Este video irá mostrando el recorrido desde el zapatófono aquel que usaba el Superagente 86 en las series (¡luego real!) hacia estos aparatos que casi que gobiernan nuestro día a día. A propósito, ¿probaron una semana sin celular? Tengo un par de amigos que nunca tuvieron uno. Pero hay más en este video y eso es lo que lo transforma en especial: es una síntesis de cómo ha ido evolucionando la gran revolución de esta parte de la historia: la comunicación. Y cómo han ido a parar a un aparatito un teléfono, una computadora, un equipo de música, una cámara de fotos, una filmadora, una bilioteca, álbumes de fotos, guías de viajes. Como un mueble grande se fue a meter dentro de un dispositivo que entra en un bolsillo
Autor: Jorge Búsico (Página 4 de 5)
Claude Lelouch, el afamado director de cine francés, filmó este short film por el después, al ser difundido, fue preso. Es de 1976, y muestra cómo una Ferrari 275 GTB, de Fórmula 1, corre por las calles de París desde Port Dauphine hasta la basílica de Sacre Coeur. Son 8 minutos y 35 segundos alucinantes, a las 5.30 de un domingo de agostoen las primeras horas del día, claro, pero con tráfico y personas.
Lelouch nunca dio a conocer quien iba a bordo de la Ferrari, pero se supone que la cuestión no salía de dos franceses: Rene Arnoux (en ese momento campeón de la F2) o Jean Pierre Jarier, quien más tarde participó en la película Ronin, con Robert De Niro y Jean Reno, como piloto de las persecuciones que allí ocurren. Siéntese a ver París y sus lugares más emblemáticos cargados de adrenalina
«Begoña casi nunca ha sido feliz.
De niña quizás, porque no recuerda esta presión, la bola en el estómago que la acompaña a todas partes desde hace décadas, un huésped indeseable, tan incrustado en su cuerpo que ya no lo distingue de sus propias vísceras.
Begoña no es feliz y no sabe exactamente por qué. Sabe que siempre le ha faltado algo, que la suerte, tan dadivosa, hasta derrochadora con quienes le rodean, se ha empeñado en ser muy rácana con ella. Esa sensación la acompaña a todas partes, coloca ante sus ojos un filtro apagado, grisáceo, que afea todo lo que tiene cerca, una casa que nunca le ha gustado, unos muebles que no son tan bonitos como los que ve en las casas a las que la invitan, un coche que siempre está sucio por fuera y perpetuamente salpicado por dentro de las bolsas vacías de patatas que comen sus hijos en el asiento de atrás, y su propia imagen en el espejo.
Begoña no es una belleza pero nadie, excepto ella, la definiría como una mujer fea. Es mona de cara, usa una talla cuarenta, mide ciento sesenta y seis centímetros, tiene las piernas bonitas, los pechos en su sitio, una voz preciosa y las arrugas justas, saludable para su edad. Pero cuando se mira al espejo sólo ve a una mujer vulgar, anodina, poco elegante y sin una pizca de clase. Como su casa, como su marido, como su familia, como su vida. Y cada vez que llega a esa conclusión, la bola del estómago engorda, se vuelve un poco más dura, más pesada, tan absorbente que le quita el aire que necesita para respirar y hasta las ganas de vivir.
¿Por qué yo?, se pregunta, ¿y por qué no yo? Entonces intenta arreglarlo. Se tira a la calle como si estuviera poseída por un demonio después de una noche sin dormir, horas y horas navegando por Internet a la busca de ofertas en tiendas verdaderamente exclusivas donde comprar telas, piezas, detalles capaces de iluminar la asfixiante grisura de su mundo. Al encontrar lo que busca, la presión se relaja y una sonrisa de aparente satisfacción aflora en sus labios, pero la calma dura muy poco, apenas unas horas, las que tarda en posar los ojos sobre una tapicería deslucida, una mesa pasada de moda, una nevera alemana, buenísima y relativamente nueva, pero con el congelador debajo del frogorífico y no en un cuerpo paralelo, como las que se llevan ahora. En ese instante, la angustia grita, la reclama, le pregunta si de verdad creía que iba a librarse de ella tan fácilmente. Y todo vuelve a empezar».
