El Vestidor

de Jorge Búsico

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60

Cuando inventé el blog periodismo-rugby, en los albores de septiembre de 2006, decidí que los títulos de los textos llevasen sólo una palabra. Sin ser para nada original, busqué darle un estilo propio. En esa sintonía, cuando un club o un personaje cumplían años, el título era un número. En el centenario, por ejemplo, era 100. Hoy me toca a mí, en otro blog, en éste que empecé el año pasado y al cual tengo abandonado hace un buen tiempo. El presente post se titula 60 porque, ¡oh que audaz!, he arribado a los 60 años; a las 6 décadas; al LX, large extra, en número romanos. Entendí, entonces, que significaba una preciosa oportunidad para volver a sentarme frente a una computadora y ensayar unas palabras que no fuesen las de rugby que escribo todos los jueves en el diario La Nación, en lo que es mi único contacto con el diario de papel, ya que lo concerniente al periodismo lo sigo ejercitando todos los días en TEA y Deportea, mi sostén económico pero, sobre todo, mi genuina conexión con el oficio que elegí hace 39 años y 11 meses. Sí, en un mes cumpliré 40 años en el periodismo y quizá eso merezca otro manuscrito, que probablemente lleve como título: 40.

Nací en la madrugada del viernes 24 de octubre de 1958 y aquí estoy el miércoles 24 de octubre de 2018. Escorpiano, hijo único, pertenezco a una camada, la del 58, que vivió mucho pero que, creo, llegó tarde a todos los grandes movimientos. Éramos aún chicos en los actos revolucionarios de la cultura en las décadas de 1960 y 1970, y un poco grandes en todo lo que vino con y después de Internet, más todos sus derivados. Estábamos lejos de los que comandaban los cambios y estamos lejos de los millennials. Vengo de una generación del medio, pero que se las arregló para, de todos modos, empaparse con todos los sucesos de este último medio siglo y monedas.

No sé si les ha pasado cuando se vieron cerca de algún número redondo, pero hace unos años que me vengo preguntando qué iba a ocurrir cuando llegase a los 60. Hoy puedo decir que no pasa nada, que es un día más, que hay que festejarlo porque llegué a esa cifra y que la gran diferencia es que no diré más 59 cuando me pregunten la edad. Pero no quiero hacerme tampoco el superado. Es un numerito. Faltan solamente 5, si es que este gobierno no cambia la fórmula y si es que llego también, para transformarme en un jubilado, algo que, a decir verdad, no me disgusta tanto, ya que siento que merezco un descanso después de tantos años trabajando intensamente.

No ha sido sencillo este año, el año de los 60. Venía de un stend, tuve un colapso personal a mitad de año y dos internaciones consecutivas: primero me operaron de una hernia inguinal; salí y al otro día volví al sanatorio con una diverticulitis grave. Me salvé de la operación esos días, pero los médicos me avisaron que debía pasar por el quirófano no más allá de noviembre. En estos dos últimos meses me estuve cuidando con las comidas –pollo, pescado, calabaza; casi no salí de ahí- para llegar bien a la operación, que anunciaba un post bastante complicado, con regreso a la vida normal recién en los primeros días de 2019. En todo este tiempo mi cabeza, que suele no detenerse durante las 24 horas, planeó decenas y decenas de escenarios, la mayoría nada simpáticos. Fui programando mi vida para estar out de todo durante noviembre y diciembre, y, debo confesarlo, hasta le había encontrado algo de comodidad, ya que en ese tiempo tenía, con certificado médico, la excusa para delegar obligaciones. Me esperaba, en el reposo, una pila de libros que aguardan ser leídos.

El cirujano me dijo que coma de todo y el gastroenterólogo, que opera con ese cirujano, que no coma verduras ni semillas. No se pusieron de acuerdo, pero opté por seguirlo a este último, ya que no quería correr ningún riesgo. Mi meta era llegar bien a noviembre, hidratado y fuerte física y mentalmente. Me mandaron a hacer un estudio que no se lo recomiendo ni a mi peor enemigo (bah, sí): una radiografía de colón por edema. Insulté al cirujano por todos los wines, pero fue ese estudio el que me terminó salvando: el panorama no es el mejor, es serio en realidad, pero no para operar. Si vuelvo a tener otro episodio, ahí sí que no zafó, aunque puede ser que no haya otro. Rezo por ello.

