Hay algunas cuestiones que heredé de mi padre: el rugby, la música, la lectura. Y otras, decididamente, no. Su fervor por la televisión, por ejemplo. Él podía pasarse horas frente a la tele, mudo. Yo, en cambio, no me concentro ni con una película. Para mi, las películas se ven en el cine, aunque Netflix me está flexibilizando. Otro atributo que no heredé de mi padre fue el dibujo. Él era un fabuloso dibujante de planos. Muchos edificios de Buenos Aires fueron ingeniados por él. Tiene libros hechos por él de dibujo técnico. Recuerdo que en su oficina justo enfrente de muestra casa -sólo tenía que cruzar la calle en línea recta; mi padre admiraba la comodidad- tenía un gran mapa de la ciudad con decenas de pinches clavados que indicaban que allí había un edificio o casa con su firma. También era una cabeza para las matemática. Yo me llevé esa materia los 5 años, aunque en los 3 primeros el factor fue el profesor al que le decíamos Potanto -porque cada dos palabras decía «por lo tanto»-, un hombre de varios kilos que mucho no me soportaba porque, a decir verdad, yo no paraba de molestarlo. Pero volvamos al dibujo de mi padre. Su firma era un dibujo perfecto. Siempre me pregunté cómo hacía para escribir esa firma tan larga, tan ancha y tan estilizada, siempre efectuada con una lapicera de pluma negra o uno de sus tantos estilógrafos Rotring que se ordenaban en uno de los costados de su enorme tablero de dibujo.
Yo tampoco heredé la firma de mi padre. Ni la de mi madre, que era más modesta en diseño pero bien clara. En cambio, la mía siempre fue un desastre. Nunca logré hacer una firma igual a la otra. He tenido problemas eternos en los bancos cada vez que he ido a retirar plata por la ventanilla. El cajero que iba a consultar a la supervisora y ésta que me la hacía cambiar otra vez, sin poder creer mi explicación de que a mi la firma nunca me salía igual. En épocas negras de mi vida, la firma me costó muy cara.
Hace un tiempo, mientras firmaba unas colaboraciones cuando estaba en Clarín, y me reía de mi mismo de cómo no había una firma igual en ninguno de los 30 papeles, y me imaginaba al de la administración insultándome o riéndose de mi, me empecé a preguntar de dónde venía esa desidia mía por la firma. Porque era eso: desidia, desprecio. Encontré algunos argumentos: poca autoestima -mi firma no vale nada-, relacionar la firma con mi desapego hacia el dinero y hasta cierto asco por él -eso sí lo heredé de papá-, desgano, rebeldía a las costumbres establecidas y, también, que nunca iba a poder imitar esa firma para un cuadro que era la de mi padre. Porque -supongo que lo hacemos todos- mi primer firma intentó parecerse a la de mi padre. Mi hijo, por ejemplo, hace una igual a la mía, pero más constante, por suerte para él.
En este último tiempo empecé a salir de la rigidez interna que me gobernó durante gran parte de mi vida. La mudanza fue un paso importante, pero quizá uno de los más trascendentes -quizá el último eslabón, según mi terapeuta- es que tomé el control de mi dinero. Cuando vivía con mis padres, el dinero me lo gastaba porque no aportaba a la casa; cuando me casé, fue en ese entonces mi esposa la que administraba lo que yo ganaba; cuando me separé, pasé por distintos administradores, contadores y alguna que otra novia. Desde hace 3 meses, yo me encargo de mi economía. Y, casi al unísono, un día de estos recientes, mientras firmaba unos diplomas y veía que las firmas seguían variando, en un momento me detuve, pensé unos segundos y armé una firma simple: Una B, con una J en el medio. Al cabo, yo firmo las notas, los mensajes y los posts casi siempre como JB. Y empecé a hacer la misma firma en cada diploma que siguió y lo sigo haciendo ahora en cada boleta, orden o comprobante de tarjeta de crédito que firmo.
Acabo de cumplir 59 años. Acabo de encontrar mi firma. Emocionada, mi terapeuta me dijo: «Sos vos». Ella lo relaciona también con un proceso de duelo que he ido elaborando con mi padre, y también de separación amorosa.
Y sí, llegué a ser yo. Tan feliz estoy, que me animo a firmarlo
………
PD: A mi padre le encantaba Yes. Yo se los hice escuchar por primera vez. En el estante de música subí un recital de Yes de 1972.