Extracto del libro Los besos en el pan, de la española Almudena Grandes
Desde que más o menos tuve noción de lo que quería, situación que ubico en los 12 o 13 años, supe que quería ser periodista. Hay varios indicios de ese deseo, como cuadernos en los que recortaba nota de El Gráfico y las titulaba o libretas con las campañas de River, escritas prolijamente con marcadores de distintos colores (lo de prolijo es un dato, porque nunca pude ser prolijo en mis trabajos del colegio) u otro cuaderno dedicado sólo a la Fórmula 1, allá por mis 16/17 años. Sin embargo, cuando terminé el colegio me metí en la Universidad de Medicina sin saber a ciencia cierta si quería ser médico, pero haciéndole caso a mi padre, que me decía que tenía que seguir alguna carrera universitaria porque con el periodismo me iba a morir de hambre. Después de 2 años con más fracasos que aciertos, hice lo que creía: me anoté en periodismo. A los pocos meses empecé a trabajar. El año que viene se cumplirán cuatro décadas de mi primer paso en una redacción. ¿A qué viene esta lata? Para bajar aquí un lindo texto de Gonzalo Suárez en el diario español El Mundo. Buen fin de semana. Ah, no se pierdan en el estante de música sesenta temas de Charly
Se fue de gira Jeanne Moreau, ícono del cine francés. Una mujer entera por donde se la mirase. Marchó el mismo día que lo hizo Sam Sheppard, brillante actor y dramaturgo norteamericano, ganador del Premio Pullitzer. Pero hoy nos quedamos con Jeanne. Con estas escenas de la película Ascensor para el Cadalso (de Louis Malle), con la música de Miles Davis. Joyita.
Y también nos ponemos este preciso texto de Juan Pablo Csipka, en otro muy buen medio independiente: Socompa
Un par de posts atrás escribí sobre el anonimato en el periodismo. No había escuchado lo que dijo Alejandro Dolina en su programa de radio. Con su característico estilo, Dolina aportó una mirada que apunta específicamente al periodismo deportivo televisivo.
Pero busquemos otras ropas para salir hoy. Veamos cuáles son hoy las formas de comunicar, la manera de seleccionar temas y cómo contar historias. Dos especialistas armaron un excelente informe en la revista Anfibia
Una expresión legítima de lo que debe ser el periodismo es el blog No hemos entendido nada, del periodista peruano Diego Salazar. Ahí podrán ver lo que no se suele encontrar en la enorme mayoría de los medios domésticos: chequeo de la información, buena redacción, excelente manejo del idioma multimedia, investigación y cómo la información precisa y concisa mata sanata e indignación. Hace unos días, Salazar descubrió cómo un dibujante compatriota suyo había mentido diciendo que había publicado una ilustración de su autoría en la prestigiosa revista New Yorker. El paso a paso del post de Salazar es maravillosamente didáctico.
A propósito de esa mentira, Agustina Larrea, una de las muy buenas periodistas que hay en la Argentina, escribió una nota en Infobae en la cual recolecta una serie de impostores del periodismo a lo largo del tiempo. Algunas historias son difíciles de creer, pero ocurrieron
Soy hincha de River. Nunca lo he ocultado y en gran parte porque nunca fui comentarista de fútbol, aunque lo cubrí durante varios de mis primeros años como periodista. Bordeo el fanatismo aún a esta altura de mi vida. Mis amigos lo saben bien: puedo llegar a convertirme en un barrabrava en un cruce de esos que se dan en charlas futboleras. Nací en 1958, así que me aguanté casi todo el colegio sin ver a River campeón. Recién pude festejar un campeonato cuando estaba en la mitad de quinto año. En ese lapso, sufrí muchos campeonatos perdidos. Pero hubo uno que no me dolió en absoluto: aquella final con Chacarita Juniors del 6 de julio de 1969, en la cual River se comió un baile inolvidable y un 4-1 lapidario. Hubo dos razones para que la tristeza no aflorara. El primero y escencial, mi abuelo Guillermo, el ser humano que más adoré (no incluyo a mi hijo, porque el amor por un hijo es incomparable a cualquier otra cosa), siempre me decía que él era hincha de Chacarita. El segundo fue que ese equipo de Chacarita, con Marcos, Puntorero, Recúpero, Bargas y Frassoldati, entre otros cracks, fue el primero que me deleitó por su fútbol.