Así que un día, un martes a la noche, me encontré con otra foto a la que venía imaginando. Ahora era noviembre y diciembre on, sin quiebres a la rutina. Cabeza complicada la mía: como escribí antes, me había empezado a sentir cómodo con el otro escenario, porque, la verdad, también me calza bien el papel de víctima. Este nuevo, que en realidad no cambiaba nada, me ponía feliz pero me llenaba de interrogantes. Pasaron varios días hasta que pude caer en que me había salvado, sólo por hoy, de una operación más que complicada.

Ese es uno de los mejores regalos de estos 60 años. Uno de tantos, porque cuando ejercito el inventario, la columna de lo que tengo supera largamente a la de lo que me falta. Gozo de una vida plena, sin deudas, libre y limpio de todo, con la salud un poco averiada pero que no me impide una vida normal, estoy repleto de amigos, la mayoría con una duración que lleva 55 años y que concluirá cuando estemos bajo tierra, trabajo de lo que quiero y me va bien con ello. Tengo el corazón contento y la cabeza en un aceptable sano juicio.

Miro para atrás, lo que siempre no es un buen ejercicio –a veces tampoco vale mirar para adelante, puede traer peores resultados si los planes no se concretan-, y me veo mucho mejor hoy que a los 40. Ahí sí que no la pasé bien en ese número redondo que cambiaba de década. Tenía todo, pero el vació interno era más grande. Me sentía lejos de todo; de la adolescencia y de la sabiduría. Además, tengo una teoría no comprobada científicamente: los 40 son los peores para los hombres y los mejores para las mujeres. En cambio, en los 50 sentí la plenitud. Habrá que ver cómo empiezo a caminar los 60.

Los del 58 somos contemporáneos a la llegada del hombre a la Luna, a la Guerra Fría, a la Caída del Muro de Belín, a la Primavera de Praga, a las guerras televisadas, a los Beatles, a los Stones, a la vuelta y a la muerte de Perón, a la guerrilla, a la dictadura, a la vuelta de la democracia, a los campeonatos del mundo de 1978 y 1986, a Maradona, Pelé, Cruyff y Messi, al tango, al jazz, al twist, al rock, al rock sinfónico, al pop, al brit pop, a la música electrónica, a Internet, a los juegos en la calle y a los juegos en las computadoras, al cine, a Netflix, al cassette, al CD, a Spotify, a las cartas, al mail y a whatsapp, a los libros y a Facebook y a Twitter, al diario de papel y al diario digital, a la revolución de la mujer, al auge y al rechazo del cigarrillo, a las drogas de todo tipo, al cuidado físico y ambiental, a la apertura de la aeronavegación, a las máquinas de escribir, a las computadoras, a las tablets, a los teléfonos inteligentes, a los avances de las medicinas, a las nuevas enfermedades, al Che Guevara, a Nelson Mandela, a un presidente negro en Estados Unidos, al asesinato de JFK, al derrumbe de las Torres Gemelas, a un Papa argentino, a la TV blanco y negro y la TV color, a los rugbiers uruguayos de la Cordillera (¡Viven!), a las grandes matanzas, a los grandes atentados, al hambre que todavía sigue, a la desigualdad que se mantiene y sigue la lista.

Llegar a los 60 también es eso: saber que hay una memoria que captó cientos de momentos que fueron nutriendo este camino.  Estoy terminando de escribir este texto en los primeros minutos de mis 60 años. Festejo por todo eso. Claro que sí: hay que festejar. Esto recién empieza

Coñac

Los periodistas que viajarán al Mundial de fútbol de Rusia deberían leer antes El Imperio, de Ryszard Kapuscinski. Todo periodista debe leer a Kapuscinski. Todos, en realidad, deberíamos leer a Kapuscinski. Un párrafo de cualquiera de sus libros, de sus notas periodísticas o de sus ensayos, son más saludables que cualquier noticiero o programa de televisión. Kapuscinski, polaco de nacimiento, maestro de la observación y de la escritura, maestro de generaciones enteras de periodistas, escribió en El Imperio, en el capítulo en el que relata sus viajes por los países que emergieron de la ex Unión Soviética, en este caso por Georgia, unas líneas maravillosas sobre el coñac. Las comparto.