Ayer fue 10 del 10. No podía fallar el 10, entonces. Como no falla nunca, por otra parte, pero anoche fue una de sus tantas grandes noches, quizá la más emblemática con la camiseta celeste y blanca. Cuando hace unos meses saqué entradas para ver a U2 en el Único de la Plata jamás pensé que el recital iba a coincidir en día y hora con el partido que podía dejar a la Argentina dentro o fuera del Mundial de Rusia del año próximo. Tampoco lo pensé cuando un día decidí no ir -vi muchas veces a U2 y no me entusiasmaba ir un martes a la noche hasta La Plata- y puse las entradas en venta a través de Twitter. Eso fue hace como un mes. Iba renovando la oferta cada semana, hasta que el viernes la realidad me doblegó: ¿quién iba a comprar una entrada para algo que ocurría a la par del encuentro más importante del seleccionado en los últimos dos años y uno de los más recargados de la historia? Así que me dije: voy. A la mañana leí que el partido lo iban a dar en el estadio y que U2 postergaba el inicio del concierto una vez concluido los 90 minutos en Quito y la oportunidad me pareció más atractiva aún.
Fui con mi amigo Manuel y pensaba encontrarme allá -cosa que no ocurrió por la multitud de 48 mil personas- con mi amigo Tairon. Era atractiva la oferta, pero también arriesgada. Y si la Argentina quedaba afuera, ¿cómo íbamos a transitar el recital y después la larga vuelta a casa? Terminó siendo una noche gloriosa. Por Messi, especialmente, y también porque la banda irlandesa dio un sólido concierto, fiel a su historia -aunque para mi gusto lejos de la mejor versión de U2- y con ese toque alucinante que significa la imagen transportada a través de una pantalla que lo mete a uno dentro de ella.
La llegada al estadio se complicó en los últimos 5 kilómetros. Dejamos el auto en Los Tilos, que está a no más de 8 cuadras del estadio, pero la organización se ocupó de que el trayecto demandara algo así como media hora, dando una vuelta insólita. Cuando estábamos por llegar, un chico de unos 17 años gritó: «¡Gol de Ecuador!» Lo miramos entre varios con tono amenazante, como si fuese el demonio dándonos la noticia que nunca esperábamos. El chico se vio intimidado y atino a decir: «Quizá no, quizá me equivoqué». Y cuando vio que las miradas estaban más afiladas, se resignó: «Sí, gol de Ecuador». El «nos quedamos afuera» se murmuraba en cada uno de los que, ahora cabeza gacha, enfilábamos los últimos metros hacia el Único. Había semblanza de noche amarga.
Pero ya cerca, se escuchó el estruendo que venía del estadio. Gol. Se había empatado. «Grande, Messi», gritó uno. «Vamos, Messi», gritamos varios. Con Manuel apuramos el paso, ya más aliviados. Y cuando entrábamos, llegó el sablazo de zurda, precioso, letal, de Messi para estampar el 2-1. La gente se abrazaba y gritaba. El estadio tenía 5 pantallas, una de ellas gigante, que ocupaba sólo una mínima parte de la que después iba a usar U2. Cuatro estaban en lo alto, por la cual la enorme mayoría nos pasamos un rato lago de espaldas al escenario, mirando para arriba, como muestra una de las fotos Entre nervios esperamos el segundo tiempo, mirando a la multitud quieta, a la que ya se le había pasado incluso el fervor por Noel Gallagher, la mitad de Oasis, quien en este caso había adelantado su concierto para que no coincidiera con el partido.
Hasta que llegó el tercer gol de Messi. Lo gritamos y nos abrazamos. No puedo creer todavía la quietud de esa pareja que tenía a unos metros, que ni se inmutó cuando el 10 hizo el gol que significaba, ya sí, el pasaje casi asegurado a Rusia. Uno a veces no puede creer que hay personas a las que no les interesa en lo más mínimo un partido de fútbol ni un partido como éste. Muchas veces las envidio, porque a lo largo de mi vida siento que perdí años en decenas de estos partidos de mi club y de la selección; pero en otros momentos no las envidio para nada.
Concluido el partido, hubo un conato de cánticos, pero no pasó ni un minuto que las pantallas se apagaron junto con el relato de Kuffner y los comentarios de JP Varsky, y U2 entró en escena, explosivos, a un costado del escenario mayor y con Bono -era obvio- resaltando a Messi. «Thank you, Messi», dijo el cantante que mantiene su extraordinaria voz y su cada vez más política correcta. Al final, después del segundo bis, se puso la camiseta argentina y el recital terminó con una enorme bandera argentina dibujada en esa magnífica pantalla. Antes, durante algo más de una hora y media (como un partido con suplementario), hubo grandes momentos musicales. Yo me quedé con el bloque de Running To Stand Still, que de fondo, en la pantalla, contó con una orquesta, y Red Hill Mining Town.