Pero el enganche verdadero con Chacarita -el del gran equipo me parece que es una excusa- venía por el lado de mi abuelo, el padre de mi madre. No era la mía una familia futbolera. Mi padre era del palo del rugby y sólo le gustaba el Estudiantes de Zubeldia, estimo que por su espíritu de cuerpo y porque creo que es el club de fútbol más parecido a uno de rugby por su sentido de pertenencia. Mi madre decía que era de San Lorenzo, pero más adelante me reconoció que era de River por mi tío Tito, su primo, quien fue el que me llevó por primera vez a una cancha cuando tenía 7 años y el que me contagió la locura gallina. Mi abuelo Guillermo no le daba importancia al fútbol, pero encontraba un punto de encuentro conmigo -que tenía al fútbol y a todos los deportes en la cabeza- hablándome de Chacarita. Creo que nunca fue a la cancha siquiera y, tiempo después, mi madre me confesó que en realidad también era de River.
Cuando era niño, con las pocas monedas que ahorraba, en un tiempo se me dio por eleccionar escudos de clubes de fútbol; aquellos que venían de felpa y que se cosían en las camisetas. El que más me gustaba -después del de River, claro- era el de Chacarita. Y también me encantaba su camiseta a rayas verticales, tricolor, muy parecida a una suplente que solía usar River. En mis imaginaciones infantiles, al estadio de Chacarita lo creía chico, bien cerrado, como los ingleses de los comienzos del fútbol. Muchos años más adelante, cuando un día fuimos con mi tío Tito (casi cobramos), me di cuenta que no tenía nada que ver. Ni siquiera sabía bien dónde estaba San Martín.
Con el transcurso de los años, Chacarita se me representó en mi hijo, también a través de la sonrisa. Cuando era niño no podía pronunciarlo bien. Decía «Cacharita». Y allí yo le contaba que ese era el equipo de su bisabuelo, al que no llegó a conocer.
Entrando a la adolescencia, estaba en una quinta en Los Cardales con mi abuela paterna cuando un tío vino a buscarme para llevarme a la Capital. Mi abuelo estaba muy enfermo, me dijo antes de que yo quedara parizado. Hacía ya varios días que estaba internado, pero no me habían dicho nada para no asustarme. Vengo de una familia donde no se decía. Si había alguien enfermo, no se decía; si había problemas económicos, no se decía. Cuando llegué -advertí la gravedad por la velocidad con la que manejó mi tío esos 60 kilómetros-, mi padre me llevó a ver a mi abuelo. Mi madre lloraba afuera de la habitación. Mi abuela estaba a su lado, agarrándole la mano al hombre con el cual había compartido toda una vida. Cuando me vio entrar, mi abuelo sonrió y me preguntó: «¿Cómo salió Chacarita?» No recuerdo qué le contesté, pero cuando salí de la habitación, se murió.
Chacarita acaba de regresar a la Primera División. Vi por televisión una multitud en ese estadio que tantas veces imaginé y que no era así como lo creía. Tampoco es igual la camiseta y ya no existen los escudos de felpa. Pero cada vez que veo a Chacarita o a Cacharita, me acuerdo de mi abuelo. Entonces, cómo no llevar a Chacarita en un rincón de mi corazón
Acabo terminar de leer El guardián entre el centeno (The catcher in the rye, su título original»), de JD Salinger (Jerome David Salinger, 1/1/1919-27/1/2010). Salinger fue uno de los escritores norteamericanos más influyentes de la post guerra y, como me sucede con muchos otros de sus colegas, me pregunto cómo no lo había leído antes. El guardián… es una novela maravillosa que pinta esa adolescencia que se siente sin rumbo, que se cree entre vivaz y despistada, entre esperanzada y -acto seguido- fracasada, y que transforma a su protagonista, Holden Caufield, en un ser entrañable. Es de esos libros que tienen el don de que a uno lo transportan por distintas sensaciones. Yo me he reído sin parar en varios de sus tramos, aunque vale advertir que no es un libro gracioso.