…………..

«Vajtang Inashvili me enseña su lugar de trabajo: una gran nave repleta de barriles hasta el techo. Enormes, pesados, dormidos, descansan sobre unos soportes.

En los barriles madura el coñac.

No todo el mundo sabe cómo se hace el coñac. Para conseguirlo, hacen falta cuatro cosas: vino, sol, madera de roble y tiempo. Además, como en todo arte, hace falta gusto. El resto se presenta de la siguiente manera:

En otoño, después de la vendimia, se fermenta la uva. El alcohol obtenido se vierte en barriles. Los barriles tienen que ser de roble. El secreto del coñac se esconde en los nudos de la madera. Mientras crece, el roble acumula sol. El sol penetra y se posa en los nudos, como el ámbar se posa en el fondo del mar. Es un proceso que dura decenas de años. Un árbol joven no daría buen coñac. El roble crece; su tronco empieza a platear. El roble se robustece; su madera cobra fuerza, color y olor. No todo roble dará buen coñac. El mejor lo dan los árboles solitarios que crecen en lugares apartados y en suelo seco. Son los que han acumulado mucho sol. En un roble de estas características hay tanto sol cuanta mil hay en un panal. Los suelos húmedos son ácidos, por lo que el doble contiene demasiado amargor. Lo detectaremos al tomar el primer trago de coñac. El roble que en su juventud haya sido herido por la metralla tampoco dará buen coñac. En el tronco herido los jugos circulan con dificultad, y la madera ya no tiene el mismo sabor.

Después los cuberos hacen los barriles. El cubero tiene que saber su oficio. Si falla el corte, la madera no dará el aroma deseado. Sí dará color, pero no soltará ni pizca de aroma. El roble es un árbol perezoso, y, sin embargo, haciendo coñac, tiene que trabajar. El cubero debe tener el pulso de un constructor de elementos de cuerda. Un buen barril puede durar cien años. Incluso hay que tienen doscientos y más. No todos saldrán bien. Hay barriles sin sabor, y otros que dan un coñac que es oro puro. Sólo pasados unos cuantos años se sabe cómo ha salido el barril.

En estos barriles se vierte el alcohol obtenido de la uva. Quinientos, mil litros, depende. Se colocan en los sportes y allí se dejan. No hay que hacer nada más; sólo esperar. A todo le llegará su tiempo. El alcohol penetra en la madera, y entonces el doble devuelve todo lo que ha acumulado: el sol, el olor y el calor. El árbol exprime sus jugos: trabaja.

Por eso tiene que tener paz.

Como respira, necesita de suaves corrientes de aire. Le gusta el ambiente seco. La humedad estropearía el color: daría un color pesado, sin luz. El vino gusta de la humedad; el coñac, no la soporta. Es mucho más caprichoso. El primer coñac con estrellas son los más jóvenes, de baja calidad. Los mejores son los de marca, sin estrellas. Éstos han madurado durante diez, veinte, hasta cien años. Aunque, a dacir verdad, la edad del coñac es aún mayor. Hay que añadirle la del roble del barril. En la actualidad se trabaja con robles que despuntaron en los tiempos de la Revolución Francesa.

La edad del coñac se reconoce por el sabor. El joven es duro, rápido, como impulsivo. Tiene un sabor áspero, rasposo. En cambio, el viejo entra terso, suave. Sólo más tarde empieza a irradiar. El coñac viejo alberga mucho calor, mucho sol. Sube a la cabeza con lisura, suavemente, sin prisas.

De todos modos hará su trabajo»