Fue una noche única en el Único. Nunca me había tocado vivir un partido en esas circunstancias, en un estadio, esperando un recital. Sí escuché -no vi- un partido en 1975, en el Monumental, mientras River jugaba en Rosario para salir campeón del Nacional. Al final, agradecí no haber vendido la entrada. Y sonreí con fuerza pensando en el periodismo que armó una cacería en estos últimos meses. Ahora, mercenarios de la palabra, podrán viajar a Rusia, cobrar sus viáticos y emprobrecernos desde las pantallas.
La vuelta fue larga y feliz. Llegué a mi casa a las 3 y 10. Ya era 11 del 10 y el 10 que vale por 11 lo había hecho una vez más. One, como canta U2
La compra de un libro es una liturgia; es la elección de un objeto preciado, que perdurará a lo largo del tiempo, hasta que uno elija desprenderse de él. Un libro no se gasta ni se achica como una prenda y, ubicado sobre un estante, luce como un cuadro o una obra de arte, porque, al fin de cuentas, los libros tienen sus museos, como lo son las bibliotecas. Abordar un libro ya es otra tarea; requiere de un tiempo y de un ejercicio, pero ante todo de la pasión por leer. La lectura nos hace mejores. No tengo duda de ello.
Encontré en la web este muy buen texto acerca de formas de leer un libro. Fue el que me dio el pié para este post. Tengo cada vez más arraigada la pasión y la necesidad de la lectura y, entre otras cuestiones, me llevó a mis comienzos, a los primeros toqueteos con los libros. No fui un gran lector de chico, pese a que en mi casa había una amplia biblioteca. El primer libro que me atrapó fue El Principito, de Antoine de Saint-Expéry. Pero mis grandes recuerdos de la primeria y parte de la secundaria fueron las revistas El Gráfico que me las leía de punta a punta una y diez veces. Esa fue la semilla para el futuro periodista.
Pero el primer escritor que me atrapó fue Gabriel García Márquez. En la adolescencia leí Cien años de soledad y desde ese momento lo tomé a Gabo como mi guía. Soñaba escribir como él. También, de algún modo, ser como él. Más adelante descubrí su faceta de periodista con el libro Notas de Prensa, con el que lo terminé de idolatrar.
Los caminos de la lectura son diversos. Hoy, soy de seguir más a autores; cada tanto experimento con algún libro que me recomiendan o del cual leo críticas favorables. De García Márquez abordé casi toda su obra y lamenté su muerte, como no me pasó con ningún otro escritor. Y en estos días me topé con este hermoso texto en Arcadia, que retrata el último viaje de Gabo, en el que fue un entierro simbólico en la Universidad de Cartagena.
El texto recuerda el día que recibió el Premio Nobel, en 1982. Su discurso fue uno de los más extraordinarios que se hayan formulado. Ya siendo periodista, me emocioné cuando lo leí, ya que en aquel tiempo no era sencillo pescar imágenes grabadas desde el exterior. Es el mejor cierre para este post
Mi padre hubiese cumplido hoy, 13 de septiembre, 87 años. Murió cuando le faltaban 3 meses y 11 días para cumplir 68 años, hace ya un poco más de 19 años. Pienso que se murió antes de la cuenta. La mayoría de la gente hoy traspasa esa edad. O al menos eso es lo que creo. Desde aquel día y no sé porqué, quizá porque siempre atoseré un sino fatalista que heredé de mi madre, creí que al menos yo iba a llegar a los 68 años. Dentro de un mes y días me faltarán 9 años para aterrizar en esa edad. Pero el sino fatalista ya lo he ido alejando, así que, hoy por hoy, eso no me preocupa.
La muerte de mi padre ocurrió cuando yo estaba en la ciudad de Saint-Étienne, Francia, cubriendo para Clarín el Mundial de fútbol de 1998. Como comprenderán, significó un episodio por demás shockeante para mí. Me enteré en la madrugada, mientras dormía, después de una cena con amigos periodistas en uno de los tantos restaurantes de buen comer que pueblan Lyon, la cuna de la nouvelle cuisine. Chicho Chieslanchi me había llevado en su auto hasta el hotel y llevaba un par de horas durmiendo cuando escuché el sonido del teléfono. Atendió Miguel Angel Bertolotto, mi compañero de habitación y con quien estábamos al frente de la cobertura. Cuando me dijo que me llamaban desde Buenos Aires, lo primero que pensé fue en mi hijo, que por ese entonces tenía apenas 4 años. Del otro lado de la línea me hablaba un primo y atrás se la escuchaba llorando a mi madre. «Murió el tío», me dijo. No supe qué hacer. Miguel trató de consolarme y despertó al resto de los enviados de Clarín, que eran más de una docena. Con la conserje traté de reservar un vuelo para el otro día, pero después de varios intentos frustrados, intenté dormir un poco. A la mañana temprano, Miguel me acompañó al centro a la oficina de Air France. Conseguí un pasaje para esa noche, pero como el avión de Lyon a París se demoró, perdí el vuelo. Una empleada latinoamericana movió literal y paradójicamente cielo y tierra para meterme sobre el cierre en uno que iba a Buenos Aires vía San Pablo. Llegué un par de horas antes de que enterraran a mi padre.