Salinger me llegó a través de mi amiga Vicky, que tuvo que deshacerse de libros por cuestiones de mudanza, circunstancia dolorosa por la que pasé hace un año y medio. Fui a su casa aún sabiendo que en la mía ya no había lugar para más libros, pero la expedición fue más que provechosa. Me encontré con varios libros que hacía tiempo que quería leer. Uno de ellos era El guardián entre el centeno. En la primera página estaba escrito con birome: «Bianca. 2004». Bianca es la hija de mi amiga y ella, mucho menor que yo, por supuesto, ya lo había leído siendo una niña. ¿Cómo yo recién lo voy a leer ahora?, me preguntó mi soberbia y el quetodolotienequehacerysaber. Es que, además, padezco un síndrome con los libros especialmente: tengo tanto para leer y que no leído aún de los que están en mis bibliotecas, que cuando entro a una librería nunca me puedo ir con menos de dos libros y, peor, rumeando porque no me compré más. Vayamos al grano: quisiera tener cinco librerías en mi casa y disponer de 48 horas por día sólo para leer. También me pasa que quiero recuperar el tiempo perdido cuando estuve hace unos años un largo tiempo sin poder abordar un libro porque, sinceramente, no podía abordar nada.
Pero volvamos a Salinger. Con él también me ha pasado que supe de quién se trataba bastante antes de leerlo, porque no sólo leo libros, claro. De Salinger supe de cuentos que escuché, de artículos que leí en diarios y revistas y, más adelante, de un montón de otras notas pescadas en Internet. Podía hablar de Salinger sin haberlo leído, pero después de leerlo llegué a la conclusión de que no debía haber hablado de Salinger con tanto fervor sin haberlo leído antes. Nota mental para de aquí en más.
Entre los artículos que leí de Salinger encontré una de las pocas frases que se le conocen, ya que Salinger se caracterizó por aislarse del mundo después de que lo alcanzara la popularidad: «Los sentimientos de anonimato y oscuridad de un escritor constituyen la segunda propiedad más valiosa que le es concedida». Esta definición de Salinger que bien puede parecer extrema, me llevó en su momento a reflexionar sobre el rumbo que ha tomado el periodismo. En varios post de no rugby que escribí en periodismo-rugby me referí a las épocas en que los periodistas éramos anónimos.
Nací periodísticamente en una agencia de noticias (Noticias Argentinas) y luego crecí en otra (Diarios y Noticias). En estos días, precisamente, Carmen Coiro, querida compañera de redacción en aquellos tiempos como acreditada en la Casa Rosada, está organizando una movida para rendirle homenaje a Horacio Tato, quien fue el director de ambas agencias. Tato fue el ser más anónimo que conocí en el periodismo y también, de todos los periodistas que he conocido, el que mejor interpretó lo que significa una noticia. Tato, nos contaba Carmen en los múltiples intercambios de mails con muchos otros periodistas (la gran mayoría también anónimos), ni siquiera figura en Wikipedia, que sí le da lugar y espacio a decenas de periodistas domésticos que dejan por el piso la verdadera esencia de éste oficio.
Como dirijo una escuela de periodismo desde comienzos de los 90, infinitas veces me pregunté en qué momento el periodista pasó de ser un anónimo a ser una estrella intocable; en qué momento dejó ser importante la noticia para serlo el escándalo y la denuncia; cuándo ocurrió que periodistas pasaran a ser millonarios, miembros de la farándula vernácula y cercanos-serviles del poder.
Creo que todo ocurrió cuando se terminó el anonimato. Y no fijo como punto de inicio la revolución que significó la comunicación (que a muchos nos agarró desprevenidos), porque la considero no sólo un avance, sino algo vital y refundacional en la vida de las personas, ni tampoco estimo que sólo se haya debido a la expansión de la televisión y la exposición que ella brinda.
Tuve una primera aproximación de lo que podía ser abandonar el anonimato cuando las notas en los diarios empezaron a salir no sólo con la firma, sino con la carita del autor. Sitúo este hecho en los comienzos de los 90, que, vaya coincidencia, fue la década del exhibicionismo, de la banazalización, del comienzo de la pérdida de la privacidad y del fervor por los escándalos, la corrupción y la aparición de nuevos personajes unidos a los autos chillones y a los mujeres escotadas por todos los wines. Los 90 fueron la década de las siliconas.