Apariciones

El oficio de periodista seguramente agudizó mi sentido de la observación. Aunque me recuerdo desde chico captando fotos mentales, especialmente de la gente. Será por eso que poseo el don de la memoria fotográfica, que tan útil me ha sido en mi carrera en el periodismo. Al fin y al cabo, el periodista es, ante todo, un observador de las cosas y de las personas. Mi admiradísimo Gay Talese es un maestro en ese sentido. Al igual que Ryszard Kapuscinski, otro de los que nos sigue marcando el camino. En el albúm de esos detalles a los que siempre les presté suma atención, figura una mujer a la que en mis 20/25 años me la cruzaba de manera casi permanente. Era una mujer que en ese entonces superaría los 30 años, muy mona, siempre bronceda, con unas piernas largas que jamás ocultaba, impecablemente vestida todos los días, mayormente con vestidos blancos de una sola pieza, con anteojos como los que usaba Sofia Loren y también con curvas parecidas. Con poco maquillaje y sin ningún refresh estético (se veían poco y nada en aquellos tiempos). Vivía a la vuelta del departamento de mis padres y la veía, podría asegurarlo, a toda hora. La miré la primera vez porque me atrapó su belleza imponente, pero después se convirtió en una aparición tan habitual que en algunos sueños me llegué a creer que me la habían enviado como la mujer de mi vida. En la realidad, tenía cero chance con ella. De hecho, jamás me miró ni se percató que así como yo me la cruzaba a ella, ella se cruzaba conmigo. Aquella mujer de tacos que la elevaban al cielo pasó a formar parte de mi rutina: sabía que la iba a ver cada vez que salía o volvía a mi casa. Era transitar esas calles y, ¡paf!, me la encontraba. Muchas veces ella iba con su perrito, muchas otras estimo que iría a trabajar. Siempre sola. Me preguntaba en esos tiempos, hace ya unos 35 años, si tendría pareja, hijos, alguna amiga. Descartada como la mujer de mi vida, llegué a sentir que era una especie de mi doble.

Dos veranos atrás, en Punta del Este, yo paraba cerca del Puerto. Allí hacía mi rutina física todas las mañanas. Un día soleado, la volví a ver. Mientras elongaba en la pérgola de madera que se suspende sobre el mar, ella apareció sobre la rambla, también de madera, que serpentea el océano, los barcos y los veleros. Juraría que era ella. Bastante mayor, claro, pero con la misma estampa. Y, claro, bronceada, con sus anteojos de sol eternos de redondos y con sus piernas al aire. Estaba con otra señora más grande -¿su madre?- y con dos perros, más grande que aquel con el que andaba por Barrio Norte. Al otro día la volví a ver. Lo mismo al día siguiente. Tenía que ser ella. Dudé a cada instante en ir a preguntarle si no era la que vivía por Juncal y Larrea, donde me la cruzaba tres décadas y monedas atrás. Pero no lo hice. Preferí quedarme con la idea de que era mi doble, algo así como esas fantasías que se guardan los escritores para sus novelas. Precisamente las dos últimas que leí hacían referencias a eso. Uno mataba al personaje para que no le arruine la idea del libro; el otro evitaba una pregunta por idéntico motivo.

En estos tiempos estoy viviendo la misma situación con tres personas: dos mujeres y un hombre. La de las mujeres es parecida a la que ya conté. A una señora rubia de unos 40 años, de tez pálida, con el pelo hasta los hombros, con una nariz en punta que le calza con su cara, vestida generalmente con remera blanca y jeans, sin tacos, me la encuentro a cada bar o restaurante que voy en San Isidro, en Acassuso y en Martínez. Las primeras veces la veía con dos chiquitas, que estimo que serían sus hijas. Después, sola. El domingo pasado la encontré con un hombre (¿el marido? ¿el novio? ¿un amigo? ¿el amante?). Apostaría que ella ni me registra, pero por alguna razón -no tiene ningún aspecto físico que sobresalga; tampoco me atrapa su belleza- la primera vez que la vi la retuve en mi memoria fotográfica. Creo que porque sus hijas gritaban más de la cuenta. ¿O porque ella hablaba en voz alta a través de su teléfono móvil? Por algo le hice click.

Lo mismo me pasa, aunque con menos frecuencia, ya que el primer encuentro no ocurrió hace mucho, con otra señora. Ella es mayor de edad a la anterior, calculo que una edad cercana a la mía, sobrevolando o superando los 60. Al primero que fotografié en realidad fue a -¿su esposo?- un tipo aún mayor, muy pintón, con mucha onda, vestido siempre con unos pantalones coloridos, un pañuelo en el cuello y sacos elegantes. Lo miré porque creí conocerlo. Suceso erróneo. Y me quedó la mujer, a la que archivé mentalmente por su look: alta, flaca, canosa, sin una gota de pintura, totalmente al natural, con la piel rojiza, con una larga trenza hecha con su pelo y con enormes ojos claros. Siempre vestida con unos jeans amplios, una remera y zapatillas deportivas. Los primeros encuentros fueron con los dos. Luego, las apariciones continuas fueron de la señora: en distintos bares, por la calle y una vez en el tren. La última vez se había cortado la trenza, pero el resto seguía igual: elegantemente informal. De ella, como la anterior, me pasa lo mismo que con aquella de mujer mi adolescencia: espero encontrarla cada vez que salgo. Es más: cuando pienso que las puedo cruzar, ¡zas!, aparecen.