Aquejado por unas deudas que no lo dejaban dormir y por una merma en el trabajo producto de la llegada de la computadora, mi padre, que era un eximio dibujante de planos y durante años profesor de dibujo técnico a cargo de la cátedra en Ingeniería de la UBA junto a Carlos Virasoro, estaba deprimido. Lo recuerdo callado y preocupado la última vez que lo vi, la noche anterior a viajar a París, cuando fui a cenar a lo de mis padres en el departamento de Juncal. También estaba preocupado por mí. Yo me había separado hace unos meses y mi vida era una pendiente cada vez más hacia abajo. Aquel viaje al Mundial fue una especie de fuga geográfica: yo no cubría fútbol en el diario. No sé si debió al tremendismo de mi madre, pero ella me dijo más tarde que a la noche, antes de acostarse, le dijo que había sido la última vez que me veía. Todavía siento en mi cuerpo el abrazo que nos dimos. El último de todos.
No hice en ese momento el duelo por la muerte de mi padre. La noche posterior al entierro no elegí quedarme a descansar y a sentir la pérdida más importante hasta allí en mi vida. Me fui a destruir durante varios días. Estaba separado, viviendo en medio del caos, alejado de mi hijo y, de repente y por ser hijo único, a cargo de mi madre.
Este recuerdo de mi padre no vino sólo porque hoy hubiese sido su cumpleaños. Llegué hasta este texto por esos vericuetos que tiene nuestro cerebro, al que solemos llamar «la cabeza». Hace unos días, mientras miraba algún que otro partido por la televisión (mi padre amaba la TV; yo paso días sin prenderla) vi un aviso en el que aparecía Jackie Stewart, el corredor británico que ganó tres campeonatos mundiales de Fórmula 1. Stewart, siempre con su gorra a cuadros, fue uno de mis ídolos de la infancia. Yo no me perdía ninguna carrera de F1 y terminé de amarlo el día que en el autódromo de Buenos Aires, con un neumático bajo, lo tapó durante varias vueltas a Emerson Fittipaldi. Por eso mi primer perro, un boxer mitad marrón y mitad blanco, se llamó Jackie.
Nunca olvidaré una tarde que llegué del colegio al otro departamento de Juncal, donde mi padre me esperaba para llevarme a dar una vuelta en auto. La sorpresa que me tenía preparada era que íbamos a buscar un perro. Jackie nos estaba esperando con la mirada más tierna que recuerdo. Lo llevamos sabiendo que mi madre no quería saber nada con los perros. Cuando se lo dejamos en la puerta, ella también se enamoró. Ese día pasamos a ser cuatro. Yo tendría unos 12 o 13 años.
Unos 12 o 13 años después, ya en el otro Juncal, una noche mi padre entró llorando diciéndonos a mi madre y a mí que había que sacrificar a Jackie porque tenía un tumor. Lloré mucho y durantes varios días. Fue el primer vacío en nuestra casa. Jackie dormía conmigo.
Hace un par de noches se me vino a la cabeza Jackie Stewart y, por ende, mi perro Jackie. Y se me aparecieron mis padres. Mi madre murió en enero de 2013 en situaciones similares a las de mi padre: no me pude despedir. La encontré con un ACV en su departamento la noche previa a la nochebuena y nunca más despertó. Me fui unos días a Uruguay y volví el domingo a la madrugaba. Cuando la fui a ver al Hospital Aleman -el mismo donde murió mi padre, también de un ACV que lo fulminó en horas- había muerto hacía un par de horas. Todo eso se me apareció cuando me estaba por dormir. Y lloré y lloré. Lloré porque ya no estaban más, porque quería abrazarlos a los dos. Y a Jackie. Sentí que estaba, ahora sí, en la parte final del duelo.
Debe haber sido lo de Stewart, seguramente, pero también yo venía movilizado por un retiro espiritual que hice hace un par de semanas, en el cual mis padres estuvieron presentes; por unos grupos que me tocaron en lo más íntimo y, también, porque mis últimos libros trataron de una madre (También esto pasará, de Milena Busquets), de un padre y un hijo (Los cansados, de Michele Serra), de un padre (El salto, de Martín Sivak) y de padres e hijos (Los hijos, de Gay Talese). Y, sobre todo, porque estoy bien.
