«Begoña casi nunca ha sido feliz.

De niña quizás, porque no recuerda esta presión, la bola en el estómago que la acompaña a todas partes desde hace décadas, un huésped indeseable, tan incrustado en su cuerpo que ya no lo distingue de sus propias vísceras.

Begoña no es feliz y no sabe exactamente por qué. Sabe que siempre le ha faltado algo, que la suerte, tan dadivosa, hasta derrochadora con quienes le rodean, se ha empeñado en ser muy rácana con ella. Esa sensación la acompaña a todas partes, coloca ante sus ojos un filtro apagado, grisáceo, que afea todo lo que tiene cerca, una casa que nunca le ha gustado, unos muebles que no son tan bonitos como los que ve en las casas a las que la invitan, un coche que siempre está sucio por fuera y perpetuamente salpicado por dentro de las bolsas vacías de patatas que comen sus hijos en el asiento de atrás, y su propia imagen en el espejo.

Begoña no es una belleza pero nadie, excepto ella, la definiría como una mujer fea. Es mona de cara, usa una talla cuarenta, mide ciento sesenta y seis centímetros, tiene las piernas bonitas, los pechos en su sitio, una voz preciosa y las arrugas justas, saludable para su edad. Pero cuando se mira al espejo sólo ve a una mujer vulgar, anodina, poco elegante y sin una pizca de clase. Como su casa, como su marido, como su familia, como su vida. Y cada vez que llega a esa conclusión, la bola del estómago engorda, se vuelve un poco más dura, más pesada, tan absorbente que le quita el aire que necesita para respirar y hasta las ganas de vivir.

¿Por qué yo?, se pregunta, ¿y por qué no yo? Entonces intenta arreglarlo. Se tira a la calle como si estuviera poseída por un demonio después de una noche sin dormir, horas y horas navegando por Internet a la busca de ofertas en tiendas verdaderamente exclusivas donde comprar telas, piezas, detalles capaces de iluminar la asfixiante grisura de su mundo. Al encontrar lo que busca, la presión se relaja y una sonrisa de aparente satisfacción aflora en sus labios, pero la calma dura muy poco, apenas unas horas, las que tarda en posar los ojos sobre una tapicería deslucida, una mesa pasada de moda, una nevera alemana, buenísima y relativamente nueva, pero con el congelador debajo del frogorífico y no en un cuerpo paralelo, como las que se llevan ahora. En ese instante, la angustia grita, la reclama, le pregunta si de verdad creía que iba a librarse de ella tan fácilmente. Y todo vuelve a empezar».

Extracto del libro Los besos en el pan, de la española Almudena Grandes