Pero lo más fuerte en esto de las apariciones me ocurre con un hombre bastante menor que yo. Debe rondar los 30 años, no más. No nos parecemos en nada físicamente. Él es alto, musculoso, piel muy blanca y pelo enrulado entre rubio y pelirrojo. La primera vez que lo fotografié en mi cerebro fue en una estación de servicio sobre la avenida Libertador, en Acassuso. Tengo un tema con la gente que no se baja del auto cuando le llega el momento de cargar nafta. Me genera una molestia tal que no puedo evitar mirarla aunque sea una vez con cierto rechazo. Me parece una falta de respeto hacia quien está a cargo del surtidor, que no sólo tiene que abrir el tanque de nafta, sino que tiene que llevar la boleta para que firme o para cobrarle. ¿Tanto cuesta bajarse unos minutos? Pero bueno, es una cuestión mía que debería evitar. Lo cierto es que este hombre no se bajó del auto y entonces le hice una tomografía de su cara y del auto. Y me quedó grabada. A partir de ahí, me lo empecé a cruzar en varios lugares: por la calle, en el supermercado, en restaurantes y en bares. Siempre solos los dos. O, por lo que recuerdo, a él nunca lo vi con alguien. Pero lo más fuerte que ha venido pasando en los últimos tiempos es que los dos hacemos lo mismo: vamos en bicicleta al mismo bar, llevamos una mochila parecida, solemos pedir lo mismo y siempre estamos leyendo. Él libros y diarios; yo sólo libros. Él se sienta afuera y yo, adentro. El otro día pensaba: es como mirarme al espejo, pero con otros rasgos, con otro físico, con otro pelo y, claramente, con otra edad. Creo que éste sí es mi doble. O quizá yo sea el doble de él.

Uno de los momentos más lindos de mis días es cuando encuentro un rato para irme a un bar a leer. He aprendido a disfrutar de mi compañía, algo que agradezco que haya aparecido a esta altura de mi vida. El otro día, cuando del otro lado de la ventana veía a este chico de rulos que repetía mi rutina, creo que llegué a hablarle en voz baja. Más que mi doble, pasó a formar parte de mis rutinas. Y como a aquella mujer de hace unos 25/30 años, nunca le voy a preguntar algo. El día que crucemos una palabra, se romperá el hechizo de las apariciones. ¿Acaso no es raro lo que me pasa? ¿No es raro, no? ¿No?

El paraíso

Jorge Luis Borges dijo alguna vez que siempre había imaginado al paraíso como una biblioteca. Es un concepto hermoso del paraíso. Me gustaría tener una biblioteca mayor a la que tengo, aunque, debo admitirlo, es profusa en libros de todo estilo. Muchos los heredé de mi padre, que también era un enamorado de su biblioteca. Recuerdo al señor librero, un español, que venía al menos una vez por mes a casa a vender libros y enciclopedias, maravillosamente encuadernadas. Mi padre me decía que al entrar a la casa de alguien, lo primero que debía hacer era mirar su biblioteca. Si no había libros, salía un prejuicio. Pero me pasa algo más con mi biblioteca: cuando me pongo a revisarla -tengo dos: una en el living y otra en mi cuarto; es un departamento de dos ambientes pequeños- me angustia ver que hay varios libros que nunca leí. Algunos ni los abrí. Unos pocos no sé porqué los tengo. Entre los que voy comprando y me van regalando, aquellos siguen postergados. El año pasado adelanté bastante: leí veinticinco. En lo que va de 2018, ya voy por el cuarto. Pero siento que no me alcanzarán los días para leerlos todos. Lo mismo me ocurre cuando entro a una librería. Hay tantos libros que me quiero llevar y que quiero leer, que no me dará la vida para cumplir con ese deseo.