Me hubiese gustado que mi padre me haya visto cómo estoy hoy, reconstruido de aquellos años que le despertaron una lógica preocupación. Todavía por momentos me atrapa la culpa y la pena. También mi madre, aunque ella pudo ver el comienzo de mi mejor versión adulta. Y me gustaría tener un perro, pero vivo solo en un pequeño departamento. Tuve perros, más de uno, hasta que me separé.
Este 13 de septiembre se va extinguiendo. Fue un día de diversos sentimientos. Como otra señal, empezó con Facebook recordándome una foto de mi padre con Jackie, la misma que ilustra esta nota. Frente a mi cama tengo una foto de mi madre con Jackie. Fuimos los cuatro muy felices. Eso es lo que me viene apareciendo desde hace un tiempo. Las fotos que reaparecieron tras la mudanza me han mostrado de a decenas imágenes de felicidad. Y puedo ver, y eso es lo que me llena de agradecimiento, que todo lo bueno que tengo, mucho o poco, se lo debo a mis padres. Jackie me los trajo de vuelta
He sido un afortundado en mi camino como periodista. Tuve el lujo de estar rodeado de maestros de este oficio en buena parte de mi trayecto, sobre todo en mis comienzos, en los que varios me tuvieron bastante paciencia. Suelo recordarlos en este día. Y lo haré de nuevo. Tengo una lista que me llena de orgullo y de la cual estoy eternamente agradecido.
Horacio Tato
Eugenio Paillet
Ezequiel Fernández Moores
Roberto Daniel Fernández
Guillermo Gasparini
Osvaldo Ardizzone
Osvaldo Pepe
Jorge Azcárate
El Negro Vergara
Florentino Fernández
Jorge Ezequiel Sánchez
También aprendí en cuestiones de edición y conducción de Juan José Panno, Carlos Ares, Daniel Pliner y Roberto Guareschi. En este recuento no me puedo olvidar de mis maestras y mis maestros en el Colegio San Agustín y uno que tuve en el Círculo de la Prensa: Bolita López Recalde
París siempre brilla, pero el viernes 7 de septiembre de 2007 estaba vestida de gala. La ciudad eterna de las luces aguardaba, radiante de sol, el inicio de la quinta edición de la Copa del Mundo de rugby. Una gigante pelota ovalada estaba incrustada en el medio de la Torre Eiffel, y el reloj con la cuenta regresiva –el mismo que se había utilizado para la llegada del nuevo milenio- estaba a horas de detenerse; a las 21, Francia, vigente campeón del 6 Naciones, y Argentina iban a ponerle fin a la espera del torneo con el cual la entonces International Rugby Board (IRB) pensaba iniciar una nueva era para este deporte. El arranque del Mundial era el tema central para los medios locales y las calles certificaban ese interés: banderas del Mundial, de Francia y de todos los países lucían en carteles o por encima de los postes de luz, mientras que las marquesinas ofrecían gigantografías de los ídolos de les bleus. París, al fin y al cabo, era una fiesta hace hoy exactamente una década. Hasta las 9 de la noche, al menos.
Tuve el privilegio de palpitar ese día, hora por hora, desde bien temprano y hasta la madrugada. Era mi tercer Mundial como periodista. En los dos anteriores había sido enviado especial por Clarín. En éste, fui por mi blog periodismo-rugby y otra serie de medios con los que colaboré y que ya detallé en el post Reviviendo en París. Estaba alojado en un pequeño hotel en la zona de Colombres, pero después de desayunar me fui hasta Enghien-les Bains, donde estaban concentrados los Pumas. En el hotel de al lado al Grand Barriére –ese fue el bunker del seleccionado argentino durante la mayor parte del torneo- estaban alojados la gran mayoría de los enviados argentino. Allí me esperaba la gente de ESPN para llevarme al estadio.
Enghien-les Bains es un pequeño poblado dentro del Departamento del Val-d’Oise. Su gran atractivo es un enorme y bonito lago, que da frente al Grand Barriére, sobre la rue du General de Gaulle. Los jugadores habían pedido ese hotel, alejado del ruido del centro, ya que queda a 13 kilómetros y medio del centro de París y relativamente cerca del Stade de France, escenario del test inaugural. La dirigencia de la UAR, con el secretario Raúl Sanz a la cabeza, había viajado varias veces a Francia para asegurarse ese lugar. Al Grand Barriére lo habían convertido en una fortaleza Puma; nadie, salvo los integrantes del plantel, podía ni siquiera acercarse a la puerta. Ese fue uno de los primeros triunfos. Muchos de estos jugadores venían de sufrir la pronta eliminación en Australia 2003; aquella vez se alojaron en un hotel –el Crowne Plaza de Coogee Beach, Sydney- que era una especie de shopping de gente.
