego en Londres. Lo agradezco. Me vine hasta aquí a trabajar –cubrí los dos últimos partidos de los Pumas para La Nación- y a festejar: mis 60 años de edad, mis 40 años de periodista y el haberme salvado de una operación de divertículos que asomaba complicada. Me hice ese regalo. Lo sigo disfrutando mientras escribo estas líneas unas horas antes de regresar a la Argentina. Lo agradezco.
El 24 de noviembre pasado cumplí cuatro décadas en el periodismo. Creo que no me pudo tocar mejor lugar para celebrarlo: en Murrayfield, Edimburgo, cubriendo el test entre los Pumas y Escocia. Ni en mis mejores sueños cabía que 40 años después de mi primer día iba a estar ahí, en una de las ciudades más bellas del mundo –hasta los ingleses dicen que es la más linda del Reino Unido, por sobre Londres-, en un estadio que cuando era chico ansiaba conocer y con la posibilidad, nada menor en estos tiempos, de trabajar en lo que sigo eligiendo. Siento, sin que esto signifique un alarde de nada, que soy un privilegiado. Hace poco, Keith Richards dijo que se iba a morir tocando la guitarra y que eso no era un acto de vanidad, sino simplemente porque no sabía hacer otra cosa. A mí no me sale otra cosa que el periodismo, y dentro de ello, donde más vivo me siento es escribiendo.
Hay una voz interior del oficio que me dice que esta nota debí escribirla el 24 de noviembre, justo cuando se cumplieron 40 años. Pero hay otra voz, que supongo que sale desde el transcurrir de los años, que me susurra que ya no hay apuros, que la haga cuando salga. Este blog es así. No corre, no fija fechas, sale lo que viene. Además, hubo otros motivos. El sábado tuve que trabajar hasta la madrugada británica mandando el material para el diario y, también, no pude despegarme de todo lo que llegaba desde Buenos Aires con la suspensión de la final entre River y Boca por la Copa Libertadores. El periodismo no logró quitarme, salvo en un pequeño lapso, mi pasión gallina. Quizá podría haberlo escrito el viernes a la noche, pero este viaje, como apunté, era para celebrar, así que ese día me fui a cenar con mi amigo Michi Lorences, con quien viajamos a Edimburgo desde Madrid.
Así que estoy rememorando estos 40 años ahora, unos días después de la fecha exacta. Jamás olvidaré aquel viernes 24 de noviembre de 1978. Tenía 20 años y un mes, y estaba terminando el primer año de la cursada de periodismo en el Círculo de la Prensa, después de despedirme de dos años a los tumbos en la Facultad de Medicina de la UBA. Nunca fui bueno estudiando, y para ser médico se necesitan horas y horas diarias frente a los libros. Además, en esa época me importaba más divertirme. Adoraba la noche y las salidas con amigos a lo que fuese y pasar buena parte del día en el club CUBA. La llave me la dio Ezequiel Fernández Moores, íntimo amigo y compañero en el colegio San Agustín desde tercer grado. Él también estaba en el Círculo de la Prensa, ya casi terminando, y trabajaba en la agencia Noticias Argentinas (NA). Una tarde nos cruzamos en las escaleras del Círculo, que estaba en Rodríguez Peña 80, a una cuadra de Plaza de los Dos Congresos, frente a un Congreso inactivo en épocas de dictadura. “Hay un lugar en la sección Deportes porque echaron a uno. ¿No querés presentarte? Yo te recomiendo”, me dijo Ezequiel. Recuerdo perfecto mi respuesta: “Pero mirá que apenas escribí algunas cartas”. “No importa. Andá”, me insistió. Y al otro día me avisó que me esperaban el viernes.
Ese viernes soleado, caluroso, amanecí siendo un manojo de nervios. Me puse el único traje que tenía, que me lo había regalado mi abuelo Guillermo para cuando me recibí en el colegio, en 1975. Nunca más lo había usado en esos casi tres años. Caminé por Juncal hasta Pueyrredón, donde tomé el colectivo 61 hasta bajarme en Alem y Córdoba. Subí por Córdoba casi hasta Florida y entré en la galería que estaba debajo de Harrods, donde en el subsuelo funcionaba NA. No podía imaginarme lo que el destino me tenía preparado.