En realidad y más allá de mi amor por los libros, hay un espíritu inconformista y compulsivo en mi dentro, sobre todo en las compras y en los negocios de ropa, pero ese es otro cantar. Porque lo mismo me pasaba cuando entraba a una disquería -en pasado, porque ya casi no hay, y en general están dentro de las librería- y quería llevarme todo. Spotify, en ese sentido, ha sido uno de los mejores inventos de la historia, aunque comprendo la queja de varios músicos al respecto de las regalías de sus obras. Spotify es, volviendo a Borges, como una especie de biblioteca de Babel de la música. Ahí sí siento que me alcanzarán los días para escuchar todo lo que quiero, porque, además, yo voy escuchando música todo el tiempo: caminando, corriendo, en el subte, en el tren, en el auto, en mi casa. En cambio, para leer necesitamos estar quietos en algún lugar. En general leo en mi casa, en un bar o en el tren. Y así como con la música recurro a todos los adelantos -esos parlantitos bluetooth son maravillosos- y a lo de antes -tengo discos y una bandeja que era de mi padre-, en los libros nunca me pude adaptar, al menos hasta ahora, a leerlos en otros dispositivos. No salgo del papel.

Más allá de todas estos divagues, siempre imaginé al paraíso como una playa con mar. Quisiera terminar mis días en un lugar así. Ahora mismo lo estoy disfrutando en la maravillosa costa esteña de la República Oriental del Uruguay. La playa es un lugar especial. Se me ocurre que no hay otro espacio donde se puedan hacer tantas cosas como en una playa. Ahí nos sentimos libres desde la infancia hasta la ancianidad. En una playa uno va como quiere, puede comer, beber, mirar, tomar sol, disfrutar de las nubes, caminar, correr, jugar al fútbol, al voley, al tenis, a las cartas, a los dados, al bridge, a la paleta, al tejo, a la tocata de rugby, a cualquier deporte náutico. En una playa se puede amar, besarse, hacer el amor, dibujar un corazón en la arena, caminar abrazados o agarrados de la mano. En una playa se puede leer, escuchar música, bailar, conversar, cantar, gritar. En una playa, en verano, estamos casi desnudos y nada nos importa. Bronceados, volvemos a nuestros lugares más bellos de lo que nos fuimos. En una playa podemos pasar todo el día; ver cómo el sol sale y cómo se va.

Hoy estuve en la playa leyendo un libro y escuchando música. Hoy me sentí en el paraíso. No lo imaginé. Lo sentí. Y lo he disfrutado tanto que me vine a escribir estas líneas

¿Están ahí para festejar?

Cuando ingresé al programador del blog sentí como si estuviese abriendo una caja en la cual se guardan los mejores recuerdos. Es una sensación de bienestar, porque viene a concluir con un tiempo largo sin haberme acercado a visitar o a observar mi Vestidor. Veo, antes de ponerme a escribir, que el último post ocurrió el 11 de noviembre; hace un mes y 20 días. Creí, sinceramente, que había sido más para atrás. Tengo como borrados los últimos cuatro meses, producto de un cansancio físico y mental, de un hastío de montones de situaciones cotidianas -de mi oficio, entre ellas- y de una crisis laboral en cuanto a mi lugar y a mi futuro. Tanto estuve bloqueado que en mi imaginación, cuando me planteaba retomar el contacto con El Vestidor, dibujaba en mi mente arrancarlo así: «Estoy cansado». Pero, por suerte, pasaron los días y se fueron yendo las nubes y los diálogos de mi cabeza gracias, vale remarcarlo, a que pude pedir ayuda a tiempo a mis grupos de pertenencias y a profesionales. El viernes, cuando iba a mi casa sabiendo que el año laboral se terminaba al menos hasta febrero, el cuerpo se me derrumbó de felicidad y los conductos tapados se fueron abriendo de a poco. Y aquí estoy, escribiendo, a minutos de terminar 2017 y de empezar otro año en la playa, como la vida me viene regalando desde hace varios años. Esta vez, en Pinamar.

La confusión general que me abordó en estos últimos meses me llevó a replanteos tan extremos que hasta alcanzaron este blog. ¿Sirve de algo que yo escriba acá? ¿Esto es periodismo? Tuve que recurrir al primer post para recordarme que aquí me propuse otra actividad. Escribo porque me gusta y si vienen a leerme, mejor. Pero no pierdo el objetivo: trato de que quede algo. Eso espero.