Después de almorzar en una pizzería junto a un gran número de periodistas argentinos, marchamos hacia el estadio. Eran cerca de las 16. Los Pumas iban a salir a eso de las 18. El Stade de France, situado en Saint-Denis, había sido testigo del título mundial de fútbol de los franceses en 1998. También del campeonato local que hacía un par de meses había conseguido el Stade Francais, bajo la capitanía de Agustín Pichot y con Juan Hernández (de 10), Rodrigo Roncero e Ignacio Corleto (de 15) como principales figuras.
El estadio, que recién había abierto sus puertas, estaba listo como para sus mejores fiestas. Hacía rato que estaban agotadas las 80 mil entradas y a la inauguración iba a asistir Nicolas Sarkozy, elegido como presidente el último 6 de mayo. Los diarios franceses auguraban un triunfo del local, aunque el prestigioso L’Equipe planteó alguna duda cuando un par de días atrás publicó en su tapa una mira telescópica que apuntaba a Hernández. No lo esperaban de apertura. El 10 de Francia, David Skrela, era su suplente en el Stade. En su libro El Juego Manda, Pichot contó que cuando le avisó por teléfono a su amigo y compañero de equipo Christophe Dominici que Hernández iba a ser el apertura, percibió que del otro lado se escuchó un silencio temeroso.
Ese espíritu entre triunfalista y cauto se olía en las enormes salas de prensa del Stade de France. Varios argentinos teníamos el pálpito de que en unas horas podíamos ser testigos de un hecho histórico luego de haber visto en carne y hueso la confianza de los jugadores. Nani Corleto no usó ningún eufemismo: “Vamos a ganarles”.
Me recuerdo esa tarde discutiendo con los empleados de Orange porque el servicio de Internet no funcionaba como lo habían prometido. Yo había comprado un paquete que se suponía que duraba un par de semanas. El día del partido se me había extinguido. Había ido con el dinero justo, así que ese era un gasto inesperado. Vamos a ubicarnos en el tiempo. Una década atrás no existía casi nada de lo que hay hoy. Facebook tenía apenas un par de años, no habían nacido ni el IPhone, ni el Ipad, ni Twitter, ni Whatsapp, ni Instagram, ni las tablets. Los celulares –yo llevé un Motorola de tapita- sólo servían para hablar o mandar mensajes de textos. Encontrar una señal de wi-fi era para un periodista como encontrar oro. Ese de Francia fue el primer Mundial tecnológico de rugby; el primero en contar con la web 2.0.
Recuerdo que a eso de las 19 me empezó a tomar la ansiedad. Llevaba varias horas en esa sala y ya había recolectado las formaciones, el programa, un par de libros, los datos y había hablado con al menos 30 personas. Entonces abrí la pesada computadora y escribí un post en el blog. Dije allí que tenía un presentimiento de que podían ganar los Pumas. Creo que lo escribí por los nervios. Mi hijo, en ese entonces de 12 años, me había contado por teléfono que ya estaba frente al televisor. No aguanté más y me fui a buscar mi ubicación en el palco de periodistas. En media hora iba a empezar la ceremonia inaugural.
Hugo Porta fue el primero en entrar. La organización había armado una emotiva ceremonia, con una gloria de cada uno de los países participantes. Algo similar a la de Gales en 1999, cuando en el Millennium desfilaron las glorias del Dragón, en uno de los espectáculos más emocionantes que me tocaron vivir. Otra vez estaba Gareth Edwards. ¡Qué dupla hubiese armado con Porta! Estaban los dos ahí. Al ver a la leyenda de Hugo se me erizó la piel. En el aire se percibía que algo iba a pasar. Ya habían estado los jugadores con las remeras negras y la leyenda “Blakie” en honor a Martín Gaitán, desafectado una semanas antes por un grave episodio cardíaco. Ya se sabía que no eran 30 jugadores; eran 31. El Negro también estaba ahí.
Cuando terminó la ceremonia, quedó todo listo para el test. Era una noche cálida, sin viento. En diversos sectores se veían camisetas argentinas. La entrada de los equipos fue estremecedora. El tema elegido por la organización y que terminó siendo un himno fue Industrial Revolution Part 2, de Jean Michele Jarre, acompañado por el aún vigente The World In Union, lanzado por la IRB en 1999. Cuando terminaron los himnos, le dije a Pablo Mamone, de ESPN, con quien vimos juntos el partido: “Ganamos”. “¡No digas nada!”, me refutó. En cuestión de segundos, Pablo recibió un mensaje desde Buenos Aires de su mujer: “Cuidá el corazón”. Lo que sucedió después lo escribí en La Nación de hoy.