En los comienzos de los 90 entré en Clarín como prosecretaria de redacción de Información General, una mega sección que en esos tiempos contenía sociedad, policiales, ciencia, consumo, cultura, institucionales y cuanto chivo querían colocar los que manejaban el diario. Un año después pasé a tener el mismo cargo en la sección Deportes. Ya estaban en pleno auge y funcionamientos los cambios radicales que había puesto en marcha Roberto Guareschi como secretario general. Muchos de esos cambios fueron muy importantes para el diario desde lo periodístico. Otros no tanto, sobre todo por algunos personajes que subieron al escenario del poder.
Entre esos cambios estuvo el de firmar las notas principales con carita. Para ello, todos tuvimos que pasar por fotografía para que nos retraten. Ahí empecé a vislumbrar lo que eso terminaría significando. Iban periodistas muy valiosos -la mayoría lo sigue siendo- más preocupados por la foto que por lo que iban a escribir. Los había incluso que pedían dos fotos: una con corbata y otra sin; una riendo y otra serio. Empezó así la locura por las caritas.
Más tarde vino la siguiente situación ante cada nota que me tocaba editar. Venía el redactor y preguntaba: «¿La nota va con o sin carita?», como si eso determinara la importancia de lo que iba a escribir. Si era con carita, se marchaban con carita feliz y se esmeraban en hacer la nota del siglo. Si era sin carita, huían con carita de puchero y te la entregaban con desgano a los 20 minutos.
Algo parecido ocurrió también con los viajes. En los 90, con el 1 a 1, se cubría hasta un torneo de bochas en Dinamarca. Periodistas con menos de un año de antigüedad, viajaban a Europa como si fuese a Mar del Plata. A la función del periodista se la empezó a medir, entonces, por los viajes. Ocurre aún en éstas épocas de menos coberturas, pero están los que creen que ser un buen periodista es estar más tiempo arriba de un avión que en la calle o dentro de una redacción.
Creo que el periodismo ha devenido en algo que en un alto porcentaje no me gusta ni me representa. Lo veo a diario. Hoy vale más el show, el estar en el negocio, figurar en la tele o pegarse al poder. Nada se chequea, todo se vocifera, y proliferan los cholulos y los alcahuetes.
He leído y escuchado que soy el periodista más influyente del rugby en la Argentina. No creo que sea así. Nunca he formado parte del negocio ni estuve asociado ni trabajando para ninguno de los grupos de poder. Creo que esos sí son los más influyentes. No los mejores, claro.
Conozco al menos unos 30 periodistas que son brillantes, maestros de la profesión, que no los conoce nadie. Son anónimos -yo no lo soy, aclaro; de hecho yo aquí no sólo salgo con carita, sino de cuerpo entero- y se sienten a gusto con ello, porque creen que es la mejor manera de llegar a la gente y de alejarse de los flashes. Propondría la vuelta al anonimato, si es que pudiera. El diccionario dice que anonimato significa «carácter o condición de anónimo». Pero también sé que pedir en estos tiempos un periodismo anónimo califica como querer tener cinco librerías en mi casa y disponer 48 horas por día sólo para leer. Así que por ahora voy sacando un nuevo libro de los que esperan para ser leídos (viene Los besos en el pan, de Almudena Grandes) y viendo cuál de Salinger compro para abordarlo por segunda vez. Es un gran plan, al fin de cuentas
¿Qué comemos? La periodista Soledad Barruti, autora del libro Malcomidos, tiene un punto de vista más que interesante a raíz de varias investigaciones que llevó adelante durante años. Como siempre sucede cuando alguien toma una posición tan firme, vienen críticas desde otros lados. Barruti expone, se compromete y fundamenta. No se trata de una cuestión menor: comemos todos los días. O, en algunos casos, casi todos los días. Me pareció interesante traer a Barruti a El Vestidor de hoy. Primero, con este reportaje que le hicieron en la revista Almagro. Y luego, con dos videos: uno contiene otra entrevista; el otro, una participación suya en el programa Cocineros Argentinos
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