Hacía bastante que no llegaba a esta altura de diciembre tan agotado mentalmente, pero he pasado fines de año muchos peores. Y en este tiempo de recuperaciones puedo ver el vaso lleno. ¿Tengo una crisis con el periodismo y con mi trabajo? Sí. ¿Tengo otra crisis con que empecé a caminar hacia los 60 años? Sí. ¿Es eso importante al lado del inventario global del 2017? No.

Unos días atrás, mientras la cabeza me estalllaba y el nivel de enojo me aumentaba, un simple hecho me cambió el escenario: me paré frente a mi biblioteca y conté cuántos libros leí este año. Fueron veinticuatro y estoy terminando el veinticinco. Soy un privilegiado por eso, por haber podido abordar desde Gay Talese hasta Almudena Grandes; desde Arturo Pérez Reverte hasta Ana Garland; desde Leonardo Padura hasta Chuck Palahniuk; desde Henning Mankell hasta Martín Sivak. Fue entonces cuando empecé a ensayar otros repasos de lo que hice en este año:

* Trabajé de lo que me gusta (aunque ahora esté en disgusto).

* Casi no me enfermé.

* Amé, gusté, hice el amor, admiro la belleza.

* Viajé por placer. A España y a Nueva Zelanda a darme uno de los gustos de mi vida: ver a los Lions. Y contra los All Blacks. Estuve en uno de los partidos más importantes de la historia.

* Sigo limpio de todo.

* Celebré maravilosas cenas con amigos de la vida. La última, hace un par de semanas, en CUBA, me reencontré con algunos que llevaba años sin verlos. Fue mágico.

* Escuché música (siempre lo hago desde que tengo uso de razón), vi excelentes documentales y películas, fui a museos, caminé y caminé, me metí al mar, empecé el año en Punta del Este con amigos.

* No leí diarios, no vi noticieros, no vi televisión. Leí nuevos medios, leí a periodistas que escriben por su cuenta. (Una mala, a veces me enajeno con las redes sociales).

* Me fui feliz y dejé en mejores manos el blog (periodismo-rugby) que
fundé en septiembre de 2006.

* Tengo libertad. Tengo a mi hijo. Me tengo a mí.

Entonces, aquel comienzo de «estoy cansando» se fue diluyendo como el ácido que se va por una alcantarilla. Aquí estoy, escribiendo en un blog que inauguré este año, en el último día. Con un poco de vergüenza (mis viejos tics periodísticos) de escribir sobre mí. Pero bueno, a eso vine a El Vestidor. Lo volví a abrir en las últimas horas deel 31 de diciembre. Voy a ponerme algo lindo y a levantar la copa para festejar. ¿Están ahí para que lo hagamos juntos? Gracias

Pipí cucú

Daniel Balmaceda es un historiador -amigo también- que ha escrito maravillosos libros sobre nuestras costumbres y el origen de las palabras, entre tantos otros. Hoy posteó esta joyita en su muro de Facebook.

«Monzón recibía un premio en París. Tito Lectoure, Brusa y Cherquis lo prepararon. Tenía que decir merci beacoup (muchas gracias) al recibirlo. Pero cuando le dieron el premio, miró a cámara y dijo: Pipí Cucú. Así nació la frase»

Cielo violeta

Una hermosa imagen de Buenos Aires, con sus jacarandás dándole un toque especial a la ciudad. Hay más de 11 mil ejemplares en toda la ciudad y fueron traídos a la Argentina por el paisajista francés Carlos Thays. La foto fue subida a Twitter por la cuenta @yanisenshi  

Ciencia hay una sola

Algo muy bueno de los últimos tiempos: nos hemos acercado a la ciencia. Ya no la vemos con algo sólo para unos genios, sino que esos genios la han bajado al gran público. Uno de los grandes difusores son los autores del blog El gato y la caja. Y publicaron este muy buen texto sobre las vertientes y atajos a la ciencia política. En realidad, todo tiene que ver con la ciencia y es extraordinario amigarse con ella para entender las distintas realidades