Cuando terminó el partido no sabía bien qué hacer. Veía gente llorando, abrazándose, mirando al césped como queriendo grabar en la memoria cada instante de lo que acababa de suceder. Me fui a la sala de prensa y tardé un rato largo en abrir la computadora. En los televisores, Pichot le decía al mundo: “Estas cosas son posibles porque nosotros jugamos con el corazón”. Cuando me conecté a Internet, fui derecho al blog. El post que había escrito antes del partido explotaba de comentarios de varias partes del mundo donde había argentinos. Creo que lloré mientras los leía. El blog cumplía un año ese día. Algunos de mis colegas estaban igual. El querido Topo de La Plata estaba con el teléfono abierto hablando en directo con cuanto ser se encontraba. Otros, los que vivían su primer Mundial, estaban petrificados frente a sus computadoras.
Me puse a escribir. Creo que salió cualquier cosa. Cuando miré a mi alrededor no quedaba casi nadie. Era la una menos cuarto y el último micro salía a la una. Llegué a subirme, corriendo, porque el chofer se apiadó de mí. La última parada era en la Bastilla. Estaba lejos del hotel y a esa hora no había subtes ni colectivos. Tampoco se veía un taxi. Caminamos y caminamos, felices, junto a muchos argentinos. En un momento decidí enfilar hacia el hotel. Con el mapa en la mano empecé a caminar. Ni sabía dónde estaba. Me sentía perdido, pero ganador. La computadora pesaba cada vez más. Varias veces me dije: “Es acá”, pero no era. A eso de las 3 de la mañana, encontré un taxi. Le al chofer di la dirección al subir. Hizo dos cuadras y me dijo: “Es acá”.
Llegué al cuarto y no me sentía en condiciones de escribir una línea. De todos modos, lo intenté. No había señal de wi-fi. Recuerdo que entonces me puse a leer El Aleph, de Borges, uno de los tantos libros que me había llevado. Creo que me desmayé vestido en la cama y con el libro en la mano.
En unas horas tenía que viajar a Lyon. Pero a partir de ahí fue otra historia de la historia
……..
En un lugar maravilloso escuché esta maravillosa definición: «El resentimiento es un veneno que se toma uno para que se muera otro».
A Henning Mankell (¡siempre Mankell!) le leí esto otro: «El odio puede ser fuente de energía sólo por un tiempo limitado. Nos infunde la ilusión de ser fuertes pero, ante todo, es un parásito que nos devora».
Revoloteando por las redes sociales me topé hace un par de días con un video que rememoraba el partido que los Pumas jugaron en Bélgica, previo a viajar hacia Francia para instalarse en Enghien-les-bains, en las afueras de París, y así esperar el debut en la Copa del Mundo de 2007, previsto para el 7 de septiembre de 2007 ante el local, en el Stade de France. Recordé entonces que en esos días finales del otoño argentino, terminaba de concretar los últimos detalles para viajar a cubrir el que sería mi tercer mundial de rugby como periodista. En los dos anteriores, Gales 1999 y Australia 2003, fui enviado por Clarín. Este tenía una particularidad: en buena parte, me lo costeaba yo, ya que me había ido del diario un año antes. Ya tenía el blog periodismo-rugby desde el 7 de septiembre de 2006, seguía colaborando en ESPN y me habían contratado para escribir de rugby en lo que en ese momento era La Nación Deportiva.com, predecesora de CanchaLlena, que ya no existe.
Un par de meses antes había desistido de ir. No me daban los números y no tenía experiencia en eso de buscar avisos u otro tipo de apoyos. También, como suele sucederme aún, me había dormido con los trámites. Sufro del defecto de la postergación. Un sábado, en la tribuna de cemento del CASI, no me acuerdo en qué partido, el querido y entrañable colega platense Patuti Cerviño me dijo: “¡¿Cómo no vas a ir al Mundial?!”. No sé por cuál razón, pero esa pregunta con tono bien enfático me sacó del sopor. El lunes empecé a moverme y a los pocos días apareció la posibilidad de un canje en el blog por un pasaje ida y vuelta Buenos Aires-París. Tenía medio viaje adentro.
En esa misma semana me reuní con mi amigo Pablo Mamone, una de las cabezas de ESPN: “Ayudanos con la transmisiones en los partidos y te meto en alguna de nuestras habitaciones, pero sólo por la primera rueda”, me dijo Pablo. A los pocos días, LND.com me compró un paquete de notas. Y aparecieron unos avisos en el blog. No recuerdo exactamente qué día decidí que me iba a Francia, pero lo que sí no me olvido es que sentí un vértigo inédito con respecto a mis anteriores viajes. Vértigo (miedo) de no tener un medio grande que me cubra las espaldas en la logística y en lo económico. Sentía que saltaba al vacío. No sabía que saltaba hacia una nueva vida.