NA era tal como la llamábamos: una cueva. Quizá la cueva donde se respiraba más periodismo en el mundo. O donde más lo respiré yo, porque era un periodismo certero, sin sanata, conciso, valiente para esa época nefasta, y anónimo, en el cual el ego que tenemos los periodistas había que guardárselo en un bolsillo. La redacción era un ambiente sin ventanas, con unos turbos prendidos al máximo que envolvían el humo del cigarrillo y hacían volar las hojas que estaban arriba de las mesas. A la entrada, sobre la izquierda, se montaba una pila de diarios de todo el país. A la derecha estaba fotografía. Directo desde la puerta se veía la sección Deportes, separada del resto de la redacción por una mampara y con lugar para un solo escritorio y otra máquina de escribir sobre una de las paredes. A la derecha estaba el resto de la redacción, en la cual entraban 6 redactores, el jefe de turno y detrás de él, los teletipistas. Al fondo, el baño y al lado, el despacho del director, el maestro Horacio Tato.
Cuando llegué esa mañana, a eso de las 9, el jefe de Deportes, el Negro Eugenio Paillet, quien terminó siendo mi primer maestro de los muchos que tuve en el periodismo, estaba en una rutina que en ese entonces no entendí pero que después se me hizo costumbre: hablaba por teléfono con una especie de manija que se encajaba en el hombro para dejar las dos manos libres y así escuchar y escribir al mismo tiempo. Me pareció frenéticamente genial. Cuando terminó, me miró de arriba abajo y, lapidario, me dijo: “Pibe, acá no es necesario que vengas de traje. Esto no es una oficina”. Le hice caso. De ahí en más usé el look de esos tiempos: pantalones ajustados arriba y excesivamente acampanados abajo, camisas de bambula desabrochadas hasta el ombligo, botas y todo tipo de adornos (pulseras, collares, tobilleras). Tiempo después supe que Tato insinuó que era gay.
El Negro Pailet escribía, me hablaba, atendía el teléfono, grabada en un viejo grabador de cassette, me hablaba, gritaba “boletín”, salía corriendo hacia el jefe de turno, volvía, se sentaba, me hablaba, se reía con el Negro Vergara, una enciclopedia del periodismo con su botella de ginebra al lado, me hablaba, fumaba, me aconsejaba. Ese día me habló de la importancia de la cabeza noticiosa (la pirámide invertida, la que hasta hoy defiendo con uñas y dientes, la que lleva lo importante arriba y lo menos, abajo) y me explicó que se escribía en tres hojas con dos carbónicos: una quedaba en la sección, otra en la mesa del jefe de turno y la tercera iba para el teletipista, el último engranaje para que después esa noticia se distribuyera en las teletipos de todos los abonados. No se firmaba y cada cable (así se llamaban los textos noticiosos) llevaba las iniciales del que lo escribía. En el futuro, los míos –muy pobres durante un largo tiempo- se identificaban con JB.
Hasta que en un momento el Negro me dijo: “Sentate en esa máquina y escribí algo. Yo me voy, dejámelo arriba del escritorio”. Cuando el Negro se fue, entró el querido y recordado Mario Strin, un menottista empedernido que fumaba un cigarrillo tras otro, pero con una particularidad: no les daba más de dos pitadas; el resto se consumía en el cenicero, que era una montaña de cenizas. Mario me preguntó de qué equipo de fútbol era. El también simpatizaba por River. “Seguí escribiendo”, me dijo. Yo, juro, no sabía ni dónde estaban las teclas de esa Olivetti. Tardé como una hora para escribir una carilla. Hasta que a esa de las dos de la tarde me dijo que me vaya, que cualquier cosa me iban a llamar. Dejé mi teléfono (de línea, el de la casa de mis padres, donde vivía) y me fui creyendo que ahí se había terminado todo. En la sección estaban el Negro, Mario, Ezequiel y el Gordo Del Corro. Pensé que no había lugar para mí.