La firma

Hay algunas cuestiones que heredé de mi padre: el rugby, la música, la lectura. Y otras, decididamente, no. Su fervor por la televisión, por ejemplo. Él podía pasarse horas frente a la tele, mudo. Yo, en cambio, no me concentro ni con una película. Para mi, las películas se ven en el cine, aunque Netflix me está flexibilizando. Otro atributo que no heredé de mi padre fue el dibujo. Él era un fabuloso dibujante de planos. Muchos edificios de Buenos Aires fueron ingeniados por él. Tiene libros hechos por él de dibujo técnico. Recuerdo que en su oficina justo enfrente de muestra casa -sólo tenía que cruzar la calle en línea recta; mi padre admiraba la comodidad- tenía un gran mapa de la ciudad con decenas de pinches clavados que indicaban que allí había un edificio o casa con su firma. También era una cabeza para las matemática. Yo me llevé esa materia los 5 años, aunque en los 3 primeros el factor fue el profesor al que le decíamos Potanto -porque cada dos palabras decía «por lo tanto»-, un hombre de varios kilos que mucho no me soportaba porque, a decir verdad, yo no paraba de molestarlo. Pero volvamos al dibujo de mi padre. Su firma era un dibujo perfecto. Siempre me pregunté cómo hacía para escribir esa firma tan larga, tan ancha y tan estilizada, siempre efectuada con una lapicera de pluma negra o uno de sus tantos estilógrafos Rotring que se ordenaban en uno de los costados de su enorme tablero de dibujo.

Yo tampoco heredé la firma de mi padre. Ni la de mi madre, que era más modesta en diseño pero bien clara. En cambio, la mía siempre fue un desastre. Nunca logré hacer una firma igual a la otra. He tenido problemas eternos en los bancos cada vez que he ido a retirar plata por la ventanilla. El cajero que iba a consultar a la supervisora y ésta que me la hacía cambiar otra vez, sin poder creer mi explicación de que a mi la firma nunca me salía igual. En épocas negras de mi vida, la firma me costó muy cara.

Hace un tiempo, mientras firmaba unas colaboraciones cuando estaba en Clarín, y me reía de mi mismo de cómo no había una firma igual en ninguno de los 30 papeles, y me imaginaba al de la administración insultándome o riéndose de mi, me empecé a preguntar de dónde venía esa desidia mía por la firma. Porque era eso: desidia, desprecio. Encontré algunos argumentos: poca autoestima -mi firma no vale nada-, relacionar la firma con mi desapego hacia el dinero y hasta cierto asco por él -eso sí lo heredé de papá-, desgano, rebeldía a las costumbres establecidas y, también, que nunca iba a poder imitar esa firma para un cuadro que era la de mi padre. Porque -supongo que lo hacemos todos- mi primer firma intentó parecerse a la de mi padre. Mi hijo, por ejemplo, hace una igual a la mía, pero más constante, por suerte para él.

En este último tiempo empecé a salir de la rigidez interna que me gobernó durante gran parte de mi vida. La mudanza fue un paso importante, pero quizá uno de los más trascendentes -quizá el último eslabón, según mi terapeuta- es que tomé el control de mi dinero. Cuando vivía con mis padres, el dinero me lo gastaba porque no aportaba a la casa; cuando me casé, fue en ese entonces mi esposa la que administraba lo que yo ganaba; cuando me separé, pasé por distintos administradores, contadores y alguna que otra novia. Desde hace 3 meses, yo me encargo de mi economía. Y, casi al unísono, un día de estos recientes, mientras firmaba unos diplomas y veía que las firmas seguían variando, en un momento me detuve, pensé unos segundos y armé una firma simple: Una B, con una J en el medio. Al cabo, yo firmo las notas, los mensajes y los posts casi siempre como JB. Y empecé a hacer la misma firma en cada diploma que siguió y lo sigo haciendo ahora en cada boleta, orden o comprobante de tarjeta de crédito que firmo.

Acabo de cumplir 59 años. Acabo de encontrar mi firma. Emocionada, mi terapeuta me dijo: «Sos vos». Ella lo relaciona también con un proceso de duelo que he ido elaborando con mi padre, y también de separación amorosa.

Y sí, llegué a ser yo. Tan feliz estoy, que me animo a firmarlo
………

PD: A mi padre le encantaba Yes. Yo se los hice escuchar por primera vez. En el estante de música subí un recital de Yes de 1972.

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