El dinero que me habían dado en Clarín por el arreglo de la desvinculación ya se me había evaporado y, como conté en otra nota, mi vida estaba recién recomponiéndose de mis excesos y de los años de arrogancia en Clarín. Me sentía frágil para irme con más incógnitas que certezas a un viaje que ni siquiera sabía cuánto podía durar. Confieso: tenía la vuelta para después de los cuartos de final. Suponía –mal- que los Pumas caían en esa instancia con los All Blacks, en Cardiff.
Con miedos, una tarjeta de crédito con el límite extendido, un puñado de dólares, una valija gigante y un bolso también extenso (siempre me mudo cada vez que viajo), un teléfono celular de los de tapita que había contratado en una empresa de terror y una notebook pesadísima, abordé una noche el vuelo a París. Suelo no poder dormir en los aviones, pero en aquel dormí de punta a punta. Dejé Buenos Aires extenuado. Me esperaba un hotel que me había sacado el querido y entrañable Fernando Soustiel (se fue de gira al igual que Patuti) a unos 30 minutos del centro de París y a dos horas de donde se alojaban los Pumas.
Llegué a París a la mañana temprano. Fui al hotel, me di un baño y salí hacia Enghien-les-bains. Hablando con los jugadores, especialmente con Pichot, me di cuenta que iban a ganar el test inaugural y que iba a tener que cambiar el pasaje. Lo que pasó en el Mundial, del que pronto se cumplen 10 años, será motivo de otro post. Puedo decir que volví con la tarjeta ya sin crédito, con el celular cortado, sin una moneda, pero con una felicidad imposible de describir. En ese Mundial que significó el antes y después de los Pumas, me reconvertí como periodista. Y acá estoy todavía, tratando de dar una vuelta más de tuerca, día a día
«Porque me tratas tan bien, me tratas tan mal/Sabés que no aprendí a vivir/A veces estoy tan bien, estoy tan down/Calambres en el alma/Cada cual tiene un trip en el bocho/Difícil que lleguemos a ponernos de acuerdo», escribe y canta Charly García en Promesas sobre el bidet («Por favor no me abras más los sobres/Por favor, yo te prometo que te escribiré), uno de sus tantos temas bellos e icónicos.
Promesas, promesas. El genial escritor sueco Henning Mankell (3 de febrero de 1948-5 de octubre de 2015) tiene un párrafo maravilloso -¡qué maravilloso es leer a Mankell- acerca de las promesas en su libro Zapatos italianos. Allí, Harriet le dice a Fredrik:
«A uno le hacen promesas sin cesar. Nos hacemos promesas a nosotros mismos. Escuchamos las promesas de los demás. Los políticos nos hablan de una vida mejor para los que envejecen, de una sanidad donde nadie sufra en la espera. Los bancos nos prometen mejores intereses, los alimentos nos prometen mejor línea y las cremas nos garantizan una vejez con menos arrugas. La vida no consiste más que en navegar en nuestra pequeña embarcación cruzando un mar de promesas siempre cambiantes pero inagotables. ¿Cuántas de esas promesas recordamos? Olvidamos lo que queremos recordar y solemos recordar aquello de lo que más deseamos librarnos. Las promesas no cumplidas son como sombras que danzan a nuestro alrededor en el ocaso. Cuando más me acerco a la vejez, más claras las veo»
¿Por qué a las mujeres quizá se les quema la comida cuando al mismo tiempo están hablando por teléfono? ¿Por qué los hombres quizá mojamos la tabla del inodoro cuando orinamos y antes de terminar tiramos la cadena? ¿Por qué chocamos cuando vamos hablando por teléfono sin manos o mirando el celular? En una charla que le escuché, el científico Fabricio Ballarini dio la respuesta certera: «El cerebro puede registrar sólo una orden por vez; es mentira eso de que podemos hacer mil cosas al mismo tiempo. Quizá sí las hagamos, pero es muy probable que todas las hagamos mal».
A veces, o muchas veces, hacemos que el tiempo nos apure. Y no suele ser una buena decisión. Nunca es bueno comer y trabajar al mismo tiempo, por ejemplificar un acto cotidiano. Quizá el desafío, y esto no pretende ser un post espiritual, sea cuidar a nuestro cerebro con algo tan sencillo como hacer una cosa por vez. Probarlo cada 24 horas puede resultar vertiginoso, pero seguramente será aliviador.
Ahora que terminé de escribir estas líneas, abordaré otra tarea
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