A eso de las cinco de ese mismo viernes, mi madre me avisó que me llamaban por teléfono. Yo estaba en mi cuarto escuchando música. Era el Negro Paillet: “¿Te podés ir hasta el hotel Los Dos Chinos? Llegó el Deportivo Cali y necesitamos que vayas a cubrirlo”. Ni pregunté qué tenía que hacer. Dije que sí. Esa misma noche, un amigo, Edu de Cabrera, me presentaba una chica. Lo llamé y le dije: “Edu, haceme la gamba; ¿me buscás por el hotel Los Dos Chinos a las 8?”. Edu, amigo, me dijo que no había problema. Tenía auto. Yo no. Me tomé el 60 en Junín y Juncal y me fui hasta Constitución. Cuando llegué al hotel estaba entrando Carlos Bilardo, DT del Cali, que el martes tenía que jugar la revancha de la Libertadores con Boca. “Necesito hablar dos minutos con usted”, le dije. “Me tengo que ir ya a Canal 13”, me respondió, pero debe haber advertido mi cara de angustia y, al final, se quedó unos minutos hablando conmigo. No me acuerdo que le pregunté. Entré al hotel, abordé a otros tres jugadores y busqué un teléfono ahí mismo para pasar la información a la agencia. Hice todo en menos de una hora. No por cumplir con NA, sino porque me esperaba una chica. Me felicitaron por la rapidez. “Así se trabaja, pibe. Te felicito”, me dijo el Negro. No sabía en ese entonces que en las agencias de noticias se privilegiaba la rapidez. Había que salir antes que la competencia. Sentí que la cara se me transformaba de felicidad. Tanto que todavía no recuerdo nada de lo que pasó después; ni el nombre de la chica ni dónde fuimos con Edu y su novia. Edu murió en enero del año pasado. Siempre le deberé una grande. Quizá la pueda saldar con su hijo, que estudia periodismo en Deportea.
Al otro día, el sábado, me volvieron a llamar. Fui a cubrir el entrenamiento del Cali a los Bosques de Palermo. Con el Flaco Durán de fotógrafo. Y así seguí hasta hoy. En estos 40 años tuve la fortuna de estar apenas un mes sin trabajo. Pasé por las agencias de noticias NA y DyN; por los diarios La Razón, La Voz, Sur, Página 12, Clarín; por los canales 9, 7, 11, 2 y 13, TyC Sports, ESPN, TyC; por las radios Del Plata, Splendid, Excelsior; por las revistas Goles Match, La Deportiva, Somos, El Ciudadano, Tenis Semanal; fundé el blog periodismo-rugby; cubrí decenas de eventos en el exterior; viví la máquina de escribir, la teletipo, el fax, la computadora, internet, el mail, las redes sociales, los blogs, los podcast, el cable, los teléfonos móviles de distintos tamaños y funciones. Me mantengo en TEA y Deportea desde su fundación -las dirijo a ambas escuelas- y como columnista de rugby de La Nación desde 2006, al poco tiempo de irme de Clarín. Escribí cuatro libros. Todavía disfruto de la adrenalina de escribir contra reloj y añoro la locura de las redacciones, los largos cierres, las noticias que llegaban a último momento y obligaban a cambiar todo, la edición, la elección de las fotos, las cenas multitudinarias hasta la madrugada, las charlas en los pasillos, el bullicio, los maestros que había en cada redacción, las discusiones, las reuniones de edición, los sumarios. Me considero aún un animal de redacción, pero ya no tengo energía para volver a esa rutina que me comió buena parte de mi salud.
En otro momento quizá me dedique a escribir sobre lo que viví en el periodismo en estos 40 años. O no. En este post quería celebrar y contar este viaje, en el cual también estuve en Londres. Ahí, en Twickenham, pude completar una especie de Grand Slam personal con los Pumas. Me faltaba verlos con los Barbarians. Y lo hice. Como con los All Blacks, los Wallabies, los Springboks, Inglaterra, Escocia, Francia, Irlanda, Gales, Italia y los Lions. Un pequeño gustito. Disfruté del frío helado de Edimburgo, de la lluvia de Londres y del sol y de la comida de Madrid. Conseguí además dos joyitas que venía buscando desde hacía un buen tiempo: los libros El puente y Vida de un escritor, ambos del genio de Gay Talese. Salí de la librería en Madrid con una sonrisa que hubiese sido digna de retratar. Como la que lucí el día que me fui a Richmond, otro de mis lugares en el mundo. O cuando me junté con mi amigo Ferni a cenar en Salamanca, o cuando salimos de paseo con mi adorada sobrina Lucía, o cuando fui con mi amigo Rex a Twickenham. Durante 17 días caminé feliz por las calles europeas sabiendo que estaba de celebración. Lo agradezco
* Este texto fue terminado el 6 de diciembre de 2018. Decidí publicarlo, a modo de cierre, en las últimas horas del año en que cumplí 60 de edad, 40 de periodista y en el que esquivé -por ahora- una delicada operación. ¡Feliz 2